– Ahora salgo -contestó Jazz. Tomó un trago de su botella de agua y contempló a la empleada salir de la sala de máquinas. Su primer pensamiento fue que su Glock seguía en el bolsillo del abrigo que había dejado en su taquilla. Si iba a tener problemas, quería la pistola; pero ¿por qué iba a tenerlos? Lo de Mulhausen había ido como la seda. Lo único que se le ocurrió fue que tuviera que ver con la investigación de Susan Chapman. Como al resto del personal del turno de noche, dos detectives de aire fatigado la habían interrogado por cuestión de rutina; pero todo había salido bien según las conversaciones que había oído en la sala de enfermeras. El rumor hablaba pura y simplemente de un asalto con robo. El servicio de seguridad del hospital había insistido en que iba a hacer un gran esfuerzo para reforzar las patrullas, especialmente en los cambios de turno.
Jazz caminó rápidamente hacia la puerta. De tan preocupada que estaba, ni siquiera reparó en los hombres que la miraban. Sin perder tiempo volvió al vestuario y cogió una Coca-Cola en la entrada, abrió su taquilla, sacó el abrigo, se lo puso encima de las mallas de gimnasia y metió la mano en el bolsillo para aferrar la Glock.
Con la pistola en una mano y la Coca-Cola en la otra, Jazz abrió con el hombro la puerta que daba al vestíbulo. Más allá del mostrador de recepción había una espaciosa zona para sentarse; y detrás, el bar y el restaurante. Incluso había una pequeña tienda de artículos de deporte.
Estudió rápidamente a la gente y, al no distinguir al señor Bob ni al señor Dave, se dirigió al mostrador y preguntó a la recepcionista quién deseaba verla. Ella señaló a dos hombres medio ocultos tras unos periódicos. Claramente no eran el señor Bob ni el señor Dave. A juzgar por el aspecto de sus zapatos y pantalones, podrían haber sido un par de mendigos sin techo.
– ¿Está segura de que han preguntado por mí? -preguntó, inquieta ante la posibilidad de que se tratara de un par de detectives de incógnito buscando pistas para el caso Chapman. Resignada, se encaminó hacia donde los hombres estaban sentados. Su mano seguía aferrando la Glock en el bolsillo.
– Hola -dijo en tono irritado-. Me han dicho que deseaban verme.
Los dos hombres bajaron sus periódicos, y Jazz notó que el rostro se le encendía y que la sangre le martilleaba las sienes. Fue lo único que le impidió desenfundar la pistola. Uno de ellos era su padre, Geza Rakoczi, que al igual que su acompañante llevaba una barba de dos días.
– Jasmine, cariño, ¿cómo estás? -preguntó Geza.
Jazz pudo oler el alcohol en su aliento a pesar de tener de por medio una mesa llena de revistas. Sin responder, miró al otro hombre. No lo había visto nunca.
– Este es Carlos -aclaró Geza notando la dirección de la mirada de su hija.
Jazz se volvió hacia su padre. Hacía años que no sabía nada de él y había confiado en que se hubiera ahogado en alcohol.
– ¿Cómo me has encontrado?
– Carlos tiene un amigo que es muy hábil con los ordenadores. Dice que es capaz de encontrar lo que sea mediante internet, así que le pedí que te localizara. Me dijo que has jugado varias partidas on-line y que frecuentas algo que se llama Chatroom. Yo no entiendo nada de esa basura, pero el caso es que te encontró e incluso se enteró de que eres socia de este gimnasio. -Los ojos de Geza se pasearon por la recepción-. Bonito sitio. Estoy impresionado. Estás haciendo las cosas bien, niña.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Jazz.
– Bueno, para decirte la verdad, necesito un poco de dinero y sabiendo que eres enfermera y todo eso, se me ocurrió venir a pedírtelo. Ya ves, tu madre ha muerto. Que Dios guarde su alma. He de conseguir un poco de dinero o de lo contrario la enterrarán en cualquier basurero en una simple caja de pino.
Por un momento, lo único que Jazz fue capaz de ver en su mente fueron los quince dólares que había ganado limpiando de nieve las aceras. Recordar lo sucedido no hizo más que aumentar su furia. A pesar de la fuerza con la que sujetaba la Glock, fue lo bastante inteligente para sacar el dedo del gatillo.
– ¡Sal de aquí ahora mismo! -espetó.
Dicho lo cual, dio media vuelta y se encaminó hacia el vestuario. Oyó que Geza la llamaba y lo siguiente que notó fue que él la agarraba por los hombros y tiraba de ella.
Jazz sacó la mano del bolsillo, por suerte sin la pistola -después se preguntaría cómo había podido ocurrir, ya que su intención había sido desenfundar el arma-, y le apuntó con el dedo.
– ¡No vuelvas a tocarme nunca más! -gruñó-. ¡Y no vuelvas a molestarme! ¡Si lo haces, te mataré! ¿Te has enterado de lo que digo? ¡Es así de sencillo!
Jazz dio media vuelta y entró en los vestuarios. Oyó a su padre que la llamaba, pero no se detuvo, y él no la siguió. Volvió a su taquilla, abrió la combinación y guardó el abrigo. De regreso a la sala de máquinas, decidió reanudar las flexiones desde el principio, a pesar de que estaba a punto de acabar cuando la habían interrumpido.
Necesitaba el ejercicio para controlar su furia, y en ese momento le sirvió ampliamente. Cuando volvió al vestuario para ducharse, había recuperado el autodominio y casi podía encontrar algo de humor en la patética criatura en que su padre se había convertido. Se preguntó cuándo habría muerto su madre. Estaba sorprendida de que hubiera durado tanto, obesa como era.
Dado que se le hacía tarde después de haber doblado sus ejercicios, se duchó y se vistió a toda prisa. Al salir al vestíbulo miró a su alrededor y se sintió aliviada al ver que su padre había entendido el mensaje y se había largado.
Al acercarse a su coche no pudo menos que acordarse de la noche anterior, y lo primero que hizo después de abrir la puerta fue mirar en el asiento de atrás. No le había gustado nada que el señor Bob y el señor Dave la hubieran sorprendido de aquel modo. Le gustaba verse a sí misma como cauta y observadora.
Subió al asiento del conductor y se abrochó el cinturón, deseosa de hallar un poco de diversión camino del hospital. Desafiar a los taxistas era una buena manera de disipar los restos de ansiedad que le quedaban tras la visita de su padre. Mientras se ponía en la breve cola para salir del aparcamiento sacó la Blackberry. Habiendo recibido tres nombres las dos últimas noches, no esperaba gran cosa; aun así, prefería comprobarlo.
En el primer semáforo abrió la carpeta de mensajes. Para su deleite había uno del señor Bob. Lo abrió con expectación.
– ¡Sí! -exclamó. En la pantalla aparecía otro nombre: Patricia Pruit.
Una sonrisa se le dibujó en el rostro. Todo iba bien. Al día siguiente, a la misma hora, el saldo de su cuenta ascendería a más de sesenta mil dólares.
Cuando el semáforo cambió, Jazz se anticipó al resto de coches y taxis. Nadie parecía dispuesto a retarla. Recostándose en el asiento, pensó en cómo la había localizado su padre. A pesar de que pasaba largos ratos en los Chat-room de internet, creía haber sido cuidadosa sobre su identidad y paradero, salvo las pocas ocasiones en que se había enganchado. Decidió que en lo sucesivo tendría más cuidado porque le gustaban los Chat-room y no estaba dispuesta a renunciar a ese placer. Únicamente era en internet donde encontraba gente como ella a la que realmente podía tratar, respetar e incluso amar. Era otro mundo comparado con el de los cretinos con los que tenía que tratar en la vida real.
La velada de Roger con Rosalyn resultó un éxito rotundo. El hecho de que ella se hubiera mostrado tan distante al conocerlo quedó ampliamente compensado por su actitud durante la cena, especialmente después de haberse tomado un par de copas de vino. Concluida la noche, Roger intentó dejarla en un taxi para que la llevara a casa, pero ella insistió en que lo compartieran y, cuando llegaron a su apartamento de Kew Gardens, empleó todas sus dotes de persuasión para convencerlo de que subiera a tomar una «taza de leche», expresión que Roger no había oído desde sus tiempos de la universidad.