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Al acercarse al mostrador de enfermeras, Roger se detuvo un momento y simplemente observó. Imaginó que debía de tratarse del equipo de reanimación junto con algunas de las enfermeras de planta. El carrito de reanimación, junto con su desfibrilador, se hallaba arrimado a la pared del pasillo. Los presentes charlaban en pequeños grupos y seguramente intercambiaban opiniones acerca del fallido intento de rescate.

– Disculpe -dijo Roger directamente a la mujer que tenía delante. Ella estaba ocupada rellenando unos formularios, pero alzó la vista. Al igual que Jazz en el piso de abajo, iba vestida de uniforme, pero a diferencia de ella parecía educada y respetuosa; también estaba ligeramente gorda y tenía el puente de la nariz salpicado de pecas-. ¿Podría decirme quién es la enfermera jefe?

– Soy yo. Me llamo Meryl Lanigan. ¿En qué puedo atenderlo?

Roger se presentó y le dijo que estaba interesado en un fallecimiento reciente.

– El nombre de la paciente era Patricia Pruit. Este es su historial, ¿quiere verlo?

– Sí, me gustaría. Gracias. -Roger lo cogió y le echó una rápida ojeada. El perfil resultó como había temido. Patricia Pruit había sido una sana mujer de treinta y siete años, madre de tres hijos. La mañana anterior le habían practicado una histerectomía sin complicaciones a causa de unos fibromas. Su evolución postoperatoria no había presentado nada destacable, y ya había empezado a recibir alimento líquido vía bucal. Entonces sobrevino el desastre.

Roger miró a la enfermera, que estaba esperando a que le devolviera el informe.

– Desde luego es una tragedia -dijo-. Sobre todo por lo inesperado teniendo en cuenta su edad y su estado de salud.

– Sí. Le parte el corazón a una -dijo Meryl abriendo el historial por la página de las anotaciones de las enfermeras.

– En los últimos meses ha habido más casos parecidos en otras plantas -comentó Roger.

– Eso he oído. Por suerte, es el primero para nosotros. La verdad es que, estando acostumbrados a desenlaces más felices, resulta más difícil de asimilar.

– Si no le importa, tengo unas cuantas preguntas que me gustaría hacerle. ¿Ha visto al doctor Najah por aquí esta noche?

– Pues sí, como casi todas las noches.

– ¿Y al doctor Cabero?

– También lo hemos visto, pero solo después de que avisáramos del Código Rojo.

– ¿Y qué hay de una enfermera llamada Rakoczi que responde al nombre de «Jazz»?

– Tiene gracia que lo pregunte.

– ¿Por qué?

– Porque la vemos bastante a menudo. Yo diría que demasiado. Incluso he llegado a quejarme a Susan Chapman, que era su superiora, para decirle que no la quería por aquí. Ahora que Susan ya no está con nosotros, voy a tener que acudir a otras instancias.

– ¿Qué hace la señorita Rakoczi cuando viene por aquí?

– Intenta hacerse la simpática con las ayudantes. Aparte de eso, se dedica a husmear en los historiales, que no son materia de su incumbencia.

– ¿Y recuerda concretamente haberla visto por aquí esta noche?

– Lo recuerdo perfectamente porque, cada vez que la veo, me enfrento con ella, y esta noche no ha sido una excepción.

– ¿Y qué le ha dicho ella?

– Me ha dicho que estaba haciendo de enfermera jefe en funciones y que necesitaba algunas cosas. No recuerdo qué, pero la envié a nuestro almacén para que cogiera lo que necesitara. Luego, le pedí por favor que se marchara. También le indiqué que iba a tener que devolverlo todo, cosa que prometió hacer.

– ¿Y entonces fue a su almacén?

– Sí. Eso hizo.

– ¿Y qué ocurrió después?

– Supongo que debió de coger lo que necesitaba y volvió al piso de abajo. No lo sé exactamente porque yo estaba atendiendo a una paciente y además, después, tuvimos el Código Rojo.

– ¿Cuál era la habitación de Patricia Pruit?

– La seiscientos tres. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque me gustaría echarle un vistazo.

– Como guste -contestó Meryl indicándole el pasillo correspondiente.

Una miríada de pensamientos cruzó por la mente de Roger mientras caminaba hacia la habitación de la paciente fallecida. Según le parecía, Jasmine Rakoczi resultaba un misterio cada vez más impenetrable. No dejaba de preguntarse por qué subía tan a menudo a alternar con las ayudantes cuando parecía tan poco sociable, y por qué metía las narices en los historiales de Obstetricia y Ginecología. No tenía sentido. Lo que sí lo tenía era el hecho de que tanto ella como el doctor Najah habían estado en aquella planta antes de que se produjera el Código Rojo. Naturalmente, también se preguntó cuántos otros de los transferidos habrían ido también. Por lo que sabía, bien podrían haber sido todos ellos.

La habitación de Patricia Pruit era un completo caos. El suelo estaba lleno de los restos del intento de reanimación. En el frenesí del momento, los envoltorios, las jeringas y los recipientes de medicamentos habían sido simple y llanamente arrojados al suelo. La cama había sido situada en posición horizontal y subida para favorecer el uso del desfibrilador, y la tabla de reanimación seguía en su sitio. Unas delatoras gotas de sangre salpicaban las arrugadas y blancas sábanas.

Por desgracia, lo que Roger buscaba no estaba a la vista. El soporte de la vía intravenosa se hallaba en su lugar habitual, en la cabecera de la cama, pero sin el recipiente que debería haber tenido colgando. Al contemplar la escena de la tragedia, a Roger se le ocurrió que quizá fuera conveniente hacer analizar el contenido de la línea intravenosa. Dado que Laurie le había dicho que los análisis de toxicología no habían encontrado nada, cabía la posibilidad de que comprobar los fluidos intravenosos les dijera algo.

Dio media vuelta y regresó al mostrador de enfermeras donde preguntó a Meryl dónde podía estar la botella. Ella se encogió de hombros.

– No tengo ni idea de dónde puede estar. -Acto seguido se volvió hacia el residente que se había ocupado de la reanimación y le hizo la misma pregunta. El hombre negó con la cabeza para indicar que no lo sabía y volvió a la conversación que mantenía con sus colegas, que debatían por qué el intento de reanimación no había dado resultado.

– Supongo se llevaron la botella con el paciente -dijo Meryl-. Siempre dejamos la intravenosa puesta junto con el resto de tubos.

– Puede que sea una pregunta estúpida, pero es que llevo poco tiempo aquí: ¿adónde exactamente han llevado el cuerpo?

– Al depósito, o a lo que utilizamos como tal. Se trata del antiguo anfiteatro de autopsias del sótano.

– Gracias -dijo Roger.

– De nada.

Volvió a los ascensores, apretó el botón para bajar, pero entonces se fijó en el símbolo de la escalera y se le ocurrió de repente preguntar a Jasmine Rakoczi por qué subía tan a menudo a la planta de Obstetricia y qué había necesitado aquella noche. Dado que el ascensor tardaba en llegar, decidió utilizar la escalera. Mientras bajaba, se dio cuenta de que el efecto de la cafeína se le estaba empezando a pasar porque notó las piernas pesadas. Decidió que tendría una última charla con la enfermera, que después buscaría la botella de plasma y se marcharía a casa.

La quinta planta estaba tan silenciosa como antes, y Roger dio por hecho que todas las enfermeras estarían ocupándose de sus respectivos pacientes. Vio a algunas al pasar ante las habitaciones; pero, antes que molestarlas, prefirió esperar en el mostrador a que Rakoczi regresara. Para su sorpresa, la encontró en el mismo sitio y en la misma posición que antes, leyendo la misma revista.

– Pensaba que tenía usted pacientes de los que ocuparse -comentó. Sabía que se estaba mostrando rudamente provocativo con alguien de carácter inestable, pero no lo podía evitar. Saltaba a la vista que aquella mujer se estaba escaqueando.

– Y me he ocupado. Ahora me encargo de la zona de enfermeras. ¿Tiene algún problema con eso?

– Por suerte para ambos, no es asunto de mi incumbencia -contestó Roger-, pero sí tengo otra pregunta que hacerle. Siguiendo su consejo, he ido a Obstetricia y he hablado con Meryl Lanigan. Me ha contado que usted es una asidua visitante. De hecho, me ha revelado que esta noche ha estado usted allí. Me gustaría saber por qué.

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