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Presa de una gran agitación, Jazz comprobó rápidamente en internet el saldo de su cuenta en el extranjero y se dedicó a contemplarlo durante unos instantes de placer. Ascendía a treinta y ocho mil novecientos sesenta y cuatro dólares más unos pocos céntimos. Pero lo mejor era que al día siguiente sumaría cinco mil dólares más.

Para ella, la idea de tener dinero en el banco equivalía a poder. Aunque no fuera a emplearlo en nada concreto, sabía que podía. El dinero le brindaba opciones. Nunca había tenido dinero en un banco; el dinero que había ganado se lo había gastado en lo que le había apetecido en cada momento en un vano intento de ocultar la realidad de su vida. En el colegio y el instituto había sido en drogas.

Jazz había crecido en un entorno de casi miseria, en un diminuto apartamento del Bronx de una sola habitación. Su padre, Geza Rakoczi, el único hijo de un opositor a la dictadura húngaro que había emigrado a Estados Unidos en 1957, la había engendrado a la edad de quince años. Su madre, Mariana, tenía la misma edad y provenía de una numerosa familia portorriqueña. Por motivos religiosos, los dos jóvenes habían sido obligados por sus respectivas familias a abandonar los estudios y a casarse. Jasmine nació en 1972.

Para ella, la vida fue una lucha constante desde el principio. Sus padres dejaron de ir a la iglesia, a la que culpaban de sus desgracias; se convirtieron en alcohólicos y en consumidores de droga y se peleaban continuamente cuando estaban lo bastante sobrios. Su padre trabajaba de modo esporádico en ocupaciones manuales, desaparecía de casa durante semanas y estuvo en la cárcel por varios delitos menores, incluyendo violencia doméstica. Su madre tuvo diversos empleos, pero la despedían continuamente por absentismo o por deficiencias en el trabajo a causa del alcohol. Al final se convirtió en obesa, circunstancia que aún limitó más sus posibilidades.

La vida de Jasmine fuera de su casa no resultó mejor. El vecindario y los colegios estaban sumidos en una espiral de violencia como resultado de la acción de las bandas callejeras y del tráfico de drogas que afectaba hasta las escuelas elementales. Incluso los profesores de los parvularios tenían que ocuparse más de los problemas de comportamiento que de enseñar.

Obligada a vivir en aquel mundo precario y peligroso donde la única norma era el cambio constante, Jasmine fue aprendiendo a salir adelante a fuerza de equivocarse. Cuando volvía a casa tras las clases, nunca sabía lo que le esperaba. Un hermano que había tenido a los ocho años, y que ella había considerado como su alma gemela, falleció a los cuatro meses del Síndrome de Muerte Infantil Repentina. Aquella había sido la última vez que Jasmine lloró.

Mientras contemplaba los casi cuarenta mil dólares de su cuenta en el extranjero, recordó la única otra vez en que había creído tener dinero. Había sido al año siguiente de la muerte de su hermanito, Janos. Nevó lo suficiente para que la nieve se acumulara en las calles, y Jasmine, con una pala que encontró en el sótano del edificio, se dedicó a recorrer el vecindario limpiando las aceras a paletadas. A las cinco de la tarde había amasado una fortuna: trece dólares.

Orgullosa, regresó a casa con el lío de billetes de dólar aferrado en la mano. Contemplándolo retrospectivamente, tendría que haberlo sabido; pero en aquella época no pudo evitar presumir de su nueva adquirida riqueza como prueba de su valía. El resultado, tal como Jazz llegaría a saber, fue el previsible: Geza le quitó el dinero diciendo que ya era hora de que contribuyera a las cargas familiares. Al final, acabó gastándoselo en tabaco.

Una leve sonrisa cruzó el rostro de Jazz al recordar cuál había sido su venganza. El único ser al que su padre quería en aquella época era un ruidoso chucho callejero de pelo largo y del tamaño de una rata que alguien le había regalado en uno de sus múltiples empleos. Un día, mientras Geza estaba bebiendo cerveza y mirando el boxeo en la televisión, ella se llevó al perro al baño, donde la ventana siempre estaba abierta para mitigar el hedor que salía del estropeado retrete. Podía recordar como si fuera el día antes la expresión del animal mientras ella lo sacaba al vacío, sujetándolo por el pellejo de la nuca, y él intentaba frenéticamente llegar a la ventana. Cuando lo soltó, el animal emitió un breve aullido antes de aplastarse contra el cemento, cuatro pisos más abajo.

Más tarde, su padre la despertó brutalmente para preguntarle si sabía algo de la muerte del can. Jazz lo negó vehementemente, pero aun así recibió una buena tunda, lo mismo que su madre, que aseguró con toda sinceridad no saber nada de la caída. De todas maneras, para Jazz la paliza valió la pena por muy aterrada que pudiera sentirse. Naturalmente, siempre tenía miedo cuando su padre la pegaba, lo cual sucedió casi a diario hasta que ella estuvo en condiciones de devolverle los golpes.

Jazz cerró la conexión a internet y miró la hora. Era demasiado pronto para ir a trabajar, pero tampoco le quedaba tiempo para ir al gimnasio. En cuanto a empezar una nueva sesión de Call of Duty, estaba demasiado inquieta para quedarse sentada; por lo tanto decidió acercarse a la tienda coreana de la esquina a comprar algunos productos básicos. Se le había acabado la leche, y sabía que le apetecería tomar un poco cuando regresara del hospital a la mañana siguiente.

Se puso el abrigo, y su mano fue instintivamente al bolsillo derecho, donde acarició la Glock. La sacó sin ninguna dificultad a pesar del largo silenciador y se apuntó en el pequeño espejo de pared que había al lado de la puerta. El orificio del cañón parecía la pupila de un maníaco tuerto. Jazz dejó escapar una risita mientras bajaba el arma y comprobaba el cargador. Estaba lleno, como de costumbre, y lo volvió a insertar con un suave «clic». A continuación cogió la bolsa de lona que utilizaba para salir de compras y se la echó al hombro.

Fuera, la temperatura era relativamente suave. Así era el mes de marzo en Nueva York: un día parecía que estuvieran en primavera y al siguiente en lo más profundo del invierno. Jazz caminó con las manos metidas en los bolsillos, una sujetando la Glock y la otra la Blackberry. Aferrar sus pertenencias le proporcionaba sensación de bienestar.

Puesto que no eran más que las ocho y media, había un buen número de peatones caminando por la acera y también tráfico de coches mientras Jazz se dirigía hacia Columbus Avenue. Al pasar ante su amado Hummer se detuvo un instante para admirar su reluciente superficie. Había utilizado como excusa el buen tiempo para lavarlo. Mientras seguía andando, se maravilló una vez más por la buena suerte que había tenido al tropezarse con el señor Bob.

Columbus Avenue se hallaba aún más abarrotada, con cantidad de gente, de autobuses, taxis y coches disputándose el espacio. El ruido de los motores diésel, los bocinazos y el chirrido de los neumáticos podrían haber sido insoportables si Jazz se hubiera detenido a prestarles atención, pero estaba acostumbrada a todo aquel barullo. El cielo que se veía entre los edificios era de un gris encapotado que reflejaba las luces de la ciudad. Apenas se veían las estrellas más brillantes.

La tienda tenía verduras, fruta, flores y otras mercancías, todas expuestas en la calle. Al igual que la avenida, su interior estaba lleno de clientes que hacían cola ante la única caja registradora. Jazz dio una vuelta mientras hacía su selección, que incluía pan, huevos, unas cuantas PowerBars y agua mineral, además de leche. Una vez cogido todo, y no sin cierta tensión, salió fuera y fingió examinar la fruta. Entonces, cuando creyó que había llegado el momento oportuno -con el propietario ocupado en la caja y su mujer en el interior del almacén-, simplemente dio media vuelta y se encaminó hacia casa. Una vez que estuvo lo bastante lejos para estar segura de que nadie saldría tras ella y no se vería obligada a inventar ninguna excusa por haberse marchado sin pagar, se echó a reír pensando en lo tontos que eran los tenderos. Resultaba fácil salir disimuladamente de un comercio con varias entradas, y se preguntó por qué no lo hacía más gente. En cuanto a ella, ya había perdido la cuenta de las veces.

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