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– Pues sí. Era uno de los mejores jugadores de baloncesto de Bard Hall. ¿Lo conoces?

– Sí -contestó Laurie sin añadir más. Se sentía extrañamente incómoda, como si estuviera siendo infiel a su relación con Jack con solo mencionar su nombre-. Es colega mío en el Departamento de Medicina Legal -añadió tímidamente.

Entraron en el despacho de Roger que, tal como él había dicho, era modesto. Se hallaba situado en la zona interior del ala de Administración y en consecuencia carecía de ventanas. En compensación, las paredes estaban cubiertas de fotografías de distintos lugares del mundo donde Roger había trabajado. Había unas cuantas en las que aparecía él rodeado de pacientes o de dignatarios locales. Laurie no pudo evitar fijarse en que Roger sonreía en todas ellas como si cada foto celebrara un acontecimiento. Resultaba especialmente notable teniendo en cuenta que los demás aparecían serios y hasta ceñudos.

– Por favor, siéntate -le sugirió Roger acercando un asiento al escritorio. Tras cerrar la puerta, se sentó a su mesa, y se recostó en su silla cruzando los brazos-. Bueno, ahora dime qué te ronda por la cabeza.

De nuevo, Laurie hizo hincapié en la necesidad de que su nombre quedara fuera de la situación y Roger le aseguró que no tenía nada que temer. Razonablemente confiada, le explicó la historia igual que había hecho con Sue, pero esa vez utilizó el término «asesino múltiple». Cuando hubo terminado, se acercó y le dejó delante una tarjeta con los cuatro nombres.

Durante el relato de Laurie, Roger se había mantenido en silencio, observándola con creciente interés.

– Apenas puedo dar crédito a lo que me estás contando -le dijo finalmente-, y te agradezco enormemente que te hayas tomado la molestia.

– Mi conciencia me decía que alguien más necesitaba saberlo -añadió Laurie-. Puede que cuando consiga copias de los historiales clínicos o si Toxicología encuentra algo tenga que tragarme mis palabras. No me importaría, y nadie estaría más contento que yo. Pero hasta ese momento seguiré creyendo que ocurre algo raro.

– La razón de que esté tan sorprendido y te lo agradezca tanto es porque aquí me han echado una reprimenda igual que a ti y por las mismas razones. He presentado esos mismos cuatro casos ante el Comité de Mortalidad. La verdad es que la última vez ha sido esta misma mañana, con el caso de Darlene Morgan. Y cada vez me he topado con una negativa e incluso con malos modos, especialmente del presidente en persona. Como es lógico, no tenía el beneficio de los resultados de las autopsias porque todavía no nos han llegado.

– Ninguno de los casos tiene el sello definitivo -explicó Laurie.

– Sea como fuere -dijo Roger-, esos casos me han preocupado desde que se produjo el primero, el del señor Moskowitz. Sin embargo, el presidente nos ha impuesto la mordaza en este asunto para que no hablemos de él y aún menos filtremos algo a la prensa que pueda poner en duda la eficacia de nuestros métodos de reanimación cardiovascular. Los médicos que los atendieron no consiguieron despertar el más mínimo latido.

– ¿Ha habido algún tipo de investigación?

– Nada, lo cual ha ido en contra de mis más denodadas recomendaciones. Me refiero a que yo mismo me he interesado hasta cierto punto, pero tengo las manos atadas. El problema es que nuestro índice de mortalidad es muy bajo, inferior al dos coma dos por ciento. El presidente nos ordenó que empezáramos a preocuparnos si superaba el tres por ciento, que es el nivel habitual. El resto del comité estuvo de acuerdo, especialmente el encargado del control de calidad, el controlador de riesgos y el maldito abogado. Están todos convencidos sin asomo de duda de que esas muertes no son más que simples e inevitables resultados del arriesgado entorno de los cuidados postoperatorios; en otras palabras, que entran dentro de las estadísticas. Pero yo no lo creo. Para mí, están escondiendo la cabeza bajo el ala.

– ¿Encontraste algo cuando investigaste?

– No. Los pacientes estaban en diferentes pisos, con diferente personal y médicos distintos. De todas maneras, no me rindo.

– ¡Bien! -afirmó Laurie-. Me alegro de que estés sobre el tema y de haber tenido la oportunidad de tranquilizar mi conciencia. -Se levantó, pero en el mismo segundo lamentó haberlo hecho ya que no podía volver a sentarse sin ponerse en una situación incómoda. El problema era Jack. En realidad, últimamente parecía que el problema era siempre Jack. Laurie había disfrutado hablando con Roger, pero esa sensación la hacía sentirse mal-. Bueno, gracias por haberme escuchado -añadió tendiéndole la mano en un intento de recobrar un mínimo control de la situación-. Ha sido agradable conocerte. Como te he dicho, voy a conseguir los historiales, y nuestro mejor especialista en toxicología está trabajando en el caso. Te lo haré saber en caso de que surja algo.

– Te lo agradeceré -contestó Roger estrechándole la mano y reteniéndola-. ¿Puedo hacerte yo ahora algunas preguntas?

– Claro -repuso Laurie.

– ¿Te importaría volver a sentarte? -dijo él soltándole la mano e indicándole la silla que ella acababa de dejar vacante-. Preferiría que te sentaras para que de ese modo no tenga que preocuparme de que salgas huyendo por la puerta.

Confundida por las últimas palabras de Roger y por la razón que podría llevarla a huir, Laurie se sentó de nuevo.

– Debo confesar que tengo otros motivos que me llevan a ser más hablador de lo normal a la hora de responder a preguntas de tipo personal. Si me lo permites, me gustaría hacerte algunas preguntas personales ya que Sue ha insistido en que estás sin pareja y no sales con nadie. ¿Es cierto?

Laurie notó que le sudaban las manos. ¿Realmente no tenía pareja? El hecho de que se lo preguntara un hombre atractivo e interesante y que esperaba una contestación le aceleró el pulso. No supo qué decir.

Roger se acercó e inclinó la cabeza para mirar a Laurie a los ojos porque ella había bajado la vista como respuesta a la confusión que la embargaba.

– Te pido perdón si te he incomodado -se disculpó Roger.

Laurie se irguió, respiró hondo y sonrió tímidamente.

– No me has incomodado -mintió-. Es que no esperaba esa clase de preguntas, especialmente durante esta especie de misión mía, profesionalmente suicida, en el Manhattan General.

– Entonces, sería agradable que me contestaras.

Laurie volvió a sonreír, aunque principalmente fue para sí misma. De nuevo volvía a actuar como una adolescente.

– Estoy sin pareja y prácticamente no salgo con nadie.

– Ese «prácticamente» resulta interesante como adverbio, pero lo aceptaré viniendo de ti porque todos tendemos a complicarnos la vida. ¿Vives en la ciudad?

Por la mente de Laurie cruzó una imagen de su diminuto piso con su mugrienta entrada.

– Sí, tengo un piso pequeño en el centro. -Luego, para que pareciera mejor de lo que en realidad era, añadió-: No está lejos de Gramercy Park.

– Suena bien.

– ¿Y tú?

– Solo hace tres meses que estoy aquí, así que no estaba seguro de cuál era el mejor sitio de la ciudad para vivir. Al final alquilé un apartamento en el Upper East Side, en la calle Setenta, para ser exactos. Me gusta. Está cerca del nuevo gimnasio de Sports L.A., del museo y del Lincoln Center; además, tengo el parque a un tiro de piedra.

– Al parecer está bien -comentó Laurie. Ella y Jack frecuentaban desde hacía tiempo los restaurantes de aquella zona.

– Mi siguiente pregunta es si te gustaría cenar conmigo esta noche.

Laurie sonrió para sus adentros al recordar el aforismo que decía: «Ten cuidado con tus deseos porque puede que se hagan realidad». Durante su última época con Jack se había dado cuenta progresivamente de lo mucho que apreciaba en la otra persona la capacidad de decidirse, rasgo del que Jack carecía. Roger, por su parte, parecía todo lo contrario. Incluso durante ese breve encuentro, Laurie se había dado cuenta de que su personalidad se definía con ese término.

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