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– Es fabuloso -murmuré. Aunque lo había dicho sólo para darle coba, ciertamente no mentía.

Abrió la portezuela opuesta y se sentó a mi lado. Contempló con cariño la consola de mandos y acarició la tapicería del asiento.

– Para tapizar el interior de un Corniche se emplean catorce pieles. A veces vengo a sentarme aquí un rato, después de cerrar.

– ¿Es usted el propietario de la concesión y no posee ninguno?

– Aún no puedo permitírmelo. Si ganamos el juicio, seguramente me compraré uno. -Tenía los músculos en tensión-. Por lo que me ha contado Rhe, al parecer usted no se detiene ante nada. Amenaza con demandarles a usted y a Lonnie.

– ¿De qué va a acusarnos?

– No lo sé. En la actualidad, al parecer no hace falta un motivo de peso para presentar una demanda judicial. Sólo Dios sabe con qué ojos se contemplará mi caso. A usted la contrataron para entregar citaciones, no para que saliera por la tangente.

– Yo no puedo enfocar la situación desde el punto de vista jurídico; eso es trabajo de Lonnie…

– Pero, ¿cómo ha sucedido? No lo entiendo.

Me esforcé por no adoptar una actitud defensiva y le conté lo de la charla con Barney y lo que había averiguado desde entonces, con algunos pormenores relativos a la responsabilidad de Tippy en la muerte del anciano. Voigt no me dejó terminar.

– Pero es ridículo. ¡Absurdo! Morley llevaba meses trabajando en el caso y en ningún momento se habló de Tippy ni de ningún atropello.

– Eso no es del todo exacto. Morley seguía la misma pista que yo. Incluso había fotografiado ya la camioneta del padre, justamente lo que yo iba a hacer. Enseñé las fotos a la testigo e identificó la camioneta como el vehículo que había visto en el lugar del atropello. Arrugó el entrecejo.

– Por el amor de Dios… Después de los años transcurridos, esa identificación no constituye ninguna prueba. Está usted poniendo en peligro millones de dólares, ¿y qué ha sacado en claro?

– Pues una charla con Tippy durante la que confesó que había sido ella.

– ¿Y qué importancia puede tener esto? ¿Sólo porque Barney dice que la vio aquella noche? Bobadas.

– Quizás usted no comprenda la importancia del hecho, pero un jurado tal vez sí. Espere a que Herb Foss se entere. Seguro que le saca todo el partido posible a la cuestión de las horas.

– Pero, ¿y si ocurrió antes? No puede usted hablar con tanta seguridad sobre la hora que era.

– Por supuesto que puedo. Hay un testigo. He hablado con él y la ha confirmado.

Se pasó la mano por la cara y la mantuvo en la boca durante unos segundos.

– A Lonnie no le va a gustar esto -dijo-. ¿Ha hablado ya con él?

– Vuelve esta noche. Hablaré con él entonces.

– No sabe usted cuánto he invertido en este asunto. Me ha costado ya miles de dólares, y eso sin mencionar las tensiones y dolores de cabeza que me ha producido. Ahora se ha venido abajo por su culpa. Y todo por un maldito atropello que sucedió hace seis años.

– Un momento. El peatón está tan muerto como Isabelle. ¿Cree que su vida carece de importancia sólo porque tenía noventa y dos años? Hable con el hijo de la víctima y sabrá lo que son las tensiones y los dolores de cabeza.

Advertí en sus facciones un gesto de impaciencia.

– No creo que la policía haga una acusación formal -Voigt reflexionó-, Tippy era entonces menor de edad y su vida ha sido ejemplar desde entonces. No quisiera parecer un desalmado, pero lo hecho hecho está. Respecto a Isabelle, se trata de un asesinato a sangre fría.

– No tengo ganas de discutir. Esperemos a ver qué dice Lonnie. Puede que opine de otro modo. Tal vez se le ocurra una estrategia distinta.

– Esperemos que así sea. De lo contrario, David Barney habrá actuado con toda impunidad.

– Para actuar con impunidad, hay que actuar primero.

En éstas sonó un teléfono en uno de los despachos. Nos detuvimos de manera involuntaria y nos volvimos en aquella dirección en espera de que se pusiese en marcha el contestador automático. Voigt se giró con irritación cuando sonó el quinto timbrazo.

– Maldita sea, creo que he desconectado el contestador. -Bajó del coche, cruzó a paso rápido la sala y cogió el auricular de un manotazo cuando sonaba ya el timbrazo número ocho. Comprendí que había vuelto a enfrascarse en otra conversación duradera, bajé del Rolls y salí a la calle por la puerta lateral.

Estuve una hora en una cafetería de Colgate. En teoría para desayunar, pero lo cierto es que quería esconderme. Quería sentirme otra vez como la Kinsey de los viejos tiempos, la que soltaba tacos y no se andaba con miramientos. El miedo y la inseguridad no me merecían más que desprecio.

La funeraria Wynington-Blake de Colgate, una capilla sin rasgos definidos, puede adaptarse a las necesidades religiosas del difunto más caprichoso. Al entrar en la capilla me entregaron un folleto con el programa. Tomé asiento en las filas de atrás y pasé unos minutos contemplando lo que me rodeaba. La construcción tenía cierto aire eclesiástico: una «especie de ábside» a la cabeza de una «especie de nave» y una gran vidriera emplomada con cristales de colores intensos. El ataúd cerrado de Morley estaba en la parte delantera, rodeado de coronas fúnebres. No había símbolos religiosos, ni ángeles, ni cruces, ni santos, ni imágenes de Dios, Jesucristo, Mahoma, Brahma o cualquier otra representación del Ser Supremo. En vez de altar había una especie de tribuna, y en vez de púlpito un facistol con micrófono.

Había bancos para sentarse, pero no se oía música de órgano. Los altavoces emitían una versión solemne de la típica música ambiental de las salas de espera, acordes en sordina que me recordaron las clases dominicales de catecismo. A pesar del ambiente secular, los asistentes iban con sus mejores galas y parecían adoptar una actitud de recogimiento religioso. El lugar estaba a rebosar y casi todos los asistentes me eran desconocidos. Me pregunté si se seguiría la etiqueta propia de las bodas: las amistades del difunto a un lado, las de la viuda al otro. Si Dorothy Shine y su hermana habían llegado ya, tenían que encontrarse en el pequeño recodo de la derecha, destinado a la familia y separado del resto del público por un panel de material transparente.

Advertí movimiento a mi izquierda y vi que dos caballeros entraban por la nave lateral y se sentaban en mi banco. En cuanto llegaron a mi lado, noté que me rozaban el codo. Me volví a la izquierda y experimenté un instante de confusión al ver sentados junto a mí a Henry y a su hermano William. Éste iba ataviado con un traje negro. Henry se había dejado en casa los pantalones cortos y la camiseta y se había puesto un pantalón informal, una americana, una camisa blanca y una corbata. Y unas zapatillas de deporte.

– William ha creído conveniente que viniéramos a consolarte en este momento de aflicción -murmuró Henry.

Me adelanté para mirar al aludido. William, en efecto, me contemplaba con aire de condolencia.

– Se lo agradezco mucho, pero, ¿cómo se le ha ocurrido…?

– Le encantan los entierros -murmuró Henry-. Para él son como el día de Reyes. Se levanta muy temprano, temblando de emoción y… -William se encaró con él con el dedo en los labios. Di un codazo a Henry-. Es la verdad -prosiguió-. No he podido disuadirle. Por su culpa he tenido que ponerme este atuendo tan ridículo. Yo creo que espera una de esas escenas trágicas de cementerio, en que la viuda se arroja de cabeza a la tumba.

Oí cierto revuelo. Un cuarentón con sobrepelliz blanca acababa de instalarse ante el facistol. Debajo de la sobrepelliz se entreveía un traje azul fosforescente más bien propio de un telepredicador. Dedicó unos momentos a ordenar las notas del sermón. El micrófono estaba ya conectado y el rumor de los papeles producía crujidos en los altavoces.

Henry cruzó los brazos.

– Los católicos lo harían de otro modo. Habría un monaguillo con incensario y se pasearía sacudiéndolo como si fuera un gato cogido por la cola.

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