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Jazz vació el contenido de la jeringa en el conducto con un fuerte y constante impulso. Mientras lo hacía, vio que el nivel de la cámara Millpore aumentaba, lo cual esperaba que sucediera.

La solución de cloruro potásico hacía que el fluido intravenoso se retirara. Lo que no esperaba fue el ruidoso gemido de Stephen, ni que sus ojos se abrieran de repente; pero aún más inesperado fue que la mano del paciente surgiera de repente y la aferrara por la muñeca con sorprendente fuerza. Un ahogado grito de dolor brotó de los labios de Jazz cuando unas afiladas uñas se le clavaron en la piel.

Dejó caer la jeringa a un lado de la cama e intentó desesperadamente deshacer la presa del brazo, pero no pudo. Al mismo tiempo, el gemido de Stephen se convirtió en un grito. Abandonando todo intento de soltarse, Jazz le tapó la boca con su mano libre al tiempo que apoyaba en ella todo el peso de su torso en un frenético intento de silenciarlo. Lo consiguió a pesar de que Stephen se retorció intentando liberarse.

El forcejeo se prolongó unos instantes, pero las fuerzas de Stephen menguaron rápidamente. Cuando su presa en el brazo de Jazz se debilitó, sus uñas le desgarraron la piel haciéndola gritar de nuevo.

El episodio terminó tan bruscamente como había empezado. Stephen puso los ojos en blanco, su cuerpo quedó inerte y la cabeza se le desplomó sobre el pecho.

Jazz se liberó. Estaba furiosa.

– ¡Maldito cabrón! -masculló para sí.

Se miró el brazo. Algunos de los arañazos sangraban. Le entraron ganas de golpear al responsable, pero se controló porque sabía que ya estaba muerto. Recogió la jeringa y se puso a cuatro patas para buscar el maldito capuchón que había tenido entre los dientes y que había soltado al gritar. No tardó en dejarlo. Como alternativa dobló la aguja ciento ochenta grados antes de guardarse la jeringa en el bolsillo de la bata. Apenas daba crédito a lo sucedido. Desde que había empezado a despachar enfermos aquella era la primera vez que se encontraba con un paciente tan fuerte.

Tras reducir el goteo de la intravenosa, dejarlo como estaba y volver a ponerse el estetoscopio alrededor del cuello, Jazz fue rápidamente hasta la puerta y miró a un lado y otro del pasillo.

Por suerte, nadie parecía haber oído el grito de Stephen ya que el corredor seguía tan silencioso como un depósito de cadáveres. Se bajó apresuradamente las mangas de la bata para ocultar los arañazos de su antebrazo, miró de nuevo a Stephen para asegurarse de que no se olvidaba nada y salió.

Sin pérdida de tiempo volvió sobre sus pasos hasta llegar a la puerta de incendios. Una vez al otro lado se apoyó contra ella. Se encontraba algo nerviosa por culpa de las inesperadas complicaciones, pero enseguida recobró la compostura. Razonó que, a pesar de planificarlo, era normal que se topara con problemas de vez cuando. Luego, se examinó el brazo con mejor luz. Tenía tres rasguños en la parte interior del antebrazo que le habían dejado tres marcas que descendían hacia la muñeca. Dos de ellas sangraban ligeramente. Meneó la cabeza pensando que Stephen, desde luego, se había merecido lo que le había pasado.

Jazz volvió a bajarse la manga con cuidado. Eran las tres y veinte, y todavía le quedaba una «sanción» por ejecutar. Sabía que era el momento oportuno porque la enfermera asignada a Rowena tenía el mismo rato libre que ella y todavía tardaría unos diez minutos en volver. De todas maneras, no podía entretenerse. Caminando rápidamente, volvió al ascensor principal y subió a su planta.

En el mostrador de enfermeras solo había una persona. Era Charlotte Baker, una menuda auxiliar, y estaba ocupada escribiendo unas notas para las enfermeras. Jazz miró en la salita y en el cuarto de medicamentos cuya puerta estaba abierta. Ambos se encontraban vacíos.

– ¿Dónde está nuestra intrépida jefa? -preguntó mirando el pasillo en ambas direcciones sin ver a nadie.

– Creo que la señora Chapman está en la habitación 502 echando una mano con una cateterización -repuso Charlotte sin levantar la mirada-, pero no estoy segura. Llevo un cuarto de hora aquí, vigilando el fuerte.

Jazz asintió y miró hacia la 502. La habitación se hallaba en la dirección opuesta a la de Rowena. Intuyendo que no tendría mejor ocasión, se apartó del mostrador que cerraba el cuarto de enfermeras, se aseguró de que Charlotte no le prestaba atención y se encaminó hacia la 517. De nuevo, el pulso se le aceleró ante la expectativa de la acción, solo que esta vez la emoción tenía un leve tinte de ansiedad por lo ocurrido con Stephen Lewis. El ligero dolor de los arañazos era un aviso de que no podía controlar todas las variables.

Un paciente vio a Jazz cuando esta pasó rápidamente ante la puerta de su habitación y la llamó, pero ella hizo caso omiso. Miró el reloj y calculó que disponía de seis minutos antes de que sus compañeras volvieran de la pausa, incluyendo la enfermera que se ocupaba de Rowena; pero teniendo en cuenta que ninguna era puntual, eso le daba cierto margen. Seis minutos era mucho tiempo.

La escena se parecía a lo que había encontrado en la habitación de Stephen, solo que sin la moqueta, las cortinas buenas y los muebles tapizados. La única luz provenía de una lámpara de seguridad. La puerta del baño estaba entreabierta; pero la luz, apagada. Rowena Sobczyk se encontraba en la cama, durmiendo y con los dos pies vendados tras una operación bilateral de los tobillos. Estaba boca arriba y roncaba ligeramente. Jazz la observó. A pesar de que tenía veintiséis años, parecía mucho más joven con sus pequeñas facciones y el negro y rebelde cabello desparramado en la almohada.

Jazz abrió la vía intravenosa para que corriera libremente y se inclinó para comprobar que no hubiera hinchazón. Puesto que no la encontró, todo estaba dispuesto. Sacó la segunda jeringa sosteniéndola con la mano derecha y cogió el conducto intravenoso con la izquierda. Igual que había hecho en la habitación de Stephen Lewis, utilizó los dientes para retirar el capuchón. Clavó sin tardanza la aguja en la entrada auxiliar de la vía y situó el pulgar en el émbolo. Tras respirar hondo un segundo, lo apretó lentamente.

Rowena se agitó de cintura para arriba. Jazz retiró la jeringa y entonces escuchó pasos en el pasillo. Su intuición la puso en guardia inmediatamente porque el sonido la hizo pensar en los zapatones de enfermera de Susan. Miró rápidamente hacia la puerta del corredor entreabierta y después a Rowena, que se sujetaba el brazo de la vía intravenosa y emitía sonidos gorgoteantes.

Asustada, Jazz se metió la jeringa y el capuchón en el bolsillo y se apartó de la paciente. Por unos segundos pensó en esconderse en el baño en caso de que Susan hubiera oído los ruidos, pero enseguida descartó la idea, no fuera que empeorara la situación. Pensando que la mejor defensa era un ataque, se encaminó hacia la puerta.

Confirmando sus peores temores, nada más cruzar el umbral casi se dio de bruces con Susan, que entraba en el cuarto.

La enfermera dio un paso atrás con aire indignado y miró a Jazz con la misma actitud desafiante de antes.

– Charlotte me ha dicho que estabas aquí. ¿Qué demonios estás haciendo? Esta paciente es de June.

– Pasaba por el pasillo cuando ella llamó.

Susan se inclinó hacia un lado para esquivar a Jazz, que llenaba el hueco de la puerta, y miró el interior de la habitación sumida en penumbra.

– ¿Qué le pasaba?

– Creo que estaba soñando.

– Parece que se agita y… ¡Pero si tiene la vía intravenosa completamente abierta!

– ¿De verdad?

Susan se abrió paso obligando a Jazz a apartarse. Se acercó a Rowena y disminuyó el flujo en la vía.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó, y volviéndose hacia Jazz añadió-: ¡Enciende la luz! ¡Tenemos una emergencia!

Jazz hizo lo que le decían mientras la enfermera jefe hacía sonar la alarma. A continuación, Susan le ordenó que fuera al otro lado de la cama y bajara los barrotes. Segundos más tarde, la llamada de emergencia sonaba a través de los altavoces del hospital.

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