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De vuelta en su apartamento, dejó las provisiones en la nevera y miró la hora. Seguía siendo demasiado temprano para ir a trabajar. Fue en ese momento cuando reparó en la pantalla del ordenador. Allí, sobre la imagen de fondo, parpadeaba el mismo recuadro que le anunciaba un e-mail.

Temiendo que hubieran cancelado la misión de Stephen Lewis, aunque eso no había pasado nunca, Jazz se sentó al teclado y abrió la ventana. Su inquietud aumentó al observar que se trataba de un segundo mensaje del señor Bob. Para su sorpresa y satisfacción contenía un nuevo nombre: «Rowena Sobczyk».

– ¡Sí! -exclamó cerrando los ojos con fuerza, haciendo una mueca y alzando los puños.

Después de un mes de no recibir ni un nombre, que le llegaran dos la misma noche era increíble. Nunca le había sucedido. Se sentía casi mareada de tanto contener el aliento cuando reabrió los ojos y contempló la pantalla. Quería asegurarse de que no eran imaginaciones suyas, y no lo eran: el nombre seguía allí, destacando nítidamente contra el fondo blanco. Se preguntó vagamente qué clase de apellido sería ese de Sobczyk, ya que la yuxtaposición de consonantes le recordaba el suyo.

Se levantó y empezó a quitarse la ropa de calle mientras se dirigía al vestuario. Seguía siendo temprano para que se presentara en el hospital, pero no le importó. Iría de todos modos. Estaba demasiado emocionada para sentarse sin hacer nada. Pensó que al menos podría realizar un reconocimiento del hospital y trazar un plan general de ataque. Sacó su uniforme de trabajo y se lo puso. A continuación hizo lo propio con la bata blanca. Mientras se vestía, pensó en su cuenta bancaria. Al día siguiente, a la misma hora, ¡el saldo sería casi de cincuenta mil dólares!

Una vez sentada en el Hummer, Jazz hizo lo necesario para tranquilizarse. Había estado bien celebrarlo durante un rato, pero había llegado el momento de ponerse serios. Sabía que despachar dos pacientes resultaría el doble de difícil que hacerlo solo con uno. Por un momento pensó en repartirse la tarea en dos noches, pero descartó la idea: si el señor Bob así lo hubiera querido, le habría enviado los mensajes en días consecutivos. Era evidente que se suponía que debía «sancionar» a ambos la misma noche.

De camino al hospital, ni siquiera se molestó en incordiar a los taxistas. Estaba decidida a mantener la compostura y la concentración. Aparcó el Hummer en su plaza habitual del primer piso y entró en el hospital. Tras dejar su abrigo donde siempre, se dirigió a la planta baja y entró tranquilamente en Urgencias. Le satisfizo comprobar que reinaba el caos de siempre. Tal como había hecho en anteriores misiones, consiguió hacerse sin problemas con las dos ampollas de cloruro potásico. Con una en cada bolsillo de su bata blanca volvió al ascensor y subió a la quinta planta.

En comparación con la sala de urgencias, parecía un remanso de tranquilidad. Sin embargo, Jazz era consciente de la actividad que reinaba. Un vistazo a la lista le dijo que todas las habitaciones estaban ocupadas. El que la sala de descanso se encontrara vacía le indicó que todas las enfermeras y sus ayudantes estaban con los pacientes. En las noches tranquilas, a esa hora, las enfermeras del turno de tarde ya se habían reunido en la habitación de atrás, charlando y disponiéndose a informar y pasar el testigo al personal de noche. La única persona a la vista era la recepcionista de planta, Jane Attridge, que estaba ocupada adjuntando una serie de informes del laboratorio a los respectivos historiales médicos. Jazz echó un vistazo en la sala de medicinas para asegurarse de que Susan Chapman no rondaba todavía por allí. Siempre llegaba antes de la hora.

Jazz se sentó ante el ordenador y tecleó «Stephen Lewis». Le complació averiguar que su habitación era la 324 del Ala Goldblatt. Aunque nunca había ido por allí, le pareció un buen augurio. Sabía que al estar en la zona VIP del hospital encontraría menos actividad de enfermeras que en los pisos normales, lo cual sin duda le facilitaría la tarea. Lo único que tenía que averiguar era si al paciente le habían asignado una enfermera particular, cosa que dudaba porque solo tenía treinta y tres años y estaba ingresado para una operación de clavícula.

Una vez averiguado el caso de Stephen, Jazz tecleó el nombre de Rowena Sobczyk. De inmediato, una sonrisa se dibujó en su rostro. Rowena estaba allí mismo, en la habitación 517, justo al final del pasillo. Se le ocurrió que sería una ironía que le asignaran el caso, situación perfectamente posible. Si así sucedía, le facilitaría la «sanción» todavía más. Fuera como fuese, estaba convencida de que ocuparse de ambos la misma noche sería tan fácil como tirar al blanco.

– Has llegado prontísimo -dijo una voz en tono burlón.

Jazz volvió la cabeza, y una descarga de adrenalina le corrió por las venas. Se hallaba frente al mofletudo rostro de Susan Chapman, cuyas orondas facciones aparecían subrayadas por un ligero sarpullido seborreico. La expresión de Susan era más desafiante que amistosa cuando miró la pantalla del ordenador por encima del hombro de Jazz. Jasmine aborrecía la forma en que Susan se recogía el pelo en un tirante moño pasado de moda, y no podía evitar pensar que parecía una especie de enfermera anacrónica, especialmente si añadía los antiguos zapatos de cordones con gruesas suelas de cuero.

– ¿Qué estás haciendo, si es que puedo preguntarlo? -inquirió Susan.

– Únicamente intentando familiarizarme con nuestros casos -se las arregló para contestar Jazz, que se tragó la irritación que le provocaba aquella mujer y forzó una sonrisa-. Parece que estamos al completo.

Susan se quedó mirando a Jazz durante lo que pareció una eternidad.

– Estamos casi al completo. ¿Qué pasa con Rowena Sobczyk? ¿Acaso la conoces?

– No la he visto en mi vida -repuso Jazz. Seguía sonriendo, y su sonrisa parecía más auténtica porque ya se había repuesto del susto inicial de haber sido descubierta husmeando en la ficha de Rowena-. Estaba echando un vistazo a los nuevos pacientes que tenemos esta noche para familiarizarme.

– De eso me ocupo yo -contestó Susan.

– Lo que tú digas. -Jazz borró la pantalla y se levantó.

– Ya hemos hablado de esto en otras ocasiones -espetó Susan-. En este hospital tenemos unas normas que protegen la intimidad de nuestros pacientes. Si te vuelvo a pescar husmeando tendré que dar parte de tu conducta. ¿Me has entendido? Las fichas solo se consultan en caso de necesidad.

– Tengo que saber qué casos me han encargado.

Susan respiró hondo, como si estuviera exasperada, y miró a Jazz con los brazos en jarras, como una iracunda profesora de colegio.

– Tiene gracia -dijo Jazz rompiendo el silencio-, pero yo habría jurado que tú y los mandamases del hospital estimulabais la iniciativa individual. En fin, como veo que no es así, será mejor que me largue a la cafetería. -Arqueó las cejas interrogativamente y esperó un segundo por si había respuesta de Susan. Al ver que no, la obsequió con otra falsa sonrisa y se dirigió al ascensor. Mientras caminaba podía notar los ojos de Susan clavados en la espalda. Meneó imperceptiblemente la cabeza. Realmente, estaba aprendiendo a odiar a esa mujer.

Descendió hasta la planta baja por si acaso Susan estaba vigilando el indicador del ascensor y desde allí siguió por los pasillos hasta entrar en el vestíbulo del Ala Goldblatt. Podría haber bajado en la tercera planta o en la de pediatría y haber entrado desde allí, pero le preocupaba que Susan pudiera albergar sospechas de sus paseos por el centro.

Hasta en su planta baja el Ala Goldblatt era por completo distinta del resto del hospital. Las paredes estaban recubiertas de caoba y en ellas colgaban óleos con su respectiva iluminación; los corredores aparecían enmoquetados. Los visitantes que salían de los ascensores y se marchaban iban elegantemente vestidos, y los diamantes de las mujeres relucían.

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