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– Los PNI han cobrado gran importancia -dijo Anne-. Son lugares específicos del genoma humano donde un nucleótido base ha cambiado debido a una mutación, una supresión o, lo que es aún más raro, una inserción. En todas las personas existe un promedio de un PNI por cada millar de nucleótidos base.

– ¿Y por qué son tan importantes? -se vio preguntando Laurie.

– Porque en este momento hay millones de ellos localizados en el mapa del genoma humano. Ahora aparecen como oportunos marcadores que están unidos hereditariamente a genes específicos anormales. Resulta mucho más fácil hacer la prueba de un marcador que aislar y secuenciar el gen afectado, aunque normalmente hacemos ambas cosas para estar seguros al cien por cien. Queremos tener la certeza de que a nuestros pacientes les damos la información correcta.

– Bien -dijo Laurie, irritada. El comentario de la mujer acerca de los genes anormales la había devuelto bruscamente a la realidad de por qué estaba manteniendo aquella conversación. No se trataba de ningún ejercicio intelectual.

Aparentemente ajena al estado de ánimo de Laurie y tras consultar nuevamente sus papeles, Anne prosiguió con su nasal parloteo. De repente, Laurie ya tuvo bastante. Se le había agotado la paciencia. Descruzó los brazos y alzó una mano para que Anne se interrumpiera. Esta, pillada a mitad de frase, calló y la miró interrogativamente.

– Con el debido respeto -dijo Laurie intentando que su tono sonara tranquilo-, hay cierta información importante que no sé si usted ha olvidado o no tiene, pero ocurre que soy médico. Le agradezco sus explicaciones, pero asumo que la razón de mi presencia aquí es porque usted tiene los resultados de mis análisis. Quiero saberlos y le pido amablemente que me los diga.

Sumamente contrariada, Anne consultó sus notas. Cuando alzó la vista, su blefaroespasmo era apreciablemente más pronunciado.

– No sabía que fuera usted médico. Vi el título de doctor pero supuse que era de otro tipo. No ponía que fuera doctora en medicina.

– No pasa nada. ¿He dado positivo en el marcador del gen BRCA-1?

– Pero si todavía no hemos hablado de las implicaciones…

– Soy consciente de las implicaciones, y las otras cuestiones que pueden plantearse las trataré directamente con mi oncólogo.

– Entiendo -dijo Anne, que miró sus papeles como si en ellos fuera a encontrar apoyo para lo que era una situación manifiestamente incómoda.

– No quiero que parezca que no aprecio sus esfuerzos -añadió Laurie-, pero quiero saber el resultado.

– Desde luego -contestó Anne irguiéndose en su asiento y mirando a Laurie a los ojos. El blefaroespasmo había desaparecido-. Las pruebas del marcador del gen BRCA-1 han dado positivo, lo cual ha sido confirmado por la secuenciación del gen. Lo siento.

Laurie apartó la mirada sin saber qué veía y se mordió el labio inferior. A pesar de que había esperado esa noticia, notó que las lágrimas se le acumulaban y luchó contra ellas por principio. Estaba decidida a no recurrir a los pañuelos que tenía delante.

– De acuerdo -se oyó decir. También oyó que Anne hablaba, pero no la escuchó. Aunque normalmente estaba muy pendiente de los sentimientos de los demás, en aquellas circunstancias no le importó. Sabía que hasta cierto punto estaba echando la culpa al mensajero.

Se levantó, obsequió a Anne con lo que era una torcida sonrisa y se encaminó hacia la puerta. No tenía la menor intención de estrechar la mano de la mujer teniendo las suyas tan sudorosas. Oyó que la seguía y la llamaba por su nombre, pero ni siquiera volvió la vista atrás. Cruzó la recepción del laboratorio con paso decidido y salió al pasillo del hospital.

Laurie agradeció verse rodeada por el gentío de la planta baja que iba de un lado a otro en el atareado hospital. El hecho de ser anónima proporcionó un inesperado alivio al torbellino de sus emociones. Frente al mostrador de información había un banco, y Laurie se tomó un momento para sentarse. Respiró profundamente para tranquilizarse. Lo que necesitaba era decidir qué hacer a continuación. Había prometido a Sue que pasaría a verla sin pérdida de tiempo para que le pidiera hora con el oncólogo; pero sentada allí, comprendió que necesitaba un contacto más personal. Pensó en Roger y se preguntó si estaría disponible.

La zona administrativa se hallaba cerca, y, cuando la puerta divisoria se cerró tras ella, Laurie comprendió que prefería esa tranquilidad al caos del vestíbulo. Sus zapatos no hacían el menor ruido sobre la moqueta. Intentando no pensar en la bomba de relojería genética que llevaba en cada una de sus células, caminó hacia el despacho de Roger. Una de las secretarias la reconoció.

– El doctor Rousseau está dentro -le dijo mirando a Laurie desde la pantalla del ordenador.

Laurie asintió y se acercó al umbral. La puerta estaba entreabierta; y Roger, sentado a su escritorio, despachando papeleo. Laurie llamó, y él levantó la mirada. Iba vestido como era su costumbre en el hospital: con una camisa blanca e impecablemente planchada. También se había puesto una corbata de tonos dorados que contrastaba agradablemente con su bronceado rostro de marcadas facciones.

– ¡Caramba! -exclamó levantándose al ver a Laurie-. Hace dos segundos que te he dejado un mensaje en el contestador. Menuda coincidencia. -Salió de detrás de la mesa y cerró la puerta. Dándose la vuelta, la dio un rápido abrazo y un beso en la frente, pero no se dio cuenta de que Laurie tenía los brazos inertes a los lados-. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido! Tengo mucho que contarte. -Colocó las dos sillas de recto respaldo una frente a otra y le indicó que se sentara.

»No te creerías la mañana que he tenido -explicó-. Anoche hubo otros dos fallecimientos de postoperatorio, justamente iguales que los cuatro anteriores: los dos de gente joven y sana.

– Lo sé -contestó Laurie con voz apagada-. Ya les he hecho la autopsia. Ese era el motivo de mi llamada de antes.

– ¿Y qué averiguaste?

– No encontré nada, ninguna patología -dijo en el mismo tono-. Eran iguales que los otros cuatro.

– ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! -exclamó Roger alzando el puño. Se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro de su despacho-. A pesar de que nos reunimos hace menos de dos días, convoqué una reunión del Comité de Mortalidad para esta misma mañana y les presenté los dos nuevos casos como prueba de que las últimas semanas no habían sido más que una pausa. Les argumenté que teníamos que hacer algo, pero fue en vano. ¡Claro! ¡No sea que vayamos a organizar un escándalo y se entere la prensa! Se me ha ocurrido incluso llamar confidencialmente a los periódicos para que el tema de los medios deje de ser una excusa, pero está claro que no lo haré. Tras la reunión incluso fui a ver al presidente para convencerlo de que cambiara de opinión, pero fue como hablar con una pared. Al final lo único que conseguí fue que se enfadara conmigo por lo que definió como mi «maldita testarudez».

Laurie observó caminar a Roger, pero evitó mirarlo a los ojos. En esos momentos, lo que tenía en la cabeza no era la serie de sospechosas muertes ocurridas en el Manhattan General; pero carecía del empuje para enfrentarse a la vehemencia de Roger.

– Y para empeorar las cosas -añadió este-, esta mañana hemos tenido un asesino merodeando por el aparcamiento. Al final voy a acabar paranoico. Estas cosas no ocurrían antes de que yo llegara.

Al final, Roger se detuvo y miró a Laurie a los ojos. Su expresión denotaba que buscaba comprensión, pero cambió al ver la de ella.

– ¿A qué viene esta cara tan larga? -preguntó. Se inclinó para verla mejor y enseguida se sentó-. Lo siento, no he hecho más que quejarme y despotricar y me he olvidado de ti. Está claro, no estás bien. ¿Qué ocurre?

Laurie cerró los ojos con fuerza y volvió la cabeza. La repentina atención de Roger había reavivado los sentimientos que había experimentado cuando Anne Dixon le había comunicado el resultado definitivo. Notó que él le ponía la mano en el hombro.

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