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Sin embargo, el mayor secreto que Roger ocultaba, incluso a sus superiores, era su condición de ex adicto. Durante su estancia en Tailandia, había caído en la trampa de la heroína. Todo había comenzado de forma harto inocente, como un experimento personal para comprender y tratar mejor a pacientes con ese problema. Por desgracia, no calculó el poder de seducción de la droga y sus propias flaquezas, especialmente en un entorno donde resultaba tan fácil de conseguir. Fue entonces cuando su mujer lo abandonó para buscar refugio con los niños en su poderosa familia; y también fue esa la razón de que fuera trasladado a África y finalmente abandonara la organización. A pesar de que se había sometido a un programa de rehabilitación y llevaba años alejado de las drogas, el fantasma de la adicción seguía acosándolo diariamente. Uno de los problemas era que sabía que bebía demasiado. Le gustaba el vino y poco a poco podía acabar bebiéndose una botella todas las noches, cosa que lo llevaba a preguntarse si no estaría sustituyendo la heroína por el alcohol. Como médico, y especialmente como alguien que se había sometido a tratamiento, conocía los riesgos.

Roger habría dado vueltas y vueltas a la situación, pero afortunadamente tenía aquella serie de muertes para mantener ocupados sus pensamientos. A pesar de que le habían llamado la atención, había sido el interés de Laurie el que realmente lo había estimulado. Luego, había utilizado el asunto para reforzar su relación con ella, cosa que le había dado un estupendo resultado. Con el transcurso de las semanas se había prendado de ella y empezado a pensar que su idea de regresar a Estados Unidos para llevar algo parecido a una vida normal con mujer, hijos y la proverbial casita con jardín, era algo que estaba a su alcance. Pero entonces, por no haber controlado su lengua, había sobrevenido el desastre. En esos momentos necesitaba más que nunca aquella serie de asesinatos para mantener unidas las cosas. Cuanto antes consiguiera la lista de personal que Laurie había pedido, tanto mejor. Si tenía suerte y descubría algo, podría llamarla aquella noche e ir a verla a su apartamento.

Utilizó el intercomunicador para avisar a Caroline, la más eficaz de sus secretarias, y le pidió que fuera a su despacho. A continuación, sacó el directorio del hospital y buscó al director del Departamento de Recursos Humanos. Su nombre era Bruce Martin. Anotó el número de su extensión; mientras lo hacía, Caroline apareció en el umbral.

– Necesito algunos nombres y teléfonos del St. Francis -le dijo Roger en un tono que denotaba su interés-. Quiero hablar lo antes posible con el jefe de personal médico y con el director de recursos humanos.

– ¿Quiere que le pase la comunicación o prefiere llamarlos directamente usted?

– Páseme la comunicación. Entretanto hablaré con nuestro señor Bruce Martin.

Laurie miró el reloj al cruzar la puerta principal del Departamento de Medicina Legal y se sintió abrumada. Eran prácticamente las doce. Había tardado casi hora y media en realizar el trayecto desde el Manhattan General. Meneó la cabeza con disgusto. Nueva York podía ser así, y tener todo su tráfico del centro atascado igual que un inmenso coágulo sanguíneo. El taxista le había dicho que cierto dignatario extranjero cuyo nombre ignoraba acababa de llegar a la ciudad, y que su visita había obligado al corte de varias calles para dar paso a la comitiva. En cuanto se iniciaron los cortes, la zona de la ciudad se colapso bruscamente.

Marlene abrió la puerta principal a Laurie, de modo que esta tuvo que pasar ante la zona de Administración temiendo que Calvin la viera. De haber sabido que iba a estar fuera tanto tiempo, habría firmado los malditos certificados antes de marcharse.

Por suerte, el ascensor estaba esperando, de modo que en el vestíbulo principal no tuvo que verse expuesta a las miradas de quien saliera de Administración. Mientras subía, se preguntó si Roger atendería a su idea y haría la labor detectivesca que ella le había propuesto. Cuanto más pensaba en ella era más optimista. Respecto a que los condujera a algo significativo. Pero, aunque no fuera así, al menos le daría la impresión de estar trabajando en el problema. No se atrevía ni a pensar en las tragedias individuales que la muerte de aquellos pacientes en la flor de la vida suponían para sus seres queridos.

Se apeó en la cuarta planta y se encaminó a paso vivo hacia su despacho. La puerta se hallaba entreabierta. Riva estaba ocupada, hablando por teléfono. Laurie colgó el abrigo y tomó asiento. En medio del secante de su escritorio había una serie de post-it con la puntiaguda caligrafía de su amiga. Tres de ellos decían: «Jack ha pasado por aquí», y dos, «¡¡Calvin ha venido a verte!!», con varias exclamaciones; el último decía que llamara a Cheryl Meyers.

Laurie abrió rápidamente el cajón donde guardaba el material sobre el potencial asesino múltiple y sacó las carpetas de McGillin y de Morgan. De ellas extrajo los certificados incompletos de defunción y buscó un bolígrafo. El primero correspondía al caso McGillin. Situó el bolígrafo en el espacio donde figuraba el tipo de fallecimiento, pero dudó mientras libraba un forcejeo entre su sentido ético y la obediencia al superior. Para ella era igual que si a un soldado se le hubiera ordenado hacer algo que estuviera mal y de lo que se le podría hacer responsable. Su única ventaja consistía en que no se trataba de algo sin vuelta atrás sino que podía cambiarse. Con un suspiro firmó ambos certificados.

En ese instante, Riva colgó y se dio la vuelta.

– ¿Dónde te habías metido? Te he llamado una docena de veces.

– Estaba en el Manhattan General -repuso Laurie. Abrió el bolso, rebuscó dentro, sacó el móvil y comprobó la pantalla-. Ahí tienes la explicación de por qué no he recibido tus llamadas. ¡Algún día me acordaré de conectar este maldito aparato! Lo siento.

– Calvin ha estado aquí dos veces. Te escribí dos notas por si llegabas en mi ausencia. No se puede decir que estuviera precisamente contento con tu desaparición.

– Sé de qué va -dijo Laurie blandiendo ambos certificados-. Calvin estaba buscando esto. Supongo que todo está en orden ahora.

– Eso espero. Llevaba un cabreo de cuidado.

– Veo que Jack también ha venido.

– ¿Venido? Eso es el eufemismo del año. Habrá pasado unas veinte veces. Bueno, puede que exagere. De todas maneras, al final se puso un poco sarcástico y todo.

Laurie gruñó para sus adentros. Después de lo que le había costado conseguir que Jack se aviniera, esperaba que su ausencia no lo hubiera irritado lo bastante para cancelar su cita.

– ¿Te dijo Jack qué quería?

– No. Solo me contó que te andaba buscando. En cuanto al mensaje de Cheryl, me dijo que no era urgente, pero que la llamaras de todos modos.

Laurie se levantó con los certificados en la mano.

– Gracias por la mensajería. Te debo un favor.

– No pasa nada -repuso Riva-; pero, por curiosidad, ¿qué has estado haciendo tanto rato en el Manhattan General?

– La verdad es que he pasado más tiempo en el taxi de regreso que en el hospital. Fui porque se me ocurrió una idea que puede ayudarnos con nuestro potencial asesino múltiple.

– ¿Y cuál es?

– Te la contaré después. Ahora mismo me voy a llevar estos certificados a Calvin a ver si consigo calmar las aguas.

Laurie volvió sobre sus pasos hacia el ascensor sintiendo una punzada de culpabilidad por no compartir con su amiga su más acuciante problema. Sin embargo, al margen de su ginecóloga, no deseaba contar a nadie que estaba embarazada antes de habérselo dicho a Jack. Obviamente, era consciente de que si compartirlo con él acababa tan mal como podía acabar, no compartiría ese secreto con nadie más.

Mientras el ascensor bajaba, contempló los certificados de defunción. A pesar de que se podían variar, y de que según sus previsiones lo serían, seguía incomodándola el hecho de haberse visto forzada a poner en duda su profesionalidad firmándolos de aquella manera: le parecía que plegarse a los dictados de la burocracia no solo era éticamente reprobable, sino una ofensa a la memoria de las víctimas.

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