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– Y parece que se trata básicamente de enfermeras.

– Por desgracia, esa es la verdad. Sufrimos una acuciante falta de enfermeras, lo cual les permite tener la sartén por el mango. Estamos contratando enfermeras constantemente, y los demás hospitales contratan a las nuestras como si se tratara de un tira y afloja. Incluso nos hemos visto obligados a buscar candidatas en el extranjero.

– ¿En serio? -preguntó Roger. Sabía que Estados Unidos atraía médicos de países extranjeros que acudían para completar su formación y después se quedaban; sin embargo, no sabía que también ese fuera el caso de las enfermeras. Teniendo en cuenta las necesidades de los países en vías de desarrollo, le parecía como mínimo cuestionable-. La lista no dice adónde fueron.

Rosalyn meneó la cabeza.

– Esa información no se introduce en nuestra base de datos. Puede que figure en el archivo del sujeto en cuestión por si solicita que enviemos una carta de recomendación o si nos llega alguna pregunta desde otro centro. Sin embargo, como usted bien sabe, tenemos que ser reservados con estos archivos. A menos que contemos con el permiso del interesado, siempre existe el riesgo de que nos pongan una demanda.

Roger asintió.

– ¿Qué pasa si para el estudio tengo que formular alguna pregunta sobre esos individuos? Hablo de preguntas sobre sus expedientes en lo que se refiere a su labor en general mientras estuvieron aquí, de cosas como su relación con los compañeros de trabajo o si se les aplicó alguna sanción disciplinaria por el motivo que fuera.

– Eso será complicado -contestó Rosalyn mientras asentía como si estuviera de acuerdo consigo misma-. Ese estudio que pretende realizar, ¿es para el consumo interno o tiene intención de publicarlo?

– No, en absoluto. Es para consumo interno y su acceso será restringido salvo para los más altos niveles administrativos. En ningún caso se publicará.

– En ese caso quizá pueda ayudarlo, pero necesito el visto bueno del presidente o del consejo de gobierno. ¿Quiere que se lo presente el lunes que viene? Esa será la primera oportunidad que tendré.

– No. No se moleste -dijo Roger rápidamente. Lo último que deseaba era que dos presidentes se pusieran en contacto para comentar el supuesto estudio-. Será mejor que no haga nada hasta que yo vea si necesito alguna otra información personal sobre esa gente. La verdad es que no lo creo.

– Bueno, si la necesita, avíseme con tiempo.

Roger asintió. Estaba impaciente por cambiar de tema. Carraspeó y finalmente formuló la pregunta clave que tenía en la cabeza:

– ¿Cuáles de estos empleados que dejaron el St. Francis pasaron después al Manhattan General?, es decir, ¿cuáles siguieron en la gran familia AmeriCare? ¿Disponemos de esa información?

– Que yo sepa, no. Como usted sabe, AmeriCare dirige sus centros como unidades independientes. Las únicas economías de escala se refieren al precio y origen de los suministros básicos. Si un trabajador del St. Francis nos deja y se va al Manhattan General, para nosotros es lo mismo que si se hubiera marchado a un centro que no fuera de AmeriCare.

Roger asintió de nuevo. Se estaba dando cuenta de que iba a enfrentarse a un largo cotejo cuando volviera a su oficina. Las posibilidades de que esa noche tuviera algo que llevar a Laurie a su apartamento como excusa para estar juntos eran cada vez menores. Miró la hora en su reloj: las siete menos cuarto. La ventana que había a espaldas de Rosalyn se veía completamente oscura. Hacía rato que era de noche.

– Me temo que la he entretenido más tiempo del debido -dijo, sonriendo amablemente-. No sabe cuánto le agradezco su ayuda, pero me temo que me siento culpable porque hoy es viernes por la noche y estoy seguro de que tiene cosas mucho más interesantes y agradables que hacer.

– Para mí ha sido un placer ayudarle, doctor Rousseau. Bruce habló muy bien de usted cuando me llamó. Tengo entendido que estuvo usted con Médicos sin Fronteras.

– Eso me temo -contestó modestamente-. Pero llámame Roger.

– Gracias, doctor -dijo Rosalyn que enseguida se rió de sí misma-. Perdón, quería decir «gracias, Roger».

– No me des las gracias. Soy yo quien debería dártelas.

– He leído acerca de la labor que desarrolla en todo el mundo Médicos sin Fronteras y estoy impresionada.

– Sí. En todas partes, y especialmente en los puntos más conflictivos, hay gran necesidad de servicios médicos. -A Roger le complacía que la conversación hubiera tomado un giro tan personal.

– No me cabe duda. ¿Dónde estuviste durante el servicio?

– En el Pacífico Sur, en el Extremo Oriente y en África. Una combinación de junglas impenetrables y áridos desiertos. -Roger sonrió. Sabía cómo explicar su historia y, tal como había sucedido con Laurie, era un estupendo reclamo a la hora de ligar.

– Me suena a película. ¿Qué te hizo dejar Médicos sin Fronteras y volver a Nueva York?

La sonrisa de Roger se ensanchó y respiró hondo antes de abordar la pièce de résistance de su regreso.

– Fue el darme cuenta de que no iba a poder cambiar el mundo. Lo intenté, pero no lo conseguí. Después, igual que un ave migratoria, sentí la necesidad instintiva de regresar al nido para formar familia. Ya ves, crecí en Brooklin en un barrio próximo, en Forest Hills.

– ¡Qué romántico! ¿Y has encontrado ya a la afortunada dama?

– No he podido. He estado demasiado ocupado situándome y adaptándome a vivir en el mundo civilizado.

– Bueno, estoy segura de que no tendrás ningún problema -repuso Rosalyn reuniendo los papeles de donde había seleccionado las listas que había entregado a Roger-. Apuesto a que tienes fascinantes historias que contar de tus viajes.

– Desde luego -contestó Roger, encantado y aliviado porque se daba cuenta de que había despertado el interés de Rosalyn-. Si me permites que te invite a cenar, estaré encantado de contarte las menos espeluznantes. Es lo menos que puedo hacer después de haberte tenido aquí hasta tan tarde. Claro, eso suponiendo que estés libre. ¿Me harías el honor?

Momentáneamente azorada, Rosalyn se encogió de hombros.

– Supongo.

– Entonces está hecho -dijo Roger estirando las piernas y poniéndose en pie-. Había por aquí un restaurante italiano, en Rego Park, que en los años cincuenta era un lugar de encuentro de la mafia local. La última vez que estuve, y de eso hace una eternidad, la comida era fantástica, por no hablar de la carta de vinos. ¿Te apetecería ir a ver si todavía existe?

Rosalyn se encogió de hombros nuevamente.

– Suena interesante, pero no quiero andar por ahí hasta tarde.

– Yo tampoco. Caramba, esta noche tengo que volver a la oficina.

– ¿Es usted Jasmine Rakoczi?

Jazz interrumpió las repeticiones de uno de sus ejercicios favoritos. Estaba tumbada, boca abajo, trabajando las nalgas y las pantorrillas. Giró la cabeza y vio que había alguien de pie al lado de la máquina que estaba utilizando. Curiosamente, los pies y las piernas eran de una mujer y no de un hombre. Se quitó los auriculares y se volvió para ver a su interlocutora, pero no distinguió gran cosa porque esta recibía a contraluz el resplandor de los fluorescentes del techo.

– Lamento molestarla -añadió la figura sin facciones.

Jazz no podía creer que alguien la hubiera interrumpido en plena sesión; pero lo que más la irritó fue tener que sacar los pies de la máquina y sentarse para encararse con una de las chicas de recepción a la que había visto al entrar.

– ¿Qué coño pasa? -preguntó secándose el sudor de la frente con la toalla.

– Hay un par de caballeros en la entrada -explicó la joven-. Dice que han de verla sin falta, pero el señor Horner no ha querido dejarlos pasar hasta aquí.

Un leve pero gélido escalofrío recorrió la espalda de Jazz, y por su mente cruzó la inesperada visita del señor Bob y del señor Dave la noche anterior. Algo debía ocurrir, porque no era propio de ellos presentarse en un lugar público como aquel.

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