– Tú ríete, pero a todos nos llega el momento de tomar conciencia de que no somos más que carne perecedera -dijo William con dignidad.
– Ahora que lo dice, mañana tengo que vérmelas con la carne perecedera de otra persona -dije. Y dirigiéndome a Henry-: El entierro de Morley Shine.
– ¿Amigo tuyo?
– Otro detective que trabajaba en la ciudad -dije-. Era colega del tipo que me inició en el oficio; yo le conocía desde hacía muchos años.
– ¿Ha muerto en el cumplimiento de su deber? -preguntó William.
Negué con la cabeza.
– En el fondo, no. El domingo por la noche sufrió un ataque al corazón… -Lamenté haber abierto la boca en cuanto pronuncié la última palabra. Vi que William se llevaba la trémula mano al pecho.
– ¿Qué edad tenía? -preguntó.
– Oh, no estoy segura -dije mintiendo como una bellaca. Morley tenía veinte años menos que William-. Ostras, ahí viene Rosie. -Cuando es necesario, «jopeo» y «ostreo» como cualquier hija de vecina.
Rosie acababa de salir de la cocina y nos miraba desde el otro extremo del local. Se acercó con cara decidida. Al pasar junto a la barra, alargó la mano y quitó el sonido al televisor. Henry y yo cambiamos una mirada de inteligencia. Seguro que pensaba lo mismo que yo. Rosie iba a hacerse cargo de William y aquello no había quien lo cambiase. Empecé a sentir lástima por el pobre hombre. La máquina de discos se quedó muda de pronto y el nivel del ruido quedó a la altura del serrín. El silencio fue maná para mi espíritu.
William echó atrás la silla y se levantó con educación.
– Señorita Rosie. Es un placer. ¿Cómo podría convencerla de que se sentara con nosotros?
La miré a ella, le miré a él.
– ¿Se conocen?
– Rosie nos salió al encuentro cuando llegamos -dijo Henry.
La mirada de Rosie se posó en William y buscó el suelo con recato.
– No quisiera interrumpir ninguna conversación -dijo Rosie para que insistiéramos, como es habitual en ella. Y eso que trataba a todo el mundo a puñetazo limpio.
– Vamos, vamos, siéntate -dije, añadiendo mi invitación a la de William. Éste siguió en pie, esperando por lo visto a que Rosie se sentara primero, cosa que la aludida no hizo.
La verdad es que a Henry y a mí apenas nos prestaba atención. La coquetona mirada con que envolvía a William se volvió inquisitiva. Se concentró en la gráfica del electrocardiograma. Escondió las manos bajo el delantal.
– Taquicardia -interpretó-. El corazón palpita de repente con cien latidos por minuto. Es horrible.
William la miró con cara de sorpresa.
– Exacto. Es verdad -dijo-. Esta misma tarde he sufrido un episodio de esas características. He tenido que ir a un centro de urgencias para que me viese un médico. Ha sido él quien ha tomado la muestra.
– Los médicos no pueden hacer nada -dijo Rosie con satisfacción-. Yo padezco lo mismo. Ciertas píldoras quizá. Por lo demás, no hay esperanza. -Apoyó las cautelosas posaderas en el borde de la silla-. Siéntese.
William tomó asiento.
– Es mucho peor que la fibrilación -dijo.
– Es mucho peor que la fibrilación y las palpitaciones juntas -dijo Rosie-. Permítame. -Cogió el electrocardiograma. Dejó resbalar las gafas por la nariz y se echó atrás para ver mejor el papel-. Fijaos. Es increíble.
William volvió a escrutar el papel como si de pronto hubiera adquirido un significado diferente.
– ¿Es grave?
– Terrible. No tanto como lo mío, pero es muy grave. ¿Y las ondulaciones y los picos? -Cabeceó y frunció la boca. Apartó el papel con brusquedad-. Le invito a un jerez.
– No, imposible, de ningún modo. No puedo ingerir bebidas alcohólicas.
– Es jerez húngaro. No hay nada igual. En cuanto noto que se acercan los síntomas, me tomo una copita y, ¡bum!, desaparecen. Así de fácil. Y se acabaron las ondulaciones y los picos.
– El médico no me ha dicho nada sobre el jerez -dijo con inquietud.
– ¿Quiere que le diga por qué? ¿Cuánto le ha pagado por la visita? Mucho, supongo. Sesenta, ochenta dólares. ¿Cree que su médico desea que se acaben las visitas? ¿Que no le gusta el color de su dinero? Pero si hace lo que le digo, será un hombre nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Pruebe. Si no se siente mejor, no abone la consumición. Le invito al primero. La casa paga. Totalmente gratis.
Parecía indeciso y titubeante hasta que Rosie lo fulminó con la mirada. William le enseñó el pulgar y el índice separados por un centímetro.
– Está bien, tomaré un poquito.
– Yo misma se lo serviré -dijo Rosie mientras se levantaba de la silla.
Levanté la mano.
– ¿Podrías traerme un vaso de vino blanco? Invita Henry.
– Y una ronda de esfigmomanometría para todos los que están aquí -dijo Henry.
Rosie pasó por alto el conato de chiste y se alejó hacia la barra. Yo no me atrevía a mirar a Henry porque sabía que no podría evitar una sonrisa irónica. Rosie había conseguido que William comiera en la palma de su mano. Henry se había burlado de él y yo me había comportado con toda educación, pero Rosie le había tratado con el máximo respeto. Aunque yo ignoraba por completo las intenciones de ésta, William parecía totalmente indefenso ante el asedio.
– El médico no me ha dicho nada sobre el alcohol -repitió con terquedad.
– No creo que le haga daño -intervine, aunque sólo para que el juego no decayera. Quizá Rosie quería emborracharle, debilitar sus defensas para decirle la verdad a bocajarro: que para su edad tenía una salud de hierro.
– No quisiera hacer nada que perturbase el tratamiento a largo plazo que sigo puntualmente -dijo.
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Henry-. Tómate una copa y calla. -Pisé el pie de Henry por debajo de la mesa. Le cambió la expresión-. Bueno, mira, eso me recuerda que el abuelo Pitts tomaba una copita de vez en cuando. Te acuerdas, ¿verdad, William? Todavía le veo en el porche, sentado en la mecedora, y tomándose un vaso de Black Jack.
– Sí, pero el abuelo está muerto -dijo William.
– ¡Claro que está muerto! ¡Tenía ciento un años cuando se murió!
William frunció el ceño.
– No hace falta que me grites.
– Es que eres el colmo. Los patriarcas de la Biblia no vivieron tanto como el abuelo. Estaba sano y fuerte, una salud a prueba de bomba. Todos los miembros de nuestra familia…
– Henryyyyyyy, has perdiiiidooo -canturreé.
Calló con brusquedad. Rosie volvió a la mesa con una bandeja en la mano. Traía un vaso de vino blanco para mí, una cerveza para Henry, dos vasitos para servir licores de categoría y una botellita llena de adornos que contenía un líquido ambarino. William se puso otra vez en pie, como un caballero. Apartó una silla para que se sentara Rosie. Ésta dejó la bandeja en la mesa y dirigió al hombre una sonrisa de mosquita muerta.
– Es usted un caballero -dijo abanicándole con las pestañas-. Un caballero muy amable. -Me alargó el vino, le pasó la cerveza a Henry y tomó asiento a continuación-. Permítame -dijo a William.
– Sólo un poco, por favor -dijo éste.
– Deje que yo decida la cantidad -dijo Rosie-. Voy a enseñarle cómo se bebe. Fíjese. -Escanció el jerez y llenó el vaso hasta el borde. Se lo llevó a los labios, echó atrás la cabeza y vació el vaso. Se limpió las comisuras de la boca con el nudillo del índice-. Ahora usted -dijo. Llenó el otro vaso y se lo tendió a William.
Éste no acababa de decidirse.
– Haga lo que le digo -dijo Rosie.
William la obedeció. En cuanto el licor le llegó a la garganta, se estremeció con un espasmo asombrosamente involuntario que le comenzó en los hombros y le recorrió la columna a velocidad vertiginosa.
– ¡Dioses del Olimpo!
– Efectivamente, dioses del Olimpo -dijo Rosie. Le observó con malicia y chasqueó la lengua con intención lujuriosa. Sirvió otra ronda de jerez y vació su vaso como los vaqueros de las películas de John Wayne. William, que ya había cogido el tranquillo, la imitó. En las mejillas se le habían formado sendos círculos carmesí. Henry y yo les contemplábamos mudos de asombro.