– Esto es lo que se llama jubilación activa -dijo Yolanda echándose a reír-. También a mí me gustaría jubilarme, lo que pasa es que nunca he trabajado. -Lo decía con jovialidad, pero había cierta amargura en el comentario. El presunto sentido del humor no podía ocultar el resentimiento que palpitaba en las profundidades. Le zarandeó el hombro, saboreando el pretexto que mi visita le proporcionaba para turbar la paz y tranquilidad del marido-. Peter, hay aquí una persona que quiere verte.
– Ya volveré más tarde. No hace falta que le despierte.
– Le es igual. Hoy no ha hecho nada en todo el día. -Se inclinó sobre él-. Peter.
El aludido despertó sobresaltado, desorientado a causa del sueño y la voz que de pronto había sonado en sus oídos.
– Tenemos visita. Es por lo de Isabelle y David. Esta joven es secretaria del señor Kingman. -Se volvió hacia mí con el ceño fruncido-. Es usted su secretaria, ¿no? ¿O es abogada también?
– Soy detective.
– Ya decía yo que no tenía cara de abogada. ¿Cómo ha dicho que se llama?
Weidmann puso el libro a un lado, se levantó y me tendió la mano.
– Peter Weidmann.
Se la estreché.
– Kinsey Millhone. Siento molestarle.
– No se preocupe. ¿Le apetece un café o prefiere una taza de té?
– Nada, gracias, es igual.
– Hace mucho frío aquí fuera -dijo Yolanda al marido. Y a mí a continuación-: Este año ha tenido la gripe dos veces y no me gustaría repetir la experiencia. Acabé reventada de tanto ajetreo. Los hombres son como niños cuando se ponen enfermos. -Me hizo un guiño mientras renegaba. Así podría afirmar que lo decía en broma si Peter se daba por ofendido.
– Es verdad, me pongo insoportable cuando caigo enfermo -confesó Peter.
– Nadie soporta las enfermedades -comenté.
Hizo un ademán en dirección a la casa.
– Vamos al estudio, si le parece.
Entramos en fila india en la casa, que parecía sofocante después de haber estado a merced de la humedad exterior. El estudio era de dimensiones reducidas y el mobiliario tenía el mismo aspecto desvencijado que las sillas y tumbonas del porche. Me dio la sensación de que la casa estaba dividida en «la parte de él» y «la parte de ella». El sector de Yolanda estaba decorado hasta el techo y rebosante de objetos caros que seguramente había comprado en varios viajes al extranjero. Tras someterlo a votación, la mujer se había encargado de la sala de estar, de la cocina, del rincón del desayuno y seguramente también de todos los cuartos de baño, la habitación de los huéspedes y el dormitorio. El marido se había quedado con el porche de atrás y el estudio, donde había atesorado todos los enseres domésticos que la mujer le había amenazado con tirar a la basura.
Nada más cruzar el umbral de la estancia, Yolanda se puso a hacer aspavientos, y cuando percibió el olor del tabaco se le contrajo la cara.
– Por el amor de Dios, Peter, esto no hay quien lo aguante. No sé cómo resistes aquí dentro. -Se acercó a la ventana y la abrió de par en par, cogió una revista y se puso a sacudirla en el aire.
A mí tampoco me gusta el olor del tabaco, pero aquello ya era exagerar.
– No se preocupe, señora. A mí no me molesta -dije.
Cogió un cenicero lleno e hizo una mueca.
– A usted no le molestará -dijo-, pero a mí me dan ganas de vomitar. Traeré un ambientador. -Salió de la estancia con el ultrajante cenicero. La tensión del ambiente descendió varios grados.
Me fijé en la colección de fotos de Peter «con famosos» que decoraba la campana de la chimenea. Me acerqué a echar un vistazo.
– ¿Está usted en todas?
– En casi todas -dijo.
Vi a Peter Weidmann con el alcalde durante la ceremonia de inauguración de unas obras, con Isabelle Barney al fondo; a Peter en un banquete, mientras recibía no sé qué placa; a Peter en el trabajo, junto al contratista. La última se había publicado al parecer en el periódico de Santa Teresa, ya que la habían recortado, enmarcado y colgado junto a la original; el pie de foto decía que se trataba de la inauguración de unas instalaciones recreativas. Por los coches que se veían al fondo, deduje que casi todas las fotos se habían hecho a principios de los años setenta. Los proyectos comerciales se mezclaban con los residenciales. En dos fotos había dos estrellas de cine de tercera magnitud cuya casa quizá Peter había proyectado y construido. Estuve un rato contemplando aquel álbum horizontal, tan interesada por ver a Isabelle como a Peter. Me gusta observar a la gente cuando trabaja. La actividad laboral hace salir a la superficie aspectos personales que nadie sospecharía si viera a los mismos individuos en un medio diferente.
Con el mono y el casco, Peter parecía más joven y muy seguro de sí mismo. Y no porque las fotos se hubieran hecho años antes, cuando aún podía hablarse de juventud en sentido temporal. Las fotos que tenía ante mí se habían hecho en el punto culminante de su trayectoria profesional, cuando todo estaba ya encauzado; cuando le encargaban proyectos importantes; cuando ya tenía fama, influencia, dinero y amistades. Parecía feliz. Me volví para mirar al hombre de carne y hueso que había a mi lado y que en comparación con el otro parecía un ciudadano mediocre. Le sorprendí observando mis reacciones.
– Es fabuloso -dije.
– Sí, he tenido mucha suerte. -Señaló una foto-. Sam Eaton, el senador -dijo-. Construí una casa para Sam y Mary Lee. Y éste es Harris Angel, el productor de Hollywood. Tal vez haya oído hablar de él.
– Me suena el nombre -dije, aunque no me sonaba en absoluto.
En ese instante Yolanda reapareció con el ambientador.
– María lo había guardado en el frigorífico, imagínate. -Puso la cajita encima de la mesa, rompió el precinto y dejó al descubierto la pastilla. Al oler el tufo que echaba, mezcla de betún e insecticida, añoré el olor del tabaco.
Eché una ojeada rápida al resto de la habitación. Había un revistero con periódicos junto al sillón de orejas y tapizado en piel, más periódicos amontonados encima del sofá, revistas en la mesita rinconera y huellas de platos. Había un buró debajo de las ventanas que daban al patio trasero. Sobre él descansaba una antigua máquina de escribir portátil, un rimero de libros y otro cenicero con colillas. Pegada al buró había una vieja silla de comedor y otra, no muy lejos de la primera, con una torre de libros en el asiento. La papelera estaba llena hasta el borde.
Yolanda advirtió la dirección de mi mirada.
– Está escribiendo una historia de la arquitectura de Santa Teresa. -Comprendí que, pese a su hostilidad, la mujer se sentía orgullosa del marido.
– Puede ser interesante.
– Es sólo un pasatiempo -dijo Peter.
Yolanda volvió a echarse a reír.
– Pues tengo un montón de cosas que encargarle para cuando se canse de escribir. Pero siéntese, por favor, si encuentra dónde. Espero que no le moleste todo este desorden. A la señora de la limpieza ni siquiera le digo que entre. Sería pedirle demasiado. Tardaría tanto en adecentar esta habitación como en limpiar el resto de la casa.
Peter esbozó una sonrisa de incomodidad.
– Vamos, Yolanda, sé justa. Ya la limpio yo… en ocasiones incluso dos veces al año.
– Este año no -replicó Yolanda.
Peter dejó correr el asunto. Despejó el sillón para que se sentara su mujer y me acercó una silla de comedor. Aparté un poco las carpetas y tomé asiento.
– Póngalas en el suelo -dijo Yolanda.
– Gracias, está bien así. -El juego empezaba a cansarme: las impertinencias de Yolanda, la connivencia de Peter y mi educada búsqueda del término medio-. Señora, ¿no tenía usted que dar un paseo? Lo digo porque no quisiera que alterase sus costumbres por mi culpa.
La cara le cambió de pronto. Era susceptible y se ofendía por cualquier cosa.
– Si molesto, me voy.
– Vamos, vamos. Quédate dónde estás -dijo Peter-. Ha venido para hablar con los dos.