Lo demás no parecía interesante. Volví a meterlo en la papelera y dejé ésta detrás de la puerta, que cerré con llave a mis espaldas. Regresé al coche y llevé la colección de desechos a la oficina del coroner; se la dejé a la secretaria para que a su vez se la entregase a Burt.
La jornada había llegado a su fin y puse rumbo a mi casa. Todo el asunto me producía dolor de estómago. Me sentía frustrada y deprimida. Lo único que había conseguido hasta el momento era poner patas arriba el caso de Lonnie. Gracias a mi celo, la declaración del testigo de cargo se había puesto en duda y el acusado había conseguido una coartada. Otro pequeño esfuerzo de mi parte y el abogado de Barney tendría material suficiente para pedir el sobreseimiento del caso. La ansiedad me palpitaba ya a la altura del esternón y comenzaba a notar ese miedo que se siente en la boca del estómago y que yo no experimentaba desde el bachillerato. Todavía no había motivo para echarse a llorar de desesperación, pero sin duda sufría una crisis de confianza en mí misma cuyo origen se remontaba al despido de La Fidelidad de California. Siempre había actuado por instinto. En el curso de una investigación sufría contrariedades con frecuencia, pero trabajaba con la seguridad que me daba la convicción de que, al final, el trabajo me saldría redondo. Jamás me había sentido tan insegura como entonces. ¿Y qué ocurriría si me ponían de patitas en la calle por segunda vez en el curso de seis semanas?
Una vez en casa me puse a fregar como Cenicienta en sus peores momentos. Era lo único que se me ocurría para calmar el nerviosismo. Cogí trapos, estropajos y detergente y la emprendí con el cuarto de baño del piso superior. No sé qué harán los hombres para afrontar las tensiones menores de la vida cotidiana. Puede que jueguen al golf, o se pongan a reparar el coche, o a beber cerveza mientras ven la tele. A las mujeres que conozco (las que no son adictas a la comida preparada ni a ir de compras) les da por limpiar la casa. Así pues, me lancé a la carga con el trapo y el mocho y me dediqué a eliminar microbios con los generosos chorros de espumas y líquidos desinfectantes que aplicaba a todas las superficies visibles. Los microbios que no maté salieron francamente malparados.
Hice un alto a eso de las seis. Las manos me olían a lejía. Además de desinfectar todo el cuarto de baño de arriba, había cambiado las sábanas, limpiado el polvo y pasado el aspirador por el dormitorio. Iba a emprenderla con los cajones del tocador cuando me di cuenta de que era ya hora de descansar un poco y tomar un bocado. Tal vez, incluso daría por terminada la faena. Me di una ducha rápida y me puse unos tejanos limpios y otro jersey de cuello alto. El brío que había puesto en la limpieza se me esfumó cuando me vi sola ante el peligro culinario. Cogí el bolso y una cazadora y me dirigí al bar de Rosie.
Hasta cierto punto me desanimó encontrarlo tan lleno como la noche anterior. En vez de jugadoras de bolos, había un equipo de béisbol, hombres uniformados con pantalón deportivo y camisa de manga corta, y que en la espalda ostentaban bordado el nombre de una compañía local de material eléctrico. Mucho humo, muchas jarras de cerveza en alto, y muchos estallidos de carcajadas violentas, de las que suele propiciar el alcohol. Era como uno de esos anuncios televisivos de cerveza, donde los clientes de los bares parecen disfrutar mucho más que en la realidad. La máquina de discos berreaba a tanto volumen que no había manera de identificar la canción. El televisor que había a un extremo de la barra estaba encendido y emitía fragmentos sincopados de no sé qué polvorienta e interminable carrera de coches. Pese a que nadie le prestaba la menor atención, lo habían dejado también a todo volumen para aportar su granito de arena al ruido y la furia dominantes.
Rosie contemplaba el paisaje con una sonrisa de complacencia. ¿Qué le había pasado? Que yo supiera, no soportaba el ruido. Jamás había alentado las camorras deportivas. Mi máxima preocupación hasta la fecha había sido que los yuppies descubrieran el local y lo transformaran en ilustre abrevadero de letrados y ejecutivos. Jamás se me había ocurrido que acabaría abriéndome paso entre adictos a la cebada.
Divisé a Henry y a su hermano William. El primero llevaba pantalón corto, una camiseta blanca y náuticas, y lucía unas piernas largas y bronceadas de aspecto fuerte y musculoso. William seguía con su traje, aunque se había despojado del chaleco. Mientras Henry estaba recostado en la silla con una cerveza ante sí, William estaba muy tieso y saboreaba un agua mineral con una corteza de limón. Saludé a Henry con la mano y me dirigí a mi reservado favorito, milagrosamente libre. Me detuve a mitad de trayecto. La mirada de Henry se había clavado en la mía con tal expresión de súplica que no tuve más remedio que cambiar de rumbo y encaminarme a su mesa. William se levantó.
Henry me empujó una silla con el pie.
– ¿Quieres una jarra? Yo invito.
– Si le es igual, preferiría un vaso de vino blanco -dije.
– Claro, no hay problema. Que sea vino blanco.
Habría jurado que habían retrocedido en el tiempo, y eso que les había visto la víspera. Podía imaginármelos con ocho y diez años respectivamente. Henry, todo rodillas y codos, conduciéndose con la típica beligerancia del hermano menor resentido. Seguramente había pasado la juventud torturado por los altaneros modales de William. Tal vez la madre hubiera puesto a Henry en manos de William, obligándoles así a una proximidad forzada. A buen seguro, William tiranizó a Henry de pequeño e incluso quizá se metía con él, cuando no se chivaba de sus barrabasadas. Henry, a los ochenta y tres años, parecía a la vez inquieto y propenso a la rebeldía, incapaz de afirmar su personalidad como no fuera con apartes y payasadas.
Yo buscaba a Rosie con la mirada mientras William volvía a tomar asiento. Me volví al segundo y alcé la voz para que pudiera oírme por encima del griterío.
– ¿Qué tal su primer día en Santa Teresa?
– Yo diría que bien. He tenido palpitaciones… -repuso casi en un susurro.
Me llevé la mano a la oreja para darle a entender que le oía con dificultad. Henry se inclinó hacia mí.
– Hemos pasado la tarde en Urgencias -exclamó Henry a voz en cuello-. Nos hemos reído mucho. Para los que disfrutamos de los beneficios de la Seguridad Social, ha sido como estar en el circo.
– El corazón ha vuelto a darme la lata -dijo William-. El médico pidió que me hicieran un electrocardiograma. Ya no recuerdo qué palabra utilizó para calificar mi estado…
– Indigestión -aulló Henry-. Sólo tenías un eructo atravesado.
La broma de Henry no pareció desanimar a William.
– Mi hermano se pone muy nervioso al menor indicio de fragilidad humana.
– Teniéndote cerca desde que nací, no sé cómo no me he acostumbrado todavía -replicó Henry.
Yo seguía mirando a William.
– Pero, ¿está bien ya?
– Sí, muchas gracias -dijo.
– Pues mira cómo estoy yo -dijo Henry: se puso bizco, sacó la lengua por la comisura de la boca y se apretó el pecho con la mano crispada.
William ni siquiera esbozó una sonrisa.
– ¿No quiere echarle una ojeada?
No entendí qué quería enseñarme hasta que vi las rayas del electrocardiograma.
– ¿Le han dejado llevárselo? -pregunté.
– Sólo esta hoja. El resto lo guardo archivado. Allí donde voy siempre llevo mi historial médico; podría hacerme falta.
Los tres nos quedamos mirando la raya de tinta jalonada de picos a trechos regulares. Parecía una sección vertical del océano con cuatro aletas de tiburón avanzando directamente hacia nosotros.
William acercó la cabeza.
– El médico dice que le gustaría hacerme un chequeo a fondo.
– No me extraña -dije.
– Lástima que no dispongas ni de un solo día libre. -Henry me hizo una mueca-. Podíamos turnarnos para tomarle el pulso a William.