Volvió a la estancia principal.
– Ojalá se equivoque. Quiero decir que no acabo de resignarme.
– El emparejamiento perfecto es una fantasía. En el fondo todos estamos solos.
– No me venga con sermones a estas horas. No soporto las frases hechas -dijo-. ¿Le importaría decirme para qué quería verme?
– Claro. Para hablar de Morley Shine. El sábado pasado tenía usted una cita con él.
– Exacto. Pero no se presentó.
– Su mujer dice que ese día fue a su oficina.
– Y allí estaba yo a las nueve. Esperé media hora y me marché -dijo.
– ¿Dónde esperó? ¿Llegó a entrar en la oficina?
– Me quedé en la calle. ¿Por qué lo pregunta? ¿Es importante?
– Tal vez no. Pero me intriga cierto paquete que le entregaron -dije.
– ¿Se refiere a la caja de la pastelería?
– ¿Estaba usted allí cuando la llevaron?
– Sí, en el coche. La camioneta de la pastelería se detuvo junto a mí y bajó un tipo con una caja blanca. Al pasar me preguntó si yo era Marla Shine. Le contesté que seguramente buscaba a Morley, pero que aún no había llegado. El muy cretino quiso endosarme la caja, pero como ya hacía rato que esperaba, me fui. Me revienta que me hagan esperar. Tengo cosas mejores que hacer.
– ¿Qué hizo el individuo con ella?
– ¿Con la caja? Ni idea. Seguramente la llevó a la parte delantera. Puede que la dejara en el porche.
– ¿Qué pastelería era?
– No me fijé. La camioneta era de color rojo. Puede que perteneciera a una compañía de mensajeros. ¿A qué viene el interrogatorio?
– Morley murió asesinado.
– ¿En serio? -La sorpresa que manifestó parecía auténtica.
– Seguramente fue el strudel de frutas que había en la caja que usted vio. He hablado hace un rato con el de la oficina del coroner.
– ¿Lo envenenaron?
– Eso parece.
– ¿Ha sacado usted ya alguna conclusión?
– Puede que sí. Morley sabía algo. Ignoro de qué se trataba, pero presiento que estoy cerca de la verdad.
– Es una lástima que el difunto se marchase sin darle la respuesta.
– En cierto modo me la dio. Sé cómo trabajaba su cabeza. Durante muchos años fue socio del individuo que me inició en este trabajo.
– ¿Va a hacerme más preguntas?
– Por ahora no. Que disfrute del baño.
Me dirigí a la autopista y puse rumbo al norte por la 101 hasta que llegué a la salida de Cutter Road. Doblé a la izquierda y entré en la comunidad de Horton Ravine por el portalón principal. Me daba la sensación de que en toda la semana no había hecho más que conducir entre Colgate, el centro de Santa Teresa y Horton Ravine. La tarde se volvía gris, cosa habitual en diciembre, y la temperatura no tardaría en acercarse a los diez grados centígrados, a esa bofetada fría de la que sólo los californianos se quejaban. Aparqué en el sendero circular y toqué el timbre. Me abrió la misma Francesca. Llevaba un vestido de lana de color chocolate, medias negras de lana, botas y un jersey negro sobre los hombros, a modo de mantón.
– Vaya, Kinsey -dijo-, es usted la última persona que esperaba ver en este momento. -Me miró directamente a los ojos y vi la duda dibujada en ellos-. ¿Ocurre algo? No tiene usted buen aspecto. ¿Ha recibido malas noticias?
– Pues sí, pero preferiría pasar por alto el tema. ¿Podría dedicarme un minuto? Me gustaría hablar con usted de cierto asunto.
– Desde luego. Pase, pase. Guda ha ido a comprar al supermercado. Iba a tomarme un café junto a la chimenea del estudio. Cogeremos una taza, por si le apetece a usted otro. Parece que el tiempo se está poniendo desagradable.
Todo se está poniendo desagradable, me dije. La seguí hasta la cocina, un espacio blanquinegro, con tres grandes ventanas en las paredes correspondientes. La cara exterior de los electrodomésticos y las portezuelas lacadas de los armarios eran negras, los mármoles y fogones, blancos como la nieve. Los colgadores y accesorios eran de aluminio cromado. Los únicos detalles de color -rojo cereza- correspondían a los paños de cocina y a los agarraderos del horno. Cogió una taza de la alacena y comentó que accederíamos al estudio pasando por la sala de estar.
– ¿Lo toma con crema de leche y azúcar? Ya hay en la bandeja que tengo en el estudio. Pero si prefiere leche descremada…
– Sí, sí, con leche descremada -dije. No quería contarle lo de Morley todavía. Me observaba con curiosidad y saltaba a la vista que mi conducta la afectaba. Las malas noticias constituyen una carga que sólo parece aligerarse cuando se comparte.
Las paredes del estudio eran de madera de abedul y los muebles estaban tapizados en piel curtida con tanino. Volvió a instalarse en el sofá de cuero que había ocupado antes de llegar yo. Vi que estaba leyendo un libro, una novela de Fay Weldon que casi había terminado, a juzgar por la tira de cartulina que sobresalía de entre las páginas. Hacía siglos que no podía tomarme un día libre para tumbarme bajo el edredón con un buen libro en las manos. En la mesita de apliques de cobre que había a un lado, vi una cafetera maciza. Me llenó la taza y me la alargó. La cogí dándole las gracias y me respondió con una sonrisa de cansancio. Se hizo con un cojín y se lo puso en el regazo como si fuese un osito de peluche. Me percaté de que no me presionaba para averiguar el motivo de mi visita.
– He consultado la agenda de Morley -dije al cabo de un rato-. Según sus indicaciones, usted habló con él la semana pasada. Debería habérmelo dicho cuando se lo pregunté.
– Ya. -Tuvo la decencia de ruborizarse y comprendí que buscaba una respuesta. Debió de pensar que no valía la pena mentir dos veces-. Probablemente esperaba que no se diera usted cuenta.
– ¿Le importaría contarme ahora lo que pasó?
– Le confieso que estoy muy confusa al respecto. En realidad fui yo quien le llamó el jueves por la mañana para concertar la cita.
Hubo una pausa.
– ¿Y? -dije.
Encogió un hombro con incomodidad.
– Estaba furiosa con Kenneth. Había averiguado cierta información… un detalle en que no había reparado hasta entonces…
– Dígame de qué se trata.
– A eso voy. Pero tiene usted que comprender el contexto…
Aquello me cogió de improviso. «Contexto» es la palabra que suele emplearse cuando se quiere justificar una mala acción. Nadie alude al «contexto» cuando ha hecho algo digno de elogio.
– La escucho.
– Mire, resulta que acabé por darme cuenta de que ya estaba harta de todo lo relacionado con la muerte de Isabelle. Harta de todo el asunto y de todos los detalles. Han pasado ya seis años y Kenneth no habla de otra cosa. La muerte de Isabelle, su dinero, su inteligencia, su belleza…
La tragedia que significó su muerte… Está obsesionado por ella. Siente más amor por la difunta del que sentía por ella cuando estaba viva.
– No necesariamente…
Prosiguió como si yo no hubiera dicho nada.
– Le dije a Morley que detestaba a Isabelle, que perdí el control cuando me enteré de su muerte. Compréndalo, yo me limitaba a dar rienda suelta a toda la… a toda la inmundicia emocional. Lo extraño es que, cuando lo medité después, caí en la cuenta de lo retorcida que me había vuelto. Y Kenneth también. No tiene usted más que vernos. La nuestra es una relación muy neurótica.
– ¿Llegó usted a esa conclusión después de hablar con Morley?
– Hasta cierto punto, precipitó la consideración de que había llegado el momento de desaparecer. Si quiero recuperar la salud, tengo que separarme de Kenneth, aprender a valerme por mí misma, para variar…
– ¿Y fue entonces cuando se le ocurrió abandonarle? ¿La semana pasada?
– Pues sí.
– O sea que no tiene nada que ver con el cáncer de hace dos años.
Se encogió de hombros.
– No puedo negar que tuvo su peso. Fue como despertar y comprender de pronto a qué se había reducido mi existencia. Si le soy sincera, yo creía que estaba felizmente casada hasta que hablé con Morley. Se lo digo con absoluta franqueza, pensaba que todo marchaba de maravilla. Bueno, con sus más y sus menos. Hasta que me percaté de que todo era una fantasía.