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Laurie no era experta en la lectura de ECG, y aquella breve tira no le aportó nada nuevo. Sin embargo, no pudo evitar pensar que podía tener importancia, ya que no se habían obtenido registros equivalentes con McGillin ni con Morgan, que no habían presentado actividad alguna en sus ECG, y decidió mostrársela a alguien con más conocimientos que ella. Marcó el punto con una regla e incluso tomó nota en un post-it para no olvidar enseñársela a un cardiólogo.

El teléfono sonó, y el timbrazo le hizo dar un respingo. Lo miró deseando que fuera Jack y preguntándose si se trataría de él. Puso la mano en el auricular y lo dejó sonar una vez más, notando la vibración, como si de ese modo pudiera determinar la identidad de quien llamaba. A pesar de sus esfuerzos, se trataba de Marvin, y su mensaje era sencillo: en la sala de autopsias todo estaba listo.

Laurie dejó la carpeta encima del montón con la regla sobresaliendo por un lado. Estaba impaciente por poder estudiarlas durante la tarde, especialmente las de Queens, y asegurarse de que eran iguales que las del General. Luego, echó un vistazo al teléfono y pensó en llamar a Jack; fue entonces cuando vio la lucecita que le indicaba que tenía un mensaje que le habían dejado en el buzón de voz durante la noche. Descolgó y lo comprobó.

Su primera sorpresa fue la hora; y la segunda, la voz de Roger. Estaba impresionada por que se hubiera tomado tan en serio su idea y que se hubiera quedado trabajando hasta las dos de la madrugada. Y aún más impresionada estaba por el hecho de que hubiera logrado elaborar una lista de sospechosos que incluía a un anestesista llamado Najah que hacía poco había llegado al Manhattan General proveniente del St. Francis. Mientras seguía escuchando el mensaje, sintió que la invadía la satisfacción y la impaciencia por conocer el resto de los detalles. El cuándo, ya era otro asunto. Mientras se dirigía a los ascensores para bajar al sótano, se preguntó si llamaría Jack y cuándo lo haría, porque con él nunca se sabía.

Tal como Laurie había previsto, la autopsia de Patricia resultó sorprendentemente parecida a las demás de su serie, sin que pudiera hallar nada que explicara el súbito fallecimiento; en consecuencia, la zona operada no mostraba rastros de infección ni haber sangrado excesivamente; tampoco encontró coágulos en los conductos principales de las piernas, abdomen o pecho. El corazón, pulmones y cerebro eran totalmente normales.

Al final del procedimiento, Laurie ayudó a Marvin a trasladar el cuerpo a la camilla.

– ¿Cuál de los niños quieres hacer primero? -preguntó Marvin mientras desbloqueaba las ruedas de la camilla.

– Me da igual -contestó Laurie. Había abierto los dos expedientes en una mesa cercana y estaba buscando el informe de los investigadores forenses. Luego, pensándolo mejor añadió-: ¿Por qué no traes a los dos?

– Por mí, no hay problema -repuso Marvin empujando el cuerpo de Pruit y saliendo por la puerta.

Años antes, Laurie habría cogido las carpetas para llevárselas y leerlas en el comedor entre caso y caso; pero, con el traje lunar puesto, era demasiado trabajo, de modo que revisó los informes de pie, con el ruido del ventilador de fondo. Enseguida comprendió por qué los periodistas mostraban tanto interés. Aquel trágico episodio tenía la clase de morboso atractivo que gustaba a la prensa sensacionalista. El accidente había ocurrido a las tres de la madrugada, en la estación de la calle Cincuenta y nueve. El metro del centro había entrado a toda velocidad y arrollado a los dos muchachos.

El problema residía en las contradictorias versiones: el maquinista aseguraba que los chicos habían esperado hasta el último segundo para saltar, y que por lo tanto no había podido hacer nada. Aquello sugería un doble suicidio, pero dado que el maquinista había dado positivo en la prueba del alcohol, su testimonio era más que dudoso. La otra versión provenía del revisor, que aseguraba haber estado entre el primero y el segundo vagón, asomado mirando la estación mientras el tren se acercaba; según él, no había visto a los chicos en la plataforma, además había pasado la prueba del alcohol. La tercera, era del empleado de la taquilla, que decía haber visto salir por el torniquete a alguien sospechoso justo después de que los chicos desaparecieran.

La puerta de la sala se abrió de golpe, y Marvin entró empujando otra camilla.

– Esto va a ser un feo espectáculo.

– Me lo imagino -dijo Laurie, que siguió leyendo el informe. No se habían encontrado notas de suicidio ni en la plataforma ni encima de las víctimas. Las conversaciones con los padres no habían revelado tendencias depresivas. Según las palabras de uno de ellos, los chicos eran «gamberros y maleducados, pero nunca se habrían suicidado».

– Voy a buscar al otro -anunció Marvin.

Laurie le hizo un gesto de conformidad y siguió leyendo. Nuevamente estaba impresionada con la labor de Janice. No llegaba a entender cómo era capaz de reunir tanta información en una sola noche.

Cuando hubo acabado de leer, sacó las hojas de ambas carpetas para las anotaciones de la autopsia y se dio la vuelta para enfrentarse al primero de los dos cadáveres. Marvin entró entonces con el segundo.

– ¡Cielo santo! -exclamó Laurie al contemplar los restos del primer muchacho. Los adolescentes no le suponían tanto obstáculo como los niños pequeños, pero seguían siendo difíciles para ella.

Ser arrollado por un tren figuraba en lo más alto de la escala de experiencias traumáticas. El brazo del chico había sido seccionado a la altura del hombro y descansaba al lado del torso. Cabeza y rostro habían quedado reducidos a pulpa. Iba a resultar imposible adecentar los cuerpos para los padres.

Laurie empezó el examen externo describiendo los más que visibles traumatismos. Resultaba evidente que el cuerpo había quedado atrapado bajo las ruedas del tren hasta que este se había detenido.

– Aquí está el segundo -dijo Marvin apartando la camilla vacía y dejándola en un rincón.

Laurie le hizo un gesto con la mano sin volverse. Había encontrado algo inesperado en el pene del chico que la había llevado a examinarle las plantas de los pies. Marvin se le unió al otro lado de la mesa.

– Ya me había fijado en eso -dijo siguiendo la dirección de la mirada de Laurie-. ¿Tú qué opinas?

Además de las abrasiones, se veía una zona requemada.

– ¿Dónde están los zapatos? -preguntó Laurie.

– En una bolsa de plástico, en el vestíbulo.

– Tráelos -pidió Laurie. Estaba preocupada, y enseguida se acercó al segundo chico.

Cuando Marvin regresó con los objetos personales de las víctimas, Laurie estaba segura de haber resuelto el misterio valiéndose solo del examen externo. Marvin le entregó las zapatillas de los muchachos. Igual que todo lo demás, eran un feo espectáculo. Laurie las cogió y comprobó las suelas.

– Me parece que lo ocurrido está bastante claro.

– Ah, ¿sí? -preguntó Marvin-. Ilústrame.

En ese momento, la puerta de la sala se abrió bruscamente, sobresaltando a los dos. Era Sal D'Ambrosio, uno de los ayudantes del depósito, y sonaba más animado que de costumbre.

– Tenemos un cuerpo sin cabeza y sin manos que acaba de llegar junto con unos cuantos policías. ¿Qué hago?

– ¿Lo has pasado por rayos X, pesado y fotografiado como se supone que hay que hacer? -preguntó Laurie.

En agudo contraste con Marvin, que apenas necesitaba que le dijeran nada, la apatía de Sal solía poner de los nervios a Laurie. Existía un protocolo que había que seguir con todos los cuerpos que llegaban.

– De acuerdo, de acuerdo -contestó Sal percibiendo la impaciencia de Laurie. Pensé que estando la poli por aquí iba a ser distinto.

Se retiró, y la puerta se cerró.

Laurie hizo una breve pausa. Oír que acababa de llegar un cuerpo sin manos ni cabeza le producía una sensación de déjà vu que la retrotraía siete años atrás, cuando le habían llevado un cadáver similar que había estado flotando un tiempo en el East River. No sin esfuerzo, habían logrado identificarlo. El nombre del sujeto resultó ser «Franconi», y el tal Franconi había acabado llevándola a ella y a Jack a través de una increíble aventura por Guinea Ecuatorial y África Occidental.

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