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Me fui a comer y pasé por mi casa sólo para comprobar si habían dejado algún mensaje en el contestador automático. No había ninguno. Fui a casa de Henry. Tenía ganas de conocer a William.

Henry estaba en la cocina, amasando pan, con los antebrazos cubiertos de harina de trigo integral y con los dedos sembrados de pegotes que parecían de masilla de fontanero. Cuando Henry amasa, sus movimientos suelen tener una cualidad meditabunda, metódica y experimentada que tranquilizan al observador. Pero aquel día movía las manos como el estrangulador de Boston y en sus ojos había una expresión obsesiva. A su lado, ante el fogón de la cocina, estaba un hombre que se parecía a él lo bastante como para pasar por su hermano gemelo; alto y delgado, con el mismo cabello níveo, los mismos ojos azules, la misma faz aristocrática. Capté las semejanzas durante aquella apreciación inicial. Las diferencias eran profundas y costaba más tiempo descubrirlas.

Henry llevaba una camisa hawaiana, pantalón corto blanco y sandalias de cuero; tenía las piernas largas, nervudas y bronceadas como las de un corredor. William vestía un traje de rayas con chaleco, camisa blanca almidonada y corbata. Estaba muy erguido, casi tieso, como si quisiera compensar la debilidad subyacente. Nunca había visto a Henry poniendo de manifiesto sus problemas. William sostenía un folleto en una mano ligeramente temblona y con un tenedor señalaba un corazón dibujado. Se interrumpió para proceder a las presentaciones y canturreamos la acostumbrada letanía de expresiones de cordialidad.

– ¿Qué te estaba diciendo? -preguntó.

Henry me miró con resignación.

– William me contaba ciertas prácticas médicas relacionadas con su ataque cardíaco.

– Exacto. Seguro que a usted también le interesan -me dijo William-. Supongo que sus conocimientos de anatomía serán tan rudimentarios como los de él.

– Suspendería si me presentara a un examen -dije.

– Y yo -dijo William-, hasta que me ocurrió lo que me ocurrió. Mira, Henry, esto que viene te interesa.

– Lo dudo -dijo Henry.

– «El lado derecho del corazón recibe la sangre del cuerpo y la hace pasar por los pulmones, donde la sangre elimina el anhídrido carbónico y otros elementos indeseables y se enriquece con oxígeno. El lado izquierdo recibe la sangre oxigenada de los pulmones y la reparte por todo el organismo por mediación de la aorta…» -El dibujo que sostenía en la mano parecía el mapa de un parque nacional surcado de carreteras de dirección única y señalizadas con flechitas blanquinegras-. Si estas arterias se bloquean, surgen los problemas -añadió William golpeando el papel con el tenedor para subrayar lo que decía-. Es como si hubiese un desprendimiento en una carretera que discurriera junto a una montaña. Habría un atasco impresionante. -Pasó una página del folleto, que tenía abierto y pegado al pecho igual que una maestra de párvulos que leyera en voz alta a los alumnos. El siguiente diagrama (la sección vertical de una arteria coronaria) parecía el tubo de una aspiradora cuando se llena de pelusa.

– ¿Has comido ya? -le interrumpió Henry.

– No, por eso he vuelto a casa.

– Hay atún en el frigorífico. Podemos preparar unos bocadillos. ¿Te gusta el atún, William?

– No puedo comer atún. Tiene mucha grasa, y si encima le pones mahonesa… -Negó con la cabeza-. Yo no quiero atún, gracias. He traído latas de sopa baja en sodio y abriré una. Pero por mí no os privéis.

– William tampoco puede comer lasaña -me dijo Henry.

– Y mira que lo siento. Por suerte, Henry tenía verdura y me la he hecho al vapor. No me gusta molestar, ya te lo he dicho. No hay nada peor que ser una carga para las personas que uno quiere. Padecer del corazón no equivale a estar sentenciado. La clave consiste en la moderación: ejercicio ligero, alimentación adecuada, mucho descanso… no hay motivo para pensar que no voy a cumplir los noventa.

– Todos llegamos a los noventa en mi familia -dijo Henry con acritud. A fuerza de cachetes había acabado por dar forma a las hogazas y ahora las ponía en una fila de bandejas untadas con aceite.

Oí un suave pitido.

William sacó el reloj de bolsillo y levantó la tapa.

– Es la hora de las pastillas -dijo-. En cuanto me las tome, iré a mi habitación y me echaré un rato para compensar la tensión del viaje. Le pido mil perdones, señorita Millhone. Ha sido un placer conocerla.

– Lo mismo le digo, William.

Nos dimos la mano otra vez. En cierto modo, parecía fortalecido por la conferencia que nos había dado sobre los peligros de los productos con grasa.

Mientras yo preparaba los bocadillos, Henry metió en el horno seis hogazas de pan. No nos atrevíamos a decir nada, pues William estaba aún en el cuarto de baño; éste llenó un vaso y se dirigió a su habitación. Nos sentamos a comer.

– Creo que ya puedo pronosticar que van a ser dos semanas larguísimas -murmuró Henry.

Me dirigí al frigorífico, cogí dos Pepsis Light y volví a la mesa. Henry las destapó y me pasó una. Mientras comíamos le conté los detalles de la investigación en que andaba: le gusta que le cuente cosas de mi trabajo; y, a mí, oírme hablar me aclara las ideas.

– ¿Qué piensas del tal Barney? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– Es un pájaro de cuidado, pero Kenneth Voigt tampoco acaba de gustarme. Es un sujeto despiadado. Tienen suerte de que las leyes de este país no se hayan moldeado a tenor de mis opiniones personales.

– ¿Crees que el testigo de cargo dice la verdad?

– Lo sabré cuando averigüe dónde estaba el 21 de mayo -dije.

– ¿Por qué tiene que mentir, si es tan sencillo comprobar lo que afirma? Según dices, si realmente estaba en la cárcel, lo único que tienes que hacer es comprobar su ficha.

– Pero, ¿por qué tiene que mentir David Barney si la comprobación también repercute sobre sus afirmaciones? Por lo visto, a nadie se le ha ocurrido verificar la fecha hasta ahora…

– A menos que la comprobara Morley Shine antes de morir -dijo Henry, e imitó los compases que subrayan los «momentos decisivos» de las teleseries y radionovelas.

Sonreí; tenía la boca demasiado llena de atún para contestar.

– Sí, fantástico -dije cuando tragué el bocado-. Hago bien el trabajo y encima acabo en la morgue. -Me limpié la boca con una servilleta de papel y tomé un sorbo de Pepsi.

Henry hizo un ademán con la mano para quitar importancia a la situación.

– Lo más seguro es que Barney haya querido levantar una cortina de humo.

– Espero que sea sólo eso. Porque si al final resulta que tiene razón, no sé qué voy a hacer. -La frase sonó solemne.

Antes de marcharme, llamé al teniente Becker para saber si había recibido alguna noticia de la dirección de la penitenciaría.

– Acabo de hablar por teléfono. El tipo tenía razón. Curtis McIntyre compareció aquel día ante el juez y fue acusado formalmente de allanamiento de morada. Puede que se cruzara con Barney en el pasillo mientras se dirigía a la sala, pero lo lógico es que estuviera esposado con los demás detenidos. No es probable que hablara con él.

– Aquí ocurre algo raro, y tengo que averiguar qué es.

– Pues será mejor que te des prisa. McIntyre ha salido de la cárcel hoy, a las seis de la mañana.

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