– ¿Y David? ¿Qué papel tenía en el negocio?
– Isabelle no podía prescindir de él, por su formación insuficiente. Ella creaba los diseños, hacía los bosquejos preliminares y perfilaba los planos. David tenía el título y estaba colegiado, de modo que era responsable de trazar los proyectos, de los fotograbados, de las especificaciones y cosas por el estilo. Además, buscaba clientes, se encargaba de la publicidad… el trabajo más duro y difícil, en efecto. ¿No se lo habían contado?
– En absoluto -dije-. Conocí a Ken Voigt anoche y me habló de Isabelle muy por encima. Como ya le dije por teléfono, he leído todo lo que consta en los expedientes, pero ignoro los detalles. ¿Cómo le sentaba a Barney que ella se llevase toda la fama?
– Mal, supongo, pero, ¿qué podía hacer? Antes de conocerla no era nadie, y lo mismo se podría decir de Peter Weidmann.
Simone se acercó a la mesa con un recipiente de té con hielo y una bandeja de bocadillos. Nos pusimos a comer. Las rebanadas de pan integral, untadas con mantequilla, eran finísimas. Del bocadillo colgaban unas hojuelas que parecían adornos de jardín.
– Berro -dijo Simone al ver mi expresión.
– Mi planta favorita -murmuré; descubrí que además sabía bien, picantito y jugoso-. ¿Tiene alguna foto suya?
– Naturalmente. Enseguida se la enseño.
– No hay prisa, no se preocupe. ¡Qué bueno está! -dije con la boca llena, pero ella ya se había levantado; se dirigió a la mesita de noche y volvió al cabo de unos segundos con un portarretratos de plata con adornos.
Me lo entregó y volvió a sentarse.
– Éramos gemelas. Parecidas, pero no idénticas. Ahí tenía veintinueve años.
Observé la foto. Era la primera imagen que veía de Isabelle Barney. La encontré más guapa que Simone. Tenía la cara redonda, y el pelo castaño y lustroso le caía con gracia hasta los hombros; dos mechas sedosas le enmarcaban los pómulos pronunciados. Ojos de color castaño claro, nariz breve y ancha, boca grande y maquillaje mínimo, si llevaba alguno. Vestía una especie de camiseta escotada, del mismo color castaño oscuro que el cabello. Resulta que sin darme cuenta me había puesto a mover la cabeza en sentido afirmativo.
– Sí, se parecen bastante. ¿Podría hablarme usted de sus padres?
Le devolví el portarretratos y lo dejó apoyado en un extremo de la mesa. Isabelle nos observaba con seriedad cuando se reanudó la conversación.
– Nuestros padres eran pintores y un poco excéntricos. Como la familia de mi madre tenía dinero, no se preocuparon por ganarlo. Un verano se fueron a Europa con la intención de pasar seis semanas y acabaron quedándose diez años.
– ¿Y qué hicieron?
Dio un bocado al emparedado y lo masticó un poco antes de responder.
– Vagabundear. No lo sé con exactitud. Viajaban, pintaban y vivían como bohemios. Supongo que se mantendrían en la periferia de la sociedad bienpensante. Expatriados, como Hemingway. Volvieron a Estados Unidos al estallar la segunda guerra mundial y, no sé cómo, aterrizaron en Santa Teresa. Creo que leyeron algo sobre la ciudad en no sé qué libro y les pareció un lugar interesante. Entretanto, se les acabó el dinero y mi padre se dijo que había que prestar más atención a las finanzas. Todo les salió a pedir de boca. Cuando nacimos Isabelle y yo, ya estaban nadando otra vez en la abundancia.
– ¿Cuál de las dos nació primero?
Tomó un sorbo de té helado y se secó los labios con una servilleta.
– Yo nací treinta minutos antes que Isabelle. Nuestra madre tenía cuarenta y cuatro años cuando nos dio a luz y nadie abrigaba la menor sospecha de que se trataba de dos mellizas. No se había quedado embarazada hasta entonces, y cuando dejó de tener la menstruación, creyó que era la menopausia. Pertenecía al movimiento Ciencia Cristiana y se negó a que la reconocieran los médicos hasta el último minuto; sólo dejó que mi padre la llevase al hospital cuando hacía ya quince horas que había comenzado el parto. Nada más tenderse en la mesa del quirófano, aparecí yo. Mi madre estaba ya a punto de bajar de la mesa para volver a casa, convencida de que todo había terminado, y el médico también. Éste esperaba a que bajara la placenta, pero en vez de la placenta salió Isabelle.
– ¿Viven todavía sus padres?
Negó con la cabeza.
– Murieron con un mes de diferencia. Teníamos diecinueve años entonces. Isabelle contrajo su primer matrimonio ese mismo año.
– ¿Está usted casada?
– No. Pero con tanto cuñado, es como si me hubiera casado yo misma.
– ¿Voigt fue el segundo?
– Exacto. El primero tuvo un accidente mientras estaba en una barca y se mató.
– ¿Qué se siente cuando se es melliza? ¿Eran ustedes iguales?
– No, en absoluto, más bien diametralmente opuestas. Isabelle heredó todas las virtudes de la familia y también los vicios. No tenía igual en cuestiones artísticas, pero le costaba tan poco que no se lo tomaba en serio. En cuanto dominaba una técnica, perdía el interés. Dibujaba, pintaba, un poco de todo. Se dedicaba a la orfebrería, a la escultura. También se interesaba por los tejidos, hacía cosas fabulosas y de pronto le entraba la inquietud. Se sentía insatisfecha. Siempre quería hacer algo diferente. En cierto modo, las casas pequeñas fueron su salvación, aunque si hubiera vivido más tiempo quizás hubiesen acabado por aburrirla.
– Según Ken, tenía problemas con la autoestima.
– Entre otras cosas. Tenía todos los síntomas de las personas adictas a las drogas. Fumaba. Bebía. Tomaba pastillas con cualquier pretexto. Fumaba dos o tres porros diarios. Incluso tomó ácido durante una época.
– ¿Y cómo se las arreglaba para trabajar? Yo habría estado para el arrastre.
– No le afectaba en absoluto. Además, podía comprar cualquier sustancia que se le antojase, lo cual no dejaba de ser una lástima. Nunca tuvo necesidad de trabajar, ya que habíamos heredado el dinero de nuestros padres. Por suerte nunca le dio por la cocaína, de lo contrario se habría quedado sin blanca.
– ¿No sufría usted al verla tan desquiciada?
– Todos sufríamos. Yo siempre era la fuerte, maternal, responsable. Supongo que porque éramos muy jóvenes cuando murieron nuestros padres. Seguí sintiéndome su madre incluso cuando se casó. Yo la admiraba mucho, pero era una mujer muy difícil. No podía relacionarse con nadie con cierta continuidad. En lo cotidiano, no tenía nada que ofrecer. Siempre estaba sumida en sí misma. Siempre era yo, yo, yo.
– Egocéntrica, vamos -dije.
– Sí, pero no quisiera que me malinterpretase. Poseía cualidades fabulosas. Era cordial, ingeniosa y muy brillante. Y divertida. Sabía cómo pasárselo bien y entretenerse. Me enseñó mucho en este sentido.
– Hábleme de David Barney.
– David. Es un animal -dijo, pero se detuvo a reflexionar unos instantes-. Procuraré ser imparcial. Creo que es guapo. Encantador. Trivial. Vivía en Los Angeles con su mujer, pero se mudaron cuando David entró a trabajar en el despacho de Peter.
– ¿Estaba casado?
– No le duró mucho.
– ¿Y su ex mujer?
– ¿Laura? Tiene que andar por ahí todavía. Cuando David la echó, no tuvo más remedio que ponerse a trabajar, como todas las ex esposas que conozco. Santo Dios, divorciarse está resultando un mal negocio para las mujeres últimamente. Por cada hombre que afirma que ha sido víctima de una tunanta, conozco a seis, ocho, diez mujeres económicamente estafadas. Bueno, estoy segura de que ella figura en la lista.
– Prosiga, por favor.
– Pues bien, David era un esnob. Trabajar para vivir le gustaba tan poco como a Isabelle, con la diferencia de que a ella le gustaba el trabajo que hacía. Quiero decir que Isabelle se convirtió en una celebridad de la noche a la mañana y disfrutaba con esa sensación. Él la instaba a comercializar lo que producía mientras diera beneficios, antes de que empezase a declinar. Planeaba prefabricar las casas y negociar con permisos de construcción. No sé muy bien qué se proponía, pero a ella no le gustaba. Por entonces ya le había desilusionado la relación con David y se sentía agobiada y acosada. Quería huir.