William frunció el ceño para indicarle que guardara silencio. Realizando un gran esfuerzo, Henry se comportó como un ser civilizado durante los veinte minutos que el clérigo dedicó a repasar los sentimientos propios de la ocasión. Saltaba a la vista que era una especie de pastor de alquiler contratado para la ceremonia. Llamó «Marlon» a Morley en dos ocasiones y algunas de las virtudes que le atribuyó no tenían nada que ver con el hombre que yo había conocido. Pese a todo, aceptamos de buena gana sus comentarios. Dicen que «el muerto al hoyo y el vivo al bollo», pero si, cuando alguien muere, no merece ni siquiera unas cuantas mentiras, entonces ya no sé para qué estamos en este mundo. Nos levantamos y nos sentamos. Entonamos himnos y mantuvimos la cabeza gacha mientras se recitaban oraciones. Se leyeron pasajes de la Biblia, pero en una versión nueva que traducía al lenguaje de la calle las vistosas imágenes poéticas del original.
– El Señor es mi consejero y me recomienda que observe a los pájaros del campo. El me conduce por aguas tranquilas. Consuela mi alma y me guía por el buen camino. Sí, aunque cruce el bosque tenebroso de la Muerte, no tendré miedo…
Henry me dirigió una mirada de consternación.
Terminado el oficio, me cogió del brazo y me condujo hacia la puerta. William se entretuvo un rato haciendo cola con todos los que querían presentar sus últimos respetos al difunto. Cuando Henry y yo llegamos al vestíbulo, me volví y vi que William hablaba con toda seriedad con el cura. Cruzamos la puerta de la calle y accedimos al pórtico que abarcaba toda la anchura del edificio. La multitud se había dividido: la mitad seguía en la capilla, la otra mitad esperaba fumando en el aparcamiento. El aire olía al azufre de las cerillas. El tiempo se había adaptado a los requisitos del entierro, hacía frío y el cielo estaba encapotado. Seguramente se despejaría a primera hora de la tarde, pero por el momento mostraba un aspecto sombrío.
Miré a la derecha y advertí a una mujer que se alejaba cojeando.
– ¿Simone?
Se volvió y se me quedó mirando. Soy una ignorante en temas de alta costura, pero ese día llevaba un vestido que hasta yo fui capaz de identificar. Se trataba de un conjunto de dos piezas diseñado por un modisto que se había hecho de oro consiguiendo que las mujeres parecieran adefesios deformes sin el menor sentido del ridículo. Se dio la vuelta de nuevo y siguió andando hacia su coche.
– Enseguida vuelvo -dije a Henry.
Simone no huía, pero estaba claro que no quería hablar conmigo. Fui tras ella a buen paso y reduje la distancia que nos separaba.
– Simone, espere.
Se detuvo para que pudiese alcanzarla.
– ¿A qué tanta prisa?
Me fulminó con la mirada.
– Me ha llamado Rhe Parsons. Quiere usted destrozarle la vida a Tippy. Creo que lo que hace no tiene nombre y no quiero hablar con usted.
– Oiga, no se precipite. Tengo que darle una noticia. Yo no invento los hechos. Me pagan por investigar…
– Una buena noticia, desde luego -dijo, interrumpiéndome-. ¿Y quién le paga? ¿David Barney, por casualidad? Es guapo y está soltero. Sin duda, no tendrá inconveniente en incluir sus favores en el precio.
– Pero, ¿qué le ocurre, Simone? Si Tippy ha cometido un delito…
– ¡Tenía dieciséis años!
– Estaba borracha -dije-. Y no me importa la edad que tuviese. Ha de pagar las consecuencias.
– A mí no me venga con sermones morales. No tengo tiempo -dijo y reanudó la marcha. Llegó al coche y sacó las llaves. Subió y cerró de un portazo.
– Lo que a usted le revienta es que el accidente salva a David Barney de la picota.
Bajó la ventanilla.
– Me revienta que David Barney sea un ser despreciable. Y me revienta que las buenas personas deban sufrir mientras los malvados se salen con la suya.
– ¿Cree usted que está bien que acusen injustamente de homicidio a una persona sólo porque no simpatiza con ella?
– Ese hombre odiaba a Isabelle. -Introdujo la llave de contacto, la giró para poner el motor en marcha y soltó el freno de mano.
– Eso no significa que la matase. Tampoco a usted le faltaban motivos.
– ¿A mí?
– El accidente que usted sufrió fue por culpa de ella, ¿verdad? Me han contado que Isabelle iba borracha y que dejó el coche en el sendero sin poner el freno de mano. Por su culpa no ha podido usted tener hijos. Esa recompensa recibió usted por pasarse casi toda la vida limpiando lo que ella ensuciaba. No creo que le hiciera mucha gracia, la verdad.
– Eso es absurdo. La gente no mata por cosas así.
– Claro que sí. Lea el periódico, el día que usted quiera.
– David Barney es abominación pura. Haría cualquier cosa por cargarle el mochuelo a quien fuese.
– No es él quien lo ha sugerido, sino otra persona.
– ¿Quién?
– Preferiría correr un tupido velo.
– Si se lo cree, es usted imbécil.
– Yo no digo que me lo crea, pero la argumentación es válida.
– ¿Y en qué consiste?
– Había otras personas con motivos para desear la muerte de Isabelle. Nos hemos obcecado tanto en creer culpable a David Barney que nos olvidamos de los demás candidatos.
La observación pareció confundirla durante unos segundos. Desvió la mirada con expresión maliciosa.
– Muy bien. ¿Por qué no recuerda entonces al candidato que más méritos reúne?
– No sé a quién se refiere.
– A Yolanda Weidmann. Isabelle arruinó a Peter cuando abandonó el despacho. Peter la había iniciado en la profesión. Invirtió tiempo y dinero cuando nadie habría movido un dedo por ella. Usted no sabe lo desquiciada que estaba. Era inconstante y autodestructiva, bebía como una esponja y se drogaba. No tenía estudios ni reputación alguna cuando Peter se hizo cargo de ella. Fue su mentor y ella le abandonó olímpicamente. Le dio la espalda después de todo lo que Peter había hecho. Y luego, lo del ataque al corazón. Fue el detalle definitivo. En teoría se debió al agotamiento, al exceso de trabajo. La verdad es que a Isabelle le partió el alma. Ni más ni menos.
– Cuando hablé con él, no parecía resentido.
– No digo que Peter estuviera resentido. Hablo de Yolanda. En el fondo es una tarántula, una mujer con quien es preferible no cruzarse.
– La escucho.
– Ya la conoce. Es usted quien debe decir si es verdad o no lo que le digo.
Me encogí de hombros.
– No la soporto, personalmente hablando. Estuve media hora en su casa y no hacía más que hostigar al marido, le interrumpía cada dos por tres y se burlaba de todo lo que decía. Habría preferido ver golpes, peleas a gritos. Habría sido más sincero. Me pareció… no sé, una mujer intrigante.
Esbozó una sonrisa.
– Sí, es muy astuta. Pero a pesar de las apariencias tiene muy desarrollado el instinto de protección. Trata a su marido como a un trapo, pero intente usted imitarla y sabrá lo que es bueno. Creo que lo que me ha dicho la pone entre los primeros candidatos.
– Sin embargo, debe de tener sesenta y cinco años por lo menos. Cuesta creer que recurriese al asesinato.
– Se nota que no la conoce usted. A mí me sorprende que no haya matado antes. Y respecto a su edad, está en mejor forma que yo. -Volvió a apartar la mirada y adoptó una actitud brusca-. Tengo que irme. Siento haber perdido los nervios. -Puso la marcha atrás y retrocedió unos metros. La observé con curiosidad mientras se alejaba.