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Dejó el cuenco con los cereales en la mesa y, preocupada por las molestias, se palpó la zona con el dedo índice en un intento de determinar si se trataba de un dolor localizado. No lo era, y curiosamente el hecho de tocarse le pareció beneficioso. Cuando retiró la mano, el dolor se esfumó, sugiriendo que el problema podía ser intestinal, quizá de gases.

Aliviada por que hubiera desaparecido, se vistió rápidamente. Estaba de guardia el fin de semana, lo cual significaba que, de entre todos los forenses de Medicina Legal, le correspondía a ella comprobar qué casos se habían presentado durante la noche. Sabía que seguramente tendría que realizar algunas autopsias, a menos que pudiera aplazarlas hasta el lunes, cosa que nunca había ocurrido. Había otra persona de guardia en reserva por si se presentaban muchas urgencias, pero eso era algo que tampoco había ocurrido nunca.

El clima era el típico de un mes de marzo en Nueva York: lluvioso y frío, y Laurie se refugió bajo su paraguas mientras caminaba hacia el norte por la Primera Avenida. Había intentado coger un taxi pero, como siempre que el tiempo no acompañaba, era imposible encontrar uno libre.

Mientras caminaba, meditó sobre su conversación con Jack. Con el beneficio de la perspectiva, comprendió que sus emociones habían estado oscilando. Aunque en ese momento era consciente de lo exagerado de su reacción ante la pregunta de Jack de quién era el padre, ya que no había sido del todo irrazonable, se otorgaba el mérito de haber sabido manejar la situación y haber mantenido la compostura. Si consideraba lo que estaba en juego, bien podía haber sido la conversación más importante de su vida. A partir de ese momento, lo único que podía hacer era rogar para que Jack respondiera tal como ella esperaba. Teniendo en cuenta la trayectoria de Jack, sus posibilidades eran solo de un cincuenta por ciento.

En la calle, frente al trabajo, había varias furgonetas de la prensa y la televisión, lo cual indicaba que algo relevante había sucedido durante la noche. Laurie se puso en guardia. Tratar con los medios era la faceta que menos le gustaba de su profesión. En el pasado había tenido amargas experiencias con los periodistas que habían llegado a poner en peligro su carrera.

Por un momento, Laurie vaciló y se preguntó si no sería mejor dar un rodeo por la calle Treinta, donde estaba la entrada trasera de la oficina. Observó las furgonetas. Solo había tres, y ninguna tenía desplegadas las antenas, lo cual indicaba que no se disponían a emitir. Conjeturando que lo que las había llevado hasta allí no debía de ser material de primera plana, Laurie subió la escalinata y entró. Una docena de periodistas y varios cámaras se habían acomodado en el vestíbulo.

Saludando a Marlene, que siempre iba algunas horas los sábados por la mañana, Laurie intentó cruzar la zona de recepción para que ella le abriera. Inmediatamente, un reportero la reconoció y le salió al paso metiéndole un micrófono bajo la nariz. Los cámaras se echaron sus aparatos al hombro, y se encendieron unos cuantos focos que bañaron de luz el vestíbulo.

– Doctora, ¿le gustaría hacer algún comentario acerca del accidente? -preguntó el periodista mientras los demás se amontonaban alrededor, micrófono en mano-. En su opinión, ¿se trata de un suicidio o es que alguien empujó a los dos chicos?

Laurie se quitó el micro de delante.

– No tengo ni idea de lo que me están preguntando. Además, cualquier información que salga de esta oficina ha de recibir antes el visto bueno de su director, de su segundo o del Departamento de Relaciones Públicas. Eso es algo que ustedes ya saben.

Dicho lo cual se abrió camino hacia la sala de identificación haciendo caso omiso al alud de preguntas que la perseguía. Para su alivio, vio a Robert a través del cristal, y con su ayuda consiguió entrar y cerrar la puerta a su espalda dejando a los periodistas plantados en el vestíbulo.

– Gracias, Robert -dijo Laurie quitándose el abrigo.

– No son más que una manada de hienas -contestó el jefe de seguridad.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Un par de adolescentes fueron arrollados por el metro.

Laurie torció el gesto. Aquel panorama le iba a resultar emocionalmente duro y la sorprendió que no la hubieran llamado durante la noche. Por suerte, los forenses disponibles en ese momento eran competentes y tenían la experiencia suficiente para encargarse de los casos más peliagudos. Se trataba de residentes de Patología que se ganaban un dinero extra trasnochando.

– ¿Se ha procedido a la identificación?

– Sí. Se hizo todo durante la noche.

Laurie se alegró. Para ella, el proceso de identificación resultaba lo más desagradable, especialmente tratándose de niños porque invariablemente suponía tratar con unos padres destrozados.

Laurie pasó a la oficina de identificación y le agradó comprobar que su guardia coincidía con la de Marvin. Este ya había preparado café y dispuesto las carpetas de los casos que se habían presentado y tenía una de ellas delante.

Laurie y Marvin intercambiaron un saludo de bienvenida y se sirvieron una taza de café.

– Parece que vamos a tener un día muy ocupado -dijo Laurie contemplando los expedientes.

– Eso me temo -convino Marvin, que golpeó con los nudillos la carpeta que tenía frente a sí-. Además, nos ha llegado otro de esos extraños casos de fallecimiento postoperatorio del Manhattan General.

– ¿Lo dices en serio?

– Viene con una nota de Janice.

Laurie la leyó rápidamente. Resumía el perfil de Patricia Pruit y daba respuesta a las preguntas más pertinentes. Laurie contuvo el aliento. Suponiendo que no encontrara ninguna patología evidente, su serie sumaría catorce casos, de los cuales ocho correspondían al Manhattan General. Aquello no podía continuar.

– Hagamos primero a Pruit -dijo.

– ¿Cómo? ¿Antes que esos dos chicos? -inquirió Marvin-. ¿Has visto a toda la prensa que hay ahí fuera?

– La he visto, y podrá esperar un poco más -contestó Laurie, deseosa de confirmar lo antes posible que Pruit formaba parte de su serie y de comunicárselo a Roger. Tenían que hacer algo. No podían quedarse al margen más tiempo.

– De acuerdo. Me voy abajo a prepararlo.

– ¿Hay alguna otra cosa importante?

– Me parece que es casi todo rutina, y creo que querrás saltarte la mayoría. Mi impresión es que nos esperan cuatro casos, pero puede que tengas otras ideas.

Mientras Marvin bajaba a la sala de autopsias, Laurie examinó todas las carpetas. Tal como imaginaba, Marvin tenía razón. Se ocuparían de cuatro casos y darían por terminada la jornada a menos que les llegara algo importante mientras estaban trabajando. Con el asunto decidido, subió a su despacho a dejar el abrigo y se alegró de haberlo hecho porque encima de la mesa la aguardaba una pila de historiales clínicos. Para su sorpresa, los ayudantes de personal habían conseguido los de Lewis y Sobczyk del Manhattan General y los seis del St. Francis en un tiempo récord.

La carpeta que había encima de todo pertenecía a Rowena Sobczyk. Laurie la abrió y la hojeó deteniéndose en las notas de quirófano y el resumen de anestesia. Lo mismo que en los casos de McGillin y Morgan, no había nada fuera de lo normal. Iba a dejarla en su sitio cuando se desplegó una tira de papel con un extraño electrocardiograma. Tenía unos sesenta centímetros de largo y había sido doblada en forma de acordeón y pegada a una página. Laurie abrió la carpeta por aquel punto. Se trataba de una nota escrita por el residente encargado del intento de reanimación. Laurie la leyó, pero no entendió nada. A continuación extendió el electrocardiograma y lo estudió. Las ondas estaban muy distanciadas, lo cual sugería latidos ineficaces, si es que habían sido latidos de verdad. Podía haberse tratado solo de una actividad electrocardíaca descoordinada que no había dado lugar a ninguna contracción muscular. A medida que la secuencia seguía, las ondas se iban distorsionando cada vez más hasta acabar en una línea recta. En el margen, garrapateado con lápiz, se leía: «Breve segmento del ECG resultante del intento de reanimación, tras el cual se dejó de registrar cualquier actividad eléctrica».

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