La sala de conferencias era de tamaño medio, y su decoración ofrecía un aspecto gastado que hacía que pareciera mucho más vieja que los cuarenta y tantos años que tenía. A la izquierda, donde había una puerta que comunicaba directamente con el despacho de Bingham, se alzaba un arañado y sucio atril con su lámpara de lectura -que no funcionaba- y su largo micrófono -que sí lo hacía-. Alineados frente al estrado, había cuatro filas de asientos atornillados al suelo, igualmente gastados y dotados de una mesita plegable para escribir. Los asientos daban al lugar la apariencia de una pequeña sala de actos, y le permitían que cumpliera con su función primordial: que Bingham soltara sus sermones. En la parte de atrás había una mesa que en esos momentos reunía el refrigerio y alrededor de la cual se agrupaban los forenses de la ciudad, todos salvo los dos jefes responsables y Jack. Un sonido de voces y risas flotaba en el ambiente.
A diferencia de Laurie, Jack no encontraba nada interesante en las reuniones de los jueves. En su momento había tenido un enfrentamiento con uno de los forenses de la oficina de Brooklin por el caso de la hermana de uno de sus colegas de baloncesto y desde entonces se negaba a dirigirle la palabra. La misma actitud la hacía extensiva al jefe de la oficina que había apoyado a su subalterno en la discusión. A pesar de que aseguraba que no lo hacía a propósito, Jack siempre llegaba tarde, para mayor irritación de Calvin.
La puerta del despacho de Bingham se abrió y apareció la fornida figura de Calvin Washington. Sujetaba una carpeta que abrió en el atril. Sus oscuros ojos recorrieron la sala deteniéndose brevemente en Laurie antes de proseguir. Saltaba a la vista que miraba quién estaba y quién no.
– ¡Muy bien! -dijo en voz alta al ver que nadie le prestaba atención. Gracias al micrófono su voz resonó en toda la sala como un golpe de timbal-. Comencemos.
Calvin mantuvo la cabeza gacha mientras organizaba sus papeles en la inclinada superficie del atril. Los forenses dejaron rápidamente a un lado sus conversaciones y fueron a los asientos. Calvin empezó la reunión igual que solía hacer Bingham y primero hizo un resumen de las estadísticas de la semana anterior.
Laurie desconectó mientras Calvin parloteaba. Aunque era capaz de lograr que su vertiente profesional fuera la que tomara las riendas de las situaciones y dejar para más adelante sus problemas personales, en ese momento no podía hacerlo. Su nueva preocupación reclamaba su atención, pasando incluso por encima del problema del BRCA-1. La cuestión estaba en que no sabía cómo iba a reaccionar si sus temores se confirmaban.
La puerta que estaba a la izquierda de Laurie se abrió y entró Jack. Calvin interrumpió su intervención, lo fulminó con la mirada y dijo en tono sarcástico:
– Me alegro de que haya decidido agraciarnos con su presencia, doctor Stapleton.
– No me lo perdería por nada del mundo -repuso Jack haciendo que Laurie torciera el gesto. Con su miedo a las figuras investidas de autoridad, no podía comprender que Jack manifestara semejante descaro hacia Calvin. En su opinión, era una forma de masoquismo.
Él la miró con una expresión exageradamente interrogativa -Laurie se había sentado en el sitio favorito de Jack y por las mismas razones- y le dio un apretón en el hombro cuando pasó y ocupó el asiento de delante. Con la cabeza de Jack justo delante de ella, a Laurie le resultó aún más difícil concentrarse en lo que Calvin decía. No dejaba de ser un recordatorio visual de que, de un modo u otro, iba a tener que hablar nuevamente y muy en serio con él.
Tras ofrecer las estadísticas, Calvin lanzó su habitual perorata sobre los problemas administrativos que de un modo u otro siempre desembocaban en recortes presupuestarios. La conferencia de la semana no iba a ser distinta. En lugar de prestar atención, Laurie se dedicó a observar a Jack. Aunque apenas hacía un momento que él se había sentado, su cabeza había empezado ya a bambolearse, indicando que se estaba quedando dormido y haciendo que Laurie se inquietara por la posibilidad de que Calvin se diera cuenta y montara en cólera. Seguía sintiéndose incómoda cuando la autoridad se enfadaba, aunque no fuera con ella.
Calvin no se percató, o si lo hizo prefirió pasarlo por alto, porque concluyó sus comentarios sin organizar ninguna escena y pasó la palabra al director de la oficina de Brooklin, el doctor Jim Bennet.
Uno tras otro, todos los responsables de los distintos distritos se levantaron para hacer sus presentaciones. Cuando Dick Katzenburg, de Queens, se situó ante el micrófono y empezó a hablar, Laurie recordó fugazmente su conspiración de la cocaína de hacía doce años. Había sido en una conferencia como aquella cuando se le había ocurrido plantear el tema de las sobredosis ante el grupo; gracias a Dick, el debate fue de gran ayuda. En ese momento pensó por qué no se le había ocurrido hacer lo mismo con los casos del Manhattan General, y consideró la posibilidad de exponerlos; pero, al final, cambió de opinión. Se sentía demasiado agobiada para hablar en público. Aun así, volvió a dudar cuando reparó en que Calvin parecía estar de un humor aceptable.
Cuando Margaret Hauptman hubo acabado de presentar las estadísticas de Staten Island, Calvin volvió a ocupar el estrado y preguntó si alguien tenía algo más que añadir. Dado que todo el mundo estaba impaciente por marcharse, no se trataba más que de una pregunta de trámite; pero, tras un instante de incómoda duda, Laurie levantó finalmente la mano. Muy a su pesar, Calvin la reconoció al instante. Jack se volvió en su asiento y le lanzó una mirada como diciendo: «¿Por qué alargas este tormento?».
Laurie se dirigió vacilantemente hacia el estrado. Puesto que hablar en público siempre la había intimidado, notaba una descarga de adrenalina. Mientras ajustaba el micrófono se maldijo por haberse metido en semejante situación. Si algo no necesitaba era más presión.
– Ante todo, permitidme que me disculpe -empezó diciendo-. No tenía nada preparado, pero se me ha ocurrido que me gustaría escuchar vuestros pareceres sobre una serie de casos que han pasado por mis manos.
Miró a Calvin y vio que sus ojos denotaban suspicacia. Intuyó que él sabía lo que iba a suceder y que no le gustaba. Contempló a Jack y, cuando sus miradas se cruzaron, él hizo ademán de ponerse una pistola en la cabeza y pegarse un tiro.
Con tan negros augurios, Laurie se sintió todavía menos segura de sí. Para poner en orden sus pensamientos clavó la vista en la estropeada superficie del atril, llena de marcas de iniciales y garabatos hechos a punta de bolígrafo. Deseando no encontrarse con los ojos de Calvin ni de Jack, se lanzó a una breve descripción de lo que para ella era el Síndrome de Muerte Adulta Repentina, cuyo acrónimo, SMAR, reconocía haber acuñado hacía cinco semanas, hablando con un colega sobre cuatro fallecimientos totalmente imprevistos debidos a muerte cardíaca repentina ocurridos en un hospital y que habían resistido todo intento de reanimación. Explicó que en esos momentos tenía seis casos que abarcaban un período de seis semanas y que presentaban idénticos perfiles: personas jóvenes y sanas que habían muerto a las veinticuatro horas de haber sido operadas. Prosiguió diciendo que las autopsias no habían revelado patologías de ningún tipo, aunque los análisis microscópicos de los casos de aquella mañana seguían pendientes. Concluyó comentando que, aunque Toxicología no había conseguido identificar ningún agente causante de la arritmia, sospechaba que las muertes no habían sido accidentales.
Laurie dejó que su voz se apagara. Tenía la boca seca. Le habría encantado un sorbo de agua, pero se quedó donde estaba. Las implicaciones de su monólogo resultaban evidentes para todos los presentes, y durante unos segundos reinó el silencio en la sala. Cuando uno de ellos alzó la primera mano, Laurie le concedió la palabra.