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Por un momento, Roger se quedó contemplando a aquella exótica enfermera, que inicialmente le había parecido atractiva y sexy, mientras ella le devolvía la mirada con descaro. En ese instante, se le antojaba un personaje extraño que le recordaba a su reacción ante el doctor Cabero y sus historias sobre Motilal Najah. No pudo evitar acordarse del comentario de Cindy acerca de que la gente que trabajaba en el turno de noche tenía sus manías, aunque la palabra «manías» quizá no fuera lo bastante contundente en ese caso. Seguramente «neurótica» era más ajustado, y se preguntó si toda la gente de su lista sería igualmente rara. De un modo u otro, era evidente que iba a tener que trabajarse a Rosalyn para que le consiguiera los expedientes del personal transferido, al margen del riesgo que eso pudiera suponer.

– A ver, ¿de qué va esto? -se burló Jazz-. ¿Es un tratamiento silencioso especial o es que estamos en uno de esos estúpidos concursos de «a ver quién aparta la vista primero»?

– Lo siento -repuso Roger, bajando los ojos-. Ha sido la sorpresa de enterarme de que ha habido otra muerte más. Es preocupante y alarmante. Me sorprende que usted se lo tome tan a la ligera.

– Se llama «distanciamiento profesional» -contestó Jazz-. Los que tratamos con pacientes debemos mantenerlo. -Quitó los pies de la mesa y los puso en el suelo de golpe, arrojó la revista a un lado y se puso en pie-. Bueno, tengo pacientes a los que debo ir a ver. Que lo pase usted bien arriba, en la planta de Obstetricia.

– Espere un segundo -dijo Roger agarrando a Jazz del brazo cuando ella pasó ante él y sorprendiéndose ante su recia musculatura-. Tengo algo más que preguntarle.

Jazz contempló la mano que le sujetaba el antebrazo y se produjo un instante de tensión. Sin embargo, se controló y miró a Roger.

– Suélteme o lo lamentará. ¿Me ha oído?

Roger la dejó ir y volvió a cruzar los brazos en una actitud que no resultase amenazadora. No quería dar a aquella mujer una excusa para que usara una violencia física de la que la creía más que capaz. Lo cierto era que lo intimidaba.

– Tengo entendido que viene usted del St. Francis. ¿Podría decirme a qué se debió el cambio?

Esta vez fue Jazz quien lo miró antes de contestar.

– ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?

– Tal como le he dicho, soy el jefe del personal médico. Ha habido una pequeña queja sobre usted por parte de uno de los doctores, y lo estoy investigando. Francamente, el doctor en cuestión tiene un historial de quejas infundadas, pero aun así estoy obligado a comprobarlo. -Roger mentía, pero había llegado a la conclusión de que debía inventar alguna excusa que justificara sus preguntas en el calor del momento. El personal de enfermería no entraba en su jurisdicción.

– ¿Y cómo se llama ese puñetero médico?

– No estoy autorizado a revelar nombres.

Jazz apartó la vista. Sus ojos recorrieron la habitación. Roger vio que tenía las aletas de la nariz hinchadas y que respiraba pesadamente. No se mostraba cautelosa, sino abiertamente irritada.

– Deje que le explique -dijo Roger-. Si le pregunto por qué se marchó del St. Francis es por la misma razón: ¿tuvo usted algún problema con los médicos de allí? Estamos obligados a preguntarlo.

– ¡Demonios, no! -espetó Jazz-. Puede que en alguna ocasión tuviera unas palabras de más con la enfermera jefe, pero nunca con los médicos. Es más, puedo contar con los dedos de una mano las veces que me topé con un doctor estando en el turno de noche. Seguro que estaban todos en sus casas follándose a sus mujeres.

– Ya veo -contestó Roger, que prefirió no hacer comentarios sobre la última observación de Jazz, sino centrarse en la primera-. ¿O sea que opinaba que su enfermera jefe en el St. Francis tampoco era tan competente como a usted le habría gustado?

Una maliciosa sonrisa apareció en el rostro de Jazz.

– Lo ha adivinado, pero no es para sorprenderse. El turno de noche atrae a la gente más rara.

Roger asintió. Después de su primer contacto con el turno de noche del Manhattan General, no podía estar más de acuerdo.

– Y por curiosidad, ¿nunca se le ha ocurrido pensar que usted pudiera ser en parte responsable de no llevarse bien con ninguna de sus enfermeras jefe?

Cualquier resto de sonrisa desapareció del rostro de Jazz.

– ¡Claro! ¡La culpa de que esas dos gordas fueran tan estúpidas debe ser mía! ¡Por favor, deme un respiro!

– Entonces, ¿por qué se trasladó de hospital?

– Quería un cambio de aires y venir al centro.

– ¿Y por qué prefiere el turno de noche?

– Porque hay muchos menos problemas. Reconozco que los sigue habiendo, pero mucho menos que durante el día o la tarde. Cuando me alisté como enfermera en el ejército, me destinaron con los marines como independiente. Me gusta más trabajar por libre.

– Así que estuvo en el ejército…

– ¡Joder, y tanto! Con los marines, en la primera guerra del Golfo.

– Interesante. Dígame, ¿de dónde viene el apellido Rakoczi?

– Es húngaro. Mi abuelo fue un luchador por la libertad.

– Una pregunta más, si no le importa -dijo Roger como si le restara importancia-. ¿Sabía usted que en la época en que estuvo en el St. Francis se produjeron allí unas cuantas muertes iguales a las de aquí?

– Le digo lo mismo que antes: habría sido difícil que no me enterara.

– Gracias por su tiempo -dijo finalmente Roger, apartándose del mostrador-. Creo que seguiré su consejo y subiré a Obstetricia. De todas maneras, es posible que tenga alguna pregunta más que formularle. ¿Le importaría si vuelvo por aquí si se da el caso?

– Haga lo que le plazca.

Roger intentó sonreír confiadamente a Jazz antes de salir de la salita y dirigirse hacia los ascensores. Mientras caminaba, meneó la cabeza imperceptiblemente. No podía creerlo. Había hablado con dos personas de su lista y se había enterado sobre una tercera, y estaba convencido de que cualquiera de ellas podía estar lo bastante loca para haber hecho lo impensable.

Jazz se asomó lo suficiente para ver a Roger ir hacia los ascensores. Apenas podía creerlo. Los problemas aparecían por todas partes. La «sanción» de los pacientes había funcionado perfectamente hasta Lewis, y a partir de ahí, todo se había ido al cuerno. Y por si fuera poco, justo cuando creía haber eliminado uno de los peligros potenciales, aparecía otro.

– ¡Menudo hijoputa! -murmuró para sí. Por su forma de vestir y ademanes sabía que era otro de aquellos señoritos «universidad de lujo».

Después de llegar a los ascensores y presionar el botón de llamada, Roger se dio la vuelta y miró hacia el mostrador de enfermeras. Jazz retiró la cabeza porque no quería que él la viera observándolo como si le preocupara. Meneó la cabeza y dio un fuerte golpe en la mesa con la mano. Algunos papeles salieron volando y cayeron al suelo.

– ¿Qué demonios voy a hacer? -se preguntó en voz baja meneando nuevamente la cabeza. Se le ocurrió la posibilidad de llamar al señor Bob, pero enseguida lo descartó. Tenía la intuición de que si se quejaba de lo que fuera no volvería a recibir más nombres, de que la excluirían de la Operación Aventar. Era tan sencillo como eso.

Se encogió de hombros. No se le ocurría nada. Aunque la preocupación la atenazaba, no sabía qué hacer; pero al mismo tiempo era consciente de que tenía que ir con cuidado porque aquella cucaracha de Administración, por lo que le había dicho, podía convertirse en algo más que una simple onda en la superficie.

Las puertas del ascensor se abrieron, y Roger salió a la sexta planta. A la izquierda, más allá de las dobles puertas, se hallaba el ala médica; y a la derecha, tras unas puertas iguales, estaba Obstetricia y Ginecología. Entró allí. A diferencia del piso de abajo, había mucha gente a la vista, tanto en el mostrador de enfermeras como en el pasillo. Incluso vio a un celador empujando una camilla con un cuerpo envuelto en una mortaja camino del ascensor de pacientes. Roger supuso que se trataba del caso por el que había ido a interesarse.

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