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– Pues vaya a buscarla. La espero.

– Pero yo no puedo esperar. Necesito la información lo antes posible.

– En ese caso, lo siento. No puedo enseñarle la cinta sin una orden judicial.

– ¿No le sería igual que se la diera más tarde? Estoy autorizada a buscar la información. Eso es lo que importa, ¿no?

– No hay entrada, no hay peli. Eso es lo que importa -dijo.

Empezaba a comprender por qué sus compañeros de clase disfrutaban metiéndose con él.

– Vamos a hacer otra cosa. -Saqué una foto policial de Curtis McIntyre-. ¿Por qué no mira usted mismo la cinta y me dice si aparece este ciudadano? Es lo único que me interesa saber.

Se me quedó mirando con la misma cara inexpresiva que ponen todos los funcionarios mezquinos mientras calculan las posibilidades de que les abran expediente si dicen que sí.

– ¿Para qué quiere saberlo? Antes no la escuchaba.

– El sujeto de la foto dice que sostuvo una breve conversación con un procesado poco después de que le declarasen inocente. Dice que había cámaras filmando cuando el procesado salió de la sala, de modo que, si es verdad lo que dice, tiene que vérsele con claridad en la cinta, ¿comprende?

– Sííí -dijo con lentitud. Seguro que creía que me guardaba un comodín en la manga.

– No violo los derechos civiles de nadie -añadí con buena lógica-. ¿Me hace este favor o no?

Alargó la mano abierta. Le di la foto de Curtis. La mano siguió abierta.

Le miré sin comprender.

– Ah -dije. Abrí el bolso y saqué el monedero. Cogí un billete de 20 dólares y se lo puse en la palma. No movió ni un músculo, pero supe que se había ofendido. Me miró como lo haría un taxista de Nueva York si le diese diez centavos de propina. Saqué otro billete de 20 dólares. Tampoco esta vez hubo reacción-. Resulta odioso que una persona tan joven esté ya tan corrompida.

– Sí, es nauseabundo -dijo.

Le di otro billete.

La mano se cerró.

– Acompáñeme.

Se dio la vuelta, cruzó la puerta por la que había salido y caminó por un estrecho pasillo. Le seguí sin decir palabra. Había despachos a ambos lados del pasillo. De vez en cuando nos cruzábamos con empleados vestidos con tejanos y calzados con Reeboks, pero ninguno parecía estar ocupado en nada concreto. Las estancias parecían pequeñas e irregulares, con demasiada chapa de pino nudoso en las paredes y demasiadas fotos y diplomas con marcos baratos. Todo el interior del edificio parecía haberse remodelado con las típicas improvisaciones que luego imposibilitan la venta de un inmueble.

Al llegar al fondo, accedimos a un pequeño pasillo sin salida, donde una escalera de metal y madera conducía a un desván. Inmediatamente a la derecha, se dirigió a un anticuado archivador de madera coronado por otro igual pero más pequeño. Abrió el cajón del año que nos interesaba y se puso a mirar las fichas, empezando por el apellido Barney.

– Las filmaciones de campo no las tenemos -comentó mientras miraba.

– ¿Qué son las filmaciones de campo?

– El metraje filmado originalmente por el que lleva la cámara, por ejemplo, veinte minutos. Sólo conservamos el metraje editado, de noventa segundos a dos minutos, que se emite realmente.

– Ah. Bueno, es igual. Me sirve de todos modos.

– Siempre que el tipo que busca no se adelantara y hablase con su sospechoso cuando las cámaras ya habían terminado de filmar.

– Tiene razón -dije.

– En ésta, nada -dijo-. Bueno, veamos aquí. ¿Dónde más podría estar? -Probó con «Asesinatos», «Juicios» y «Procesos», pero no encontró referencia alguna de Isabelle Barney.

– Pruebe con «Homicidios» -sugerí.

– Buena idea. -Pasó a la H. Allí estaba, con una designación numérica que al parecer remitía al número que tenía la cinta en el archivo. Subimos por las escaleras y cruzamos una puerta tan baja que tuvimos que agachar la cabeza. Accedimos a un laberinto de cabinas de dos metros de altura y forradas de videocintas debidamente etiquetadas y puestas en posición vertical. Una vez Leland encontró la cinta que buscábamos, volvimos abajo y entramos en la estancia de la derecha, donde había cuatro paneles de emisión con monitores. Encendió el primer aparato e introdujo la cinta. Apareció el primer fragmento en la pantalla que teníamos delante. Apretó la tecla de avance rápido. Vi desfilar las noticias de aquel año como quien ve la historia de la civilización en un anuncio, con todos sus protagonistas gesticulando, saltando y corriendo a cien por hora. Vi una foto fija de Isabelle Barney.

– Ahí, ahí -exclamé.

Leland hizo retroceder la cinta y la dejó pasar a velocidad normal. Un presentador, a quien no veía desde hacía muchos años, apareció de pronto con el micrófono en la boca y la pantalla emitió imágenes fragmentarias que daban cuenta de la muerte de Isabelle, la detención de David Barney y el juicio que se había celebrado a continuación. La sentencia absolutoria, vista en versión condensada, tenía el aspecto vertiginoso de la justicia instantánea, bien organizada, dispensada en el acto, con la libertad al alcance de todos. David Barney salió de la sala con expresión desconcertada.

– Deténgalo un momento. Quiero verle bien.

Leland detuvo la cinta y me dejó observar la imagen: cuarenta y tantos años, el pelo castaño claro y ondulado peinado hacia atrás, arrugas en la frente y patas de gallo en el rabillo de los ojos, nariz recta y una sonrisa tensa que dejaba entrever una dentadura artificialmente perfecta. Tenía la barbilla fuerte, al igual que las manos de uñas cuadradas. Aunque era bastante alto, su abogado, en comparación con él, parecía mucho más alto, sombrío y apagado.

– Gracias -dije. Me di cuenta entonces de que había contenido el aliento. Leland volvió a poner la cinta en marcha y pasó a otro reportaje. Me devolvió la foto de Curtis McIntyre.

– Ni rastro del tipo.

Por el dinero que le había dado, habría podido fingir un poco de desilusión.

– ¿Pudo haberlo ocultado el enfoque? -pregunté.

– Había un plano general y un primer plano. Les ha visto salir solos por la puerta. Nadie se les ha acercado en el metraje emitido. Ya se lo dije, tal vez se acercara y hablara con el tipo al acabar la conferencia de prensa.

– Pues muchas gracias -dije-. Tendré que confiar en la otra fuente de información.

Volví al coche desorientada. Si me confirmaban la permanencia en presidio de Curtis McIntyre, tenía intención de encararme con él; sin embargo, aún no podía hacerlo. En teoría, tenía muchas entrevistas pendientes, pero el telefonazo de David Barney me había hecho perder los papeles. No quería perder tiempo corroborando la coartada de David Barney; sin embargo, si era verdad lo que decía, al final pareceríamos un hatajo de imbéciles.

Tomé la carretera serpenteante que bajaba por el otro lado de la colina, giré a la derecha para acceder a Promontory Drive, fui por la carretera que bordeaba la costa y llegué a Horton Ravine. Durante hora y media estuve preguntando entre los vecinos para averiguar quién había estado fuera y quién en los alrededores la noche en que habían matado a Isabelle. Hacer indagaciones tan cerca de donde vivía David Barney no me agradaba precisamente, pero era imposible conseguir en otro lugar esa información. Interrogar a la gente por teléfono resulta inútil. Te cuelgan, te cuentan mentiras o quieren impresionarte.

Un vecino se había mudado, otro había muerto. A una mujer que vivía en la finca adyacente le parecía haber oído un disparo, pero en su momento no había prestado mayor atención y luego se había preguntado si no habría sido otra cosa. ¿Qué, por ejemplo?, me había dicho a mí misma. Ignoro si estaba volviéndome paranoica, pero cada vez que oía algo parecido a un disparo, yo miraba el reloj para saber qué hora era.

Los ocho propietarios restantes que vivían en aquel tramo de avenida ni habían estado fuera aquella noche ni habían visto nada. Me dio la impresión de que había transcurrido demasiado tiempo para que nadie se tomara la molestia de ponerse a recordar. Un crimen de seis años de antigüedad no estimula la imaginación. Ya habían contado su versión de lo ocurrido demasiadas veces.

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