Yo había visto agáricos en alguna parte. La imagen se me encendía y apagaba en la memoria… una zona con árboles… hongos con aspecto de champiñones que crecían en círculo…
No había muchos lugares así. La casa de Simone… la casa donde había vivido David Barney en la época de la muerte de Isabelle, aunque no recordaba nada en relación con el paisaje que la rodeaba. La casa daba al océano y había pocos árboles en los alrededores. La de los Weidmann. Había ido con Yolanda hasta el patio donde Peter Weidmann dormía la siesta; un jardín normal cuyo césped se prolongaba hasta los árboles…
Quité las fichas del tablón de anuncios y volví a clavarlas. ¿Qué había visto Morley que yo era incapaz de percibir? Cogí su calendario de mesa, que estaba en uno de los montones sobre el mármol de la cocina. Era de los que dedican una página a cada mes y lo abrí por octubre, mientras me esforzaba por imaginar lo que había hecho Morley en el curso de los dos últimos meses. Casi todas las casillas estaban vacías. Noviembre reflejaba la misma falta de actividad, con sólo tres anotaciones: dos citas con médicos y una visita a la peluquería un miércoles por la tarde. En diciembre había habido más movimiento y todo indicaba que, efectivamente, se había entrevistado con dos personas relacionadas con el caso. A Lonnie le emocionaría saber que había hecho «algo» para justificar el dinero que cobraba. Los nombres de Yolanda y Peter Weidmann figuraban dos veces. La primera cita se había cancelado al parecer porque la hora estaba tachada y se había trazado a lápiz una flecha que iba desde aquel día concreto a otro de la semana siguiente. Recordé que Yolanda se había quejado de la insistencia de Morley, así pues, parecía lógico suponer que había estado en la casa en más de una ocasión.
El jueves 1 de diciembre, es decir, hacía una semana, había escrito a lápiz: «F.V. 13.15 h». ¿Voigt? ¿Habría hablado Morley con Francesca? Ésta me había dicho que no le conocía. Al hacerme cargo de los papeles de Morley había visto una carpeta con el nombre de Francesca Voigt en la cubierta, pero vacía en el interior. Como es lógico, cabía la posibilidad de que F.V. fuese un testigo relacionado con otro caso, pero no me parecía probable. En la parte superior de la página figuraba el teléfono de los Voigt. ¿Me había mentido Francesca? Para el sábado por la mañana había concertado otra cita, ésta con Laura Barney. La misma Laura me lo había confirmado personalmente y había añadido que Morley no se había presentado. Pero Dorothy me había explicado que se dirigió a la oficina para recoger el correo. Si mi hipótesis era cierta, le entregaron el pastel de la muerte entre el viernes por la tarde y el sábado por la mañana, ya que Morley se había sentido indispuesto poco después de comer. Tenía que confirmarlo haciendo más averiguaciones. Laura Barney trabajaba en un centro médico y tenía fácil acceso a cualquier información toxicológica. Me dije que lo más sensato era empezar por ella e ir retrocediendo en la lista de citas que Morley había concertado.
Salí de casa y cogí el coche. Arranqué y puse rumbo al puente de la autopista. Giré hacia Castle al pasar por debajo de la 101, doblé a la derecha para acceder a Granita y a continuación a la izquierda para entroncar con Bay. Acababan de dar las cinco cuando llegué a la Clínica Médica de Santa Teresa, que se alzaba en un agradable entorno de edificios médicos y viviendas unifamiliares rodeados de árboles. Esperaba llegar a tiempo. La clínica cerraba seguramente a las cinco, lo que significaba que podía encontrarme la puerta cerrada y con el personal ausente hasta el lunes. No tenía la dirección particular de Laura y, aunque podía conseguirla, no me apetecía posponer el encuentro. La vi de pronto ante mi sorpresa, con la cabeza baja, con un abrigo de entretiempo encima del uniforme y calzada con las zapatillas blancas, mientras cruzaba la calle a toda velocidad por delante de mí. Toqué el claxon. Volvió la cabeza y me miró con expresión de fastidio: sin duda creía que un conductor la reprendía por cruzar la calle con el semáforo en rojo.
Le hice una seña con la mano y me incliné para bajar la ventanilla del lado del copiloto.
– ¿Podría hablar con usted?
– Acabo de salir del trabajo -dijo.
– No la entretendré.
– En otra ocasión, ¿quiere? Estoy agotada. Lo único que me apetece ahora es un buen vaso de vino y un baño caliente. Dentro de una hora, en todo caso.
– Dentro de una hora tengo que estar en otro sitio.
Apartó la mirada. Me di cuenta de que dudaba y de que no tenía intención de ceder. Hizo una mueca y se quedó mirando hacia la acera con irritación.
– Serán sólo cinco minutos -dije.
– Está bien, maldita sea -dijo. Señaló con la cabeza el edificio que tenía a sus espaldas, una estructura victoriana transformada al parecer en un bloque de viviendas pequeñas-. Vivo ahí mismo. Mientras usted busca donde aparcar, me quitaré el uniforme y los zapatos. Es el apartamento seis, al final del pasillo.
– No tardaré.
Se dio la vuelta, subió deprisa los peldaños de la entrada y desapareció por la puerta principal. Tuve que dejar el coche en la otra punta de la calle. En un instante de paranoia, me pregunté si ella viviría realmente donde me había indicado. Me la imaginé entrando en el edificio por la puerta de delante y saliendo a continuación por la trasera. Subí los peldaños de madera, empujé la puerta de paneles de vidrio y accedí a un pasillo en sombras. En el interior reinaba el silencio. A la izquierda había una consola con una lámpara que no se había encendido aún, un fajo de cartas y varios ejemplares del periódico del día. El pasillo estaba flanqueado de puertas. Lo que antaño había sido el salón y el comedor seguramente componía ahora una vivienda, a continuación había otra, y sin duda un estudio al fondo. Supuse que había tres apartamentos abajo y otros tres arriba. A la derecha encontré un tramo ascendente de escalera.
Subí al primer piso, tal como se me había indicado. No era la casa más alegre que había visitado en mi vida, pero estaba limpia y aseada. El papel de la pared parecía nuevo y por lo visto se había seleccionado por el toquecillo victoriano, es decir, empalagoso, del diseño. Ramilletes y cintas entrelazadas se perseguían obsesivamente a mayor gloria del ojo mareado. El efecto, a pesar de la profusión de verdes, malvas y rosas, era deprimente.
Llamé con los nudillos en la puerta señalada con un 6 de bronce y tamaño exagerado. Abrió Laura segundos después, anudándose a la cintura un quimono de algodón. Vi las zapatillas blancas en el suelo, junto a un sillón tapizado donde yacía el uniforme. Al fondo se oía caer el agua en la bañera, detalle que se me antojó preñado de intenciones. El piso consistía en dos habitaciones grandes y un cuarto de baño en miniatura que en otra época había sido seguramente un mini-vestidor. Desde la puerta alcanzaba a ver una estufa eléctrica y el borde de una bañera antigua. El techo era alto, con abundancia de esa ebanistería que huele a barniz aunque lleve años sin saber lo que es un pincel. Había pocos muebles, pero de calidad. Laura me observaba con expresión divertida mientras yo inspeccionaba aquella combinación de sala de estar y dormitorio.
– ¿Merece su aprobación?
– Saber cómo viven otras personas solteras siempre me despierta la curiosidad.
– ¿Y cómo vive usted?
– En un sitio parecido. Procuro mantenerlo dentro de los límites de la sencillez -dije-. No me hace gracia trabajar para que el salario se me vaya en recibos todos los meses.
– Detesto la soltería. Siéntese donde le parezca.
– ¿Lo ha dicho en serio?
– Naturalmente. ¿Usted no? La soledad me revienta. Y vivir en un sitio así es una lata. -Hizo un ademán que abarcó algo más que el entorno físico. Fue al cuarto de baño y cerró el grifo. Percibí con algo de retraso el perfume húmedo y herbáceo del Vitabath.
– A mí me gusta. Además, nadie cuida de nadie -dije.