– Si se hubieran divorciado, el negocio se habría considerado un bien ganancial, ¿no?
– Desde luego. Se habría dividido y él habría salido perdiendo. ¿Y para qué necesitaba ella a David? Habría encontrado docenas de hombres para sustituirlo, mientras que de él no se podía decir lo mismo. Sin ella, David no era nada. Por otra parte, si Isabelle fallecía, el negocio se lo quedaba él; bueno, más o menos. La parte de Isabelle habría ido a parar a Shelby, pero una niña de cuatro años no creo que preocupase a David. Isabelle había dibujado ya tantos bocetos que David habría tenido trabajo hasta la eternidad. A todo esto hay que añadir el seguro de vida. También aquí le corresponde una parte a Shelby pero, aun así, David se quedará con un buen pellizco.
– Si gana -dije-. ¿Dónde está la casa que alquiló David cuando se separaron?
Alargó la mano hacia el mar.
– Cuando se acabe el sendero, gire a la izquierda y siga recto unos ochocientos metros. Verá una monstruosidad grande y blanca, una de esas casas que se construyen hoy con vidrio y hormigón… Es tan fea que no tiene pérdida.
– ¿Se puede ir y venir andando sin esfuerzo?
– Está tan cerca que David habría podido venir nadando.
– ¿Estaba usted aquí la noche en que la mataron?
– Bueno, sí, pero no oí el disparo. Me había llamado un rato antes para decirme que los Seeger iban a retrasarse. La habían telefoneado para decirle lo del coche y no quería que me preocupara si veía encendidas las luces de la casa. Charlamos un rato y parecía entusiasmada. Lo había pasado muy mal.
– ¿Por el acoso de David?
– Y las peleas y las amenazas. Su vida era un infierno, pero le hacía ilusión ir a San Francisco, pensaba ir de compras, al cine, a restaurantes.
– ¿A qué hora habló con ella?
– A eso de las nueve, creo. No muy tarde. Isabelle era ave nocturna, pero sabía que a las diez yo ya estaba en la cama. Me di cuenta de que pasaba algo anormal cuando se presentó Don Seeger. Dijo que estaba preocupado porque habían llamado a la puerta e Isabelle no respondía. La mirilla había desaparecido y el agujero parecía quemado. Me puse una bata, cogí las llaves y fui con él a la casa principal. Me sentía como un autómata, totalmente aturdida. Y hacía un frío… Fue espantoso, la peor noche de mi vida. -Vi que le despuntaban las lágrimas y que la cara se le contraía de dolor. Sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se sonó la nariz-. Perdone -murmuró.
La miré con fijeza.
– ¿De verdad cree que la mató David?
– No me cabe la menor duda. Pero no sé cómo podría demostrarlo.
– Yo tampoco -dije.
Eran las tres menos veinticinco cuando salí de la casa de Simone y volví al coche. Había comenzado a levantarse una espesa niebla procedente del mar y el panorama se había vuelto borroso. La luz vespertina tenía ya la cualidad gris del ocaso y el aire se había vuelto frío. Pasar cerca de la mansión me resultó particularmente desagradable. Eché un vistazo rápido a las ventanas que daban al patio. Había luz en la sala, pero las habitaciones superiores estaban a oscuras. Nadie pareció advertir mi proximidad. El BMW seguía aparcado en el mismo lugar de antes. El Lincoln había desaparecido. Abrí la portezuela del coche y me instalé ante el volante. Introduje la llave en el contacto y me detuve a observar la casa otra vez.
En el primer piso había una galería abierta, una sucesión de columnas blancas cubiertas por una techumbre de tejas rojas. Por las columnas había trepado una enredadera que avanzaba ya por el alero, verde trenzado con flores blancas, aromáticas sin duda, aunque habría que acercarse para comprobarlo. La puerta principal estaba cortada por la sombra de la terraza superior y medio oculta además por las ramas de los robles virginianos que atestaban el jardín amurallado. Como el sendero era largo y en pendiente, la casa no se veía desde la carretera que discurría más abajo. Cualquiera que pasase por allí podría ver quizás a una persona que entrara o saliese, pero, ¿quién estaba levantado a la una y media de la madrugada por aquellos andurriales? Tal vez algún adolescente después de dejar en casa a la novia. ¿Y si aquella noche había habido un concierto, un espectáculo teatral o cualquier otro acontecimiento del que los vecinos no hubieran regresado hasta la madrugada? Tendría que volver a repasar los periódicos para saberlo. Habían matado a Isabelle en la madrugada del día 26 de diciembre, momento no muy prometedor en principio. Que hasta entonces nadie hubiera sido capaz de aportar información hacía que la posibilidad de un testigo fuera poco menos que inverosímil.
Arranqué, puse la marcha atrás y reculé hacia mi izquierda para bajar por el sendero. David Barney había declarado que la noche de la muerte de Isabelle había salido a hacer footing. Footing nocturno, claro, y en un barrio más oscuro que un túnel durante un eclipse de sol. Buena parte de Horton Ravine parecía alzarse en pleno campo, con tramos boscosos sin farolas ni aceras. Aunque nadie podía confirmar su declaración, nadie la desmentía. Y que la policía no hubiese encontrado ni una fracción de prueba que vinculara a Barney con la escena del crimen no mejoraba en absoluto las cosas. No había testigos, no había arma, no había huellas dactilares. ¿Con qué recursos pensaba Lonnie empapelar a aquel sinvergüenza?
Bajé por el sendero y torcí a la izquierda al llegar al final. Tenía un ojo puesto en el cuentakilómetros y el otro en la avenida y pasé ante varias casas hasta que vi la que buscaba, la que había alquilado David Barney al abandonar la de Isabelle. Ahí estaba: una carpa de circo pero en versión arquitectónica: argamasa blanca vertida con la hormigonera y un tejado inclinado como una cuña que se proyectaba en abanico a partir de un poste central. Cada sección triangular se apoyaba en tres cañerías metálicas pintadas de colores alegres. Casi todas las ventanas tenían forma irregular y se habían biselado para explotar al máximo la vista oceánica. Lo lógico era pensar que los suelos interiores serían de cemento armado y que las cañerías y los tubos de la calefacción estarían al descubierto y sin pintar. Añadid unas cuantas planchas de plástico ondulado y una entrada prefabricada por Hierbajos Smith y tendréis la típica construcción que Metropolitan Home calificaría de «firme», «rigurosa» e «iconoclasta». También la hubiera tachado de «bazofia sin remedio». Paga lo suficiente por lo que sea y automáticamente se convertirá en objeto de buen gusto.
Aparqué junto a la cuneta y volví andando por la avenida. Llegué al sendero de la casa de Isabelle en siete minutos exactos. En ascender por el mismo sendero se tardaría a lo sumo otros cinco minutos. Quien recorriese el trayecto de noche, sin querer que le viera nadie, tendría que esconderse entre los arbustos cada vez que pasara un vehículo. Encontrarse con otros peatones a aquella hora era poco probable. Al volver al coche, volví a cronometrar el trayecto. Esta vez ocho minutos, aunque lo había hecho a paso relajado. Tomé nota del número que figuraba en los buzones que flanqueaban la avenida. Tal vez los vecinos supiesen algo de interés. Tendría que preguntar de puerta en puerta para quedarme totalmente tranquila.
La cita con los Weidmann se había concertado para las tres y media, o sea que aún disponía de veinte minutos. En casi todas las investigaciones que realizo por encargo, el objetivo de la operación es levantar la caza: efractores, morosos, malversadores de fondos, artistas del timo, estafadores de las compañías de seguros. De vez en cuando me encargan que busque personas desaparecidas, pero el proceso es semejante y viene a ser como repasar un tejido de punto hasta que se encuentra un hilo suelto. Si se tira del hilo indicado, se deshará toda la prenda. El presente caso era diferente. Aquí se conocía al bribón. La cuestión no era saber quién, sino cómo echarle el guante. Morley Shine había hecho ya una investigación completa (aunque sin método) y había desembocado en un callejón sin salida. Ahora me tocaba a mí, pero, ¿acaso quedaba algo por hacer? Me puse a hacer rayas y dibujos en el cuaderno con la esperanza de que se me ocurriese algo. Los dibujos se parecían mucho a huevos de avestruz.