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– ¡Tiene el pulso irregular! -gritó Susan poniendo los dedos en el cuello de Rowena para notar la carótida-, ¡o al menos lo tenía! -Retiró la mano y saltó encima de la cama poniéndose de rodillas y a caballo sobre la paciente-. ¡Tenemos que empezar una reanimación cardiopulmonar! ¡Ocúpate tú del boca a boca y yo haré las compresiones!

Con gran reticencia, Jazz le tapó la nariz a Rowena y puso su boca sobre la de ella, soplando e hinchándole los pulmones. No encontró resistencia, lo cual indicaba que la paciente estaba inerte. Era la única que sabía que intentar resucitar a Rowena, llegada a ese estado no era más que una broma pesada.

Charlotte y otra enfermera llamada Harriet llegaron y lograron conectar y poner en marcha un electrocardiograma. Susan seguía con las compresiones, y Jazz, para mantener las apariencias, con la respiración asistida.

– Tenemos una cierta actividad eléctrica -anunció Harriet-, pero me parece extrañamente compleja.

En ese instante se presentó el equipo de reanimación y se hizo rápidamente cargo del asunto. Jazz fue apartada mientras Rowena era entubada con mano experta y conectada a oxígeno puro. Se solicitaron medicamentos y fueron prestamente administrados. Se tomó una muestra de sangre arterial y se envió al laboratorio para un informe estadístico sobre gases en la sangre. Los extraños registros verificados por Harriet habían desaparecido del todo. El electrocardiograma trazó una línea recta, y el equipo de internos empezó a desanimarse. Rowena parecía no responder.

Mientras la reanimación proseguía sin esperanzas, Jazz salió de la habitación y volvió al cuarto de las enfermeras. Entró en la salita y se sentó con la cabeza entre las manos. Necesitaba unos minutos para recobrarse. Se había puesto muy nerviosa con el incidente de Stephen, y que además las cosas se le hubieran torcido también con Rowena había sido demasiado. No lo podía creer. Nunca había tenido problemas en los casos anteriores. No podía evitar preguntarse si se asustaría en su próxima misión.

Por el rabillo del ojo vio a Susan acercándose al mostrador de enfermeras. Jazz no la había oído, pero imaginó que había preguntado a la auxiliar encargada, porque esta señalaba en su dirección. Cuando Susan fue hacia ella, Jazz comprendió que iba a tener que capear un nuevo enfrentamiento.

Susan entró y cerró la puerta. No dijo nada, ni siquiera después de haberse sentado. Simplemente se quedó mirándola fijamente.

– ¿Siguen intentando resucitar a la paciente? -preguntó Jazz, incómoda por el silencio. Si iban a discutir, que se acabara cuanto antes.

– Sí -respondió la enfermera jefe secamente antes de hacer una nueva pausa. A Jazz le dio la impresión de que era una especie de extraño concurso de miradas. Por fin, Susan dijo-: Quiero preguntarte otra vez qué hacías en el cuarto de Rowena Sobczyk. Me has dicho que la paciente te llamó. ¿Qué te dijo?

– No recuerdo si fueron palabras. Solo la oí, así que fui a ver, ¿vale?

– ¿Hablaste con ella?

– No. Estaba dormida, así que di media vuelta y salí.

– O sea, que no viste que la intravenosa estaba abierta.

– Así es. No miré la intravenosa.

– ¿Y ella te pareció normal?

– ¡Pues claro! Por eso salía cuando casi tropezamos.

– ¿Qué son esos arañazos del brazo?

Por la forma en que Jazz estaba sentada, las mangas de la bata se le habían subido dejando al descubierto las tres raspaduras y un poco de sangre seca.

– Ah, ¿esto? -preguntó cambiando las manos y bajándose las mangas-. Me las hice en el coche, cuando venía hacia aquí. No es nada.

– Pero han sangrado.

– Puede que un poco, pero no hay problema.

Jazz se vio de nuevo en ese extraño duelo de miradas, como si la estuvieran sometiendo a un tercer grado. Susan no decía nada y apenas parpadeaba. Al final, Jazz se levantó.

– Bueno, tengo que volver al trabajo -dijo sorteando a la enfermera jefe.

– Me parece una extraña coincidencia que estuvieras en esa habitación -dijo Susan volviéndose para encararse con ella.

– Está claro que cuando la paciente llamó debía hallarse al comienzo de lo que fuera que le ha causado la crisis. Lo que ocurre es que yo no vi nada cuando entré. Puede que hubiera debido comprobarlo mejor; pero ¿qué pretendes, hacer que me sienta peor de lo que ya me siento?

– No, la verdad es que no -admitió la enfermera jefe y miró hacia otra parte.

– Bueno, pues lo pretendas o no, lo estás consiguiendo -replicó Jazz antes de salir en busca de la auxiliar que le había sido asignada para aquella noche.

Al principio, creyó que con sus palabras había conseguido librarse de una situación peligrosa con Susan; pero, a medida que fue transcurriendo el resto de su turno, se fue preocupando más. Tenía la impresión de que cada vez que se daba la vuelta, Susan la estaba mirando. Cuando llegó la hora del relevo y las enfermeras de día estaban siendo informadas de los incidentes de la noche, incluyendo el de Rowena Sobczyk, el problema había adquirido proporciones ridículas. Teniendo en cuenta la conducta de Susan, a Jazz no le cabía la menor duda de que ella sospechaba. En su mente solo había sitio para el comentario del señor Bob de que no debían verse ondas sobre la superficie. En lo que a ella hacía referencia, la situación con Susan no amenazaba con crear ondas en la superficie, sino un verdadero maremoto.

Su mayor temor era que, tras el informe, Susan fuera a ver directamente a la supervisora, Clarice Hamilton, una gigantesca afroamericana a quien Jazz consideraba tan estúpida como Susan para trasladarle sus sospechas. Si eso llegaba a ocurrir, sin duda se organizaría un buen follón y a ella no le quedaría más remedio que recurrir al número de emergencia para llamar al señor Bob. En cualquier caso, lo que el señor Bob podía hacer en ese momento era francamente poco.

En cuanto la presentación de informes hubo concluido, Jazz se quedó donde estaba y fingió tener cosas que hacer. Susan pasó cinco minutos más despachando algunos asuntos con la jefa de día. Por lo cerca que se encontraba, Jazz pudo escuchar la mayor parte de la conversación. Por suerte, Susan no dijo nada relacionado con ella. Cuando hubo acabado, la enfermera jefe cogió su abrigo y, charlando y riendo junto con June, se dirigió al ascensor. Entonces Jazz recuperó su abrigo y tomó de paso un par de guantes de látex del mostrador.

A aquella hora de la mañana, con el cambio de turno, la zona de ascensores estaba abarrotada. Jazz se aseguró de mantenerse en la periferia, tan lejos de Susan y June como le fuera posible, y cuando llegó el ascensor se metió tan al fondo como pudo. Desde allí podía distinguir a la enfermera jefe por su ridículo moño.

Cuando la cabina se detuvo en el primer piso, Jazz se abrió camino y salió junto con una docena de personas, incluyendo a Susan. Sabía que la enfermera, al igual que ella, llegaba al trabajo en coche. Como una bandada de gallinas, el grupo salió por la puerta que daba a la pasarela hasta el aparcamiento. Jazz se quedó atrás para cerrar la marcha y, entretanto, se puso los guantes de látex.

Una vez en el aparcamiento, el grupo se dividió hacia sus respectivos vehículos. Jazz avivó entonces el paso. Tenía las manos en los bolsillos, y con la derecha aferraba la Glock. Redujo la distancia que la separaba de Susan, de modo que, cuando la enfermera rodeó el lado del conductor de su Ford Explorer, ella hizo lo mismo por la parte del pasajero. En cuanto oyó que se abrían los cerrojos, abrió la puerta y se deslizó en el asiento delantero.

Jazz lo había calculado a la perfección. Fue como si ella ya hubiera estado sentada cuando Susan se puso al volante. En otras circunstancias, la expresión de sobresalto de su superiora le habría parecido graciosa. El problema era que a Jazz nada de aquello le parecía divertido ya.

– ¿Qué demonios…? -protestó la enfermera jefe.

– Pensé que podríamos hablar un momento en privado y limar asperezas -dijo Jazz. Tema ambas manos en los bolsillos, con los brazos rectos y los hombros subidos.

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