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La historia se hizo menos mala a medida que se aclaró: la chica procedía de una familia acaudalada e influyente en la que ella se había refugiado egoístamente llevándose a los niños cuando Roger fue trasladado a África. Aun así, el que le hubiera ocultado semejante información había sentado un mal precedente y hacía que Laurie se preguntara si Roger era la persona que ella había imaginado; también notaba la creciente inquietud con lo rápidas que iban las cosas en la relación, a lo que se añadían las presiones de Roger en el terreno íntimo; pero por encima de todo, estaban sus sentimientos hacia Jack.

La noche anterior, mientras estaba en su apartamento compadeciéndose de sí misma por aquellas revelaciones, había experimentado una pequeña epifanía. Por primera vez reconoció que tenía tendencia a no enfrentarse a los problemas que no le molestaban particularmente. Era un rasgo que había visto en sus padres, y especialmente en su madre: cómo había abordado su cáncer de mama era todo un ejemplo. Era algo que a Laurie nunca le había gustado; sin embargo, nunca se había parado a verse a sí misma como hija de sus padres. Lo que la había llevado a comprenderlo había sido que la situación marital de Roger no le hubiera causado tanta sorpresa como a ella le gustaba pensar. Había tenido indicios, pero se había negado tenazmente a considerarlos. Sencillamente no había querido creer que Roger estuviera casado.

En la esquina con la calle Treinta, esperó a que el semáforo le permitiera cruzar la Primera Avenida. Mientras lo hacía, se preguntó hasta qué punto ese rasgo de su personalidad que acababa de aceptar había tenido un papel en su fallida relación con Jack. Con repentina claridad, comprendió lo que resultaba evidente: había querido echar toda la culpa a Jack por no estar dispuesto a comprometerse con respecto al futuro y por no plantear el asunto del matrimonio; pero entonces admitió que también ella debía compartir parte de la responsabilidad por no haberlo planteado. También comprendió que su ofrecimiento de hablar del asunto con regularidad había sido una concesión por su parte, quizá nada del otro mundo, pero una concesión al fin y al cabo. Cómo iba a contarle todo aquello a Jack era algo que ignoraba por completo. La última vez que habían conversado de asuntos personales había sido cinco semanas atrás.

Cuando el semáforo cambió, cruzó a toda prisa y subió la escalinata del edificio pensando que haber conocido a Roger no había hecho más que complicar las cosas: en lugar de tener problemas con un hombre, los tenía con dos. A pesar de que apreciaba a ambos, sabía que quería a Jack y echaba de menos su inflexible franqueza. Una de las razones de que hubiera empezado a salir con Roger había sido para poner celoso a Jack, una maquinación adolescente que se había visto empeorada por dos complicaciones: la primera, que no había esperado sentirse tan atraída por Roger, y la segunda, que tampoco había esperado que la jugada le saliera tan bien. Aunque Laurie creía que Jack la quería, su permanente rechazo a comprometerse la había convencido de que su amor no era como el de ella. En concreto, nunca había sentido que él valoraba su relación tanto como ella. Siempre había estado convencida de que él no iba a cambiar y de que era incapaz de sentir celos.

Pero en esos momentos, gracias al comportamiento de Jack, opinaba de forma distinta. El tono de sus conversaciones y contactos se había ido deteriorando. Cuando ella volvió a su piso, Jack adoptó un tono sarcástico que fue a peor y la hizo sentirse fatal desde el momento en que empezó a salir con Roger. Menos de un mes atrás, cuando Jack le pidió que fuera a cenar con él y ella le contestó que no podía porque había quedado con Roger para ir a la ópera aquella misma noche, él la envió a freír espárragos y no le propuso ninguna otra fecha. Lo que se desprendía de aquello era que no le interesaba que siguieran siendo amigos.

Mientras saludaba con la mano a Marlene, que le abría la puerta de la sala de identificación, Laurie no tuvo más remedio que sonreír. Todo aquel lío era propio de un culebrón y se dijo que debía apartar de su mente a aquellos dos hombres. Estaba claro que cambiar la conducta propia o de los demás no era lo más fácil del mundo.

Dejó su abrigo sobre el respaldo de una de las butacas, el paraguas encima y fue directamente a la máquina del café. Chet estaba decidiendo qué casos necesitaban autopsia y el hombre estaba enfrascado en los expedientes.

Laurie removió su café y miró la hora. Todavía no habían dado las ocho, pero no era tan pronto como cuando iba con Jack. Reparó en que Vinnie no estaba en su lugar de siempre, leyendo el periódico, lo cual indicaba que debía hallarse abajo, con Jack, realizando alguna autopsia. El único sonido que distinguía era el de las conversaciones de las telefonistas de la sala de comunicaciones que se preparaban para la jornada. Sabiendo que el lugar no tardaría en bullir de actividad, Laurie disfrutó de su relativa soledad.

– ¿Jack está abajo? -preguntó tomando un sorbo de café.

– Sí -contestó Chet sin levantar la vista. De repente, alzó la cabeza al reconocer la voz-. ¡Laurie! ¡Estupendo! Se suponía que debía entregarte un mensaje si llegabas antes de las ocho. Janice está impaciente por hablar contigo. Ha pasado ya dos veces.

– ¿Es sobre un paciente que estaba en postoperatorio en el General? -preguntó Laurie con ojos repentinamente chispeantes. Le había pedido a Janice que le avisara si se presentaba otro caso. Si así era, iba a resultarle bastante más fácil apartar de sus pensamientos a Roger y a Jack, ya que sus cuatro casos de posible asesinato aumentarían en un veinticinco por ciento. Los dos casos de los que se había ocupado, McGillin y Morgan, seguían pendientes de firma. Los otros dos habían sido firmados por Kevin y George declarando naturales las causas de la muerte, una conclusión a la que ella se oponía.

– No, no era por un paciente del General -dijo Chet con una sonrisa maliciosa que Laurie no captó, por lo que dejó caer los hombros de decepción-. No era por uno, sino por dos -añadió Chet dando un golpecito con la mano en dos carpetas que había separado, empujándolas hacia Laurie-. Y ambos necesitan autopsia.

Laurie las cogió prestamente y miró los nombres: Rowena Sobczyk y Stephen Lewis. Comprobó rápidamente su edad: veintiséis y treinta y dos años respectivamente.

– ¿Son los dos del Manhattan General? -preguntó. Quería estar segura.

Chet asintió.

Pensando en buscar evasiones, esto casi le parecía demasiado bueno. La serie de asesinatos aumentaría hasta los seis casos, no cinco. Eso suponía un incremento del cincuenta por ciento.

– Yo me ocuparé de los dos -dijo rápidamente.

– Son tuyos -repuso Chet.

Sin decir más, Laurie cogió su abrigo y el paraguas. Sosteniendo la taza de café como pudo y con las carpetas bajo el brazo, pasó rápidamente por Comunicaciones y la sala de archivos camino del despacho de los investigadores forenses. La dominaba la curiosidad. Durante las últimas semanas se había visto obligada a contener su entusiasmo a medida que su teoría del asesino múltiple no llegaba a materializarse y era rechazada por todos sus colegas salvo Roger. Jack incluso había utilizado el asunto para convertirla en más de una ocasión en objeto de sus sarcasmos. Hasta Sue Passero se había mostrado poco favorable tras hacer algunas discretas averiguaciones en el hospital. Por suerte, Calvin no había vuelto a hablar del asunto. Tampoco Riva.

Los historiales clínicos de los cuatro primeros casos habían llegado a la mesa de Laurie, y ella los había utilizado para rellenar las casillas pendientes de su esquema; sin embargo, no le ayudaron a encontrar nada definitivo. Había distintos cirujanos, diferentes anestesistas, varios agentes anestésicos, una significativa variedad de medicaciones postoperatorias y distintos lugares del hospital. Lo peor de todo era que los resultados de Toxicología habían salido completamente negativos a pesar de que Peter había agotado los recursos de la cromatografía gaseosa y del espectrómetro de masas. En beneficio de Laurie había investigado cualquier posible alternativa que la pudiera conducir a los mínimos restos de algún agente tóxico. Y sin agente tóxico, nadie daría el más ligero crédito a su teoría del asesino múltiple, especialmente no habiéndose producido más muertes tras la de Darlene Morgan. Todo el mundo arrojaba los cuatro casos a la papelera de las anomalías estadísticas que ocurren en un entorno de riesgo como es un hospital.

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