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Laurie no pudo evitar sonreír traviesamente.

– Suena encantador, pero eso no es lo que estoy buscando. Necesito alguien con una posición de poder que sepa ser discreto. Eso es todo.

– Ya te lo he dicho. Es el jefe de personal médico. ¿Qué más poder quieres? En cuanto a la discreción, es la personificación de esa palabra. Créeme si te digo que hay que arrancarle con tenazas cualquier información personal. En la fiesta de las Navidades pasadas tardé un cuarto de hora en arrancarle que antes de venir aquí había viajado por todo el mundo con Médicos sin Fronteras. Tuve que morderme la lengua cuando Gloria Perkins, la enfermera jefe de quirófanos, se presentó y lo sacó a bailar.

– Sue, creo que me estás contando más de lo necesario. No necesito conocer la vida de ese tipo. Lo único que me interesa es saber si estás razonablemente segura de que escuchará lo que tengo que decirle, tomará medidas y dejará mi nombre al margen hasta que el Departamento de Medicina Legal intervenga oficialmente.

– Ya te he dicho que es la discreción en persona. Personalmente creo que los dos encajaréis a la perfección. Todo lo que pido a cambio es que le pongáis mi nombre a vuestro primer hijo. No, estoy bromeando. Bueno, vamos a ver si está por aquí.

Sue se puso en pie apartando la silla y empezó a escudriñar la multitud.

Horrorizada al comprender las románticas intenciones de su amiga, Laurie le tiró insistentemente de la manga de la bata.

– ¡Déjalo ya! ¡Este no el momento ni el lugar para que me arregles la vida!

– ¡Calla, niña! -contestó Sue apartándole la mano y sin dejar de escudriñar-. Me has desafiado a que te encuentre alguien adecuado, y ese tío cumple de sobra. ¿Dónde diablos se habrá metido? Siempre anda por aquí rodeado de mujeres como si fuera vestido con papel cazamoscas. ¡Ah, ahí está! No me extraña que no pudiera verlo. Rodeado de su séquito, como de costumbre.

Sin dudarlo un segundo y ajena a las súplicas de Laurie, Sue se puso en marcha. Laurie observó a su amiga abriéndose paso por entre las abarrotadas mesas. A unos veinte metros de distancia, Sue dio un golpecito en el hombro a un hombre de pelo castaño claro y él se puso en pie. Al verlo más alto que su amiga, Laurie calculó que debía de tener la misma estatura que Jack. Durante un rato, Sue habló con él haciendo gestos con las manos que terminaron señalando en dirección de Laurie. Ella se ruborizó y clavó los ojos en su bandeja. La última vez que había experimentado un apuro semejante había sido en el instituto, y aunque en aquella ocasión el asunto salió razonablemente bien, en ese momento no tenía la misma confianza.

Los siguientes minutos parecieron arrastrarse. Laurie volvió la mirada hacia la ventana y la fuente vacía, preguntándose si debía salir huyendo. Lo siguiente que supo fue que Sue le ponía la mano en el hombro y la llamaba por su nombre. Resignada, Laurie se volvió para encontrarse ante el atezado y sonriente rostro del hombre apuesto y vigoroso que se hallaba de pie al lado de su amiga. Podría haberse tratado de un marino o de alguien que había pasado mucho tiempo a la intemperie. Iba cuidadosamente acicalado y vestía un traje azul oscuro con camisa blanca y corbata de llamativos colores. Sobre el traje llevaba una impecable bata blanca como la de Sue. En conjunto desprendía un aire de refinada elegancia que lo hacía destacar entre el resto de médicos, en su mayoría más descuidados. En lo que a su nariz hacía referencia, a Laurie le pareció del tamaño justo.

– Quiero presentarte al doctor Roger Rousseau -dijo Sue.

Laurie se puso rápidamente en pie y estrechó la mano que le tendían. Era cálida y fuerte. Cuando lo miró a los ojos, se sorprendió al encontrar que eran de un azul pálido. Tras balbucear que estaba encantada de conocerlo, Laurie hizo una mueca para sus adentros. Tenía la impresión de estar comportándose con la misma torpeza que aquella ocasión en el instituto.

– Por favor, llámame Roger -dijo el hombre cálidamente.

– Y a mí, Laurie -repuso ella recobrando la compostura. Se fijó en su sonrisa, que era como Sue se la había descrito, y la encontró atractiva.

– Sue acaba de mencionarme que tienes cierta información confidencial que quieres compartir conmigo.

– Así es -repuso sencillamente Laurie-. Supongo que también te habrá dicho que he de permanecer en el anonimato. Cualquier filtración podría poner en peligro mi carrera. Por desgracia, ya he tenido alguna mala experiencia en el pasado.

– Tu necesidad de confidencialidad no es ningún problema. Te doy mi palabra. -Contempló la abarrotada cafetería-. Este no es el mejor lugar para una conversación confidencial. ¿Puedo invitarte a mi modesto pero muy privado despacho? No tendremos que gritar y sin duda no nos espiarán.

– Me parece bien -contestó Laurie y miró a Sue que sonrió traviesamente, le guiñó el ojo y la despidió simultáneamente con un gesto de la mano.

Cuando Laurie hizo ademán de recoger la bandeja, su amiga le indicó silenciosamente que la dejara y que ella se ocuparía.

Laurie siguió a Roger mientras él se abría paso hacia la entrada de la cafetería que estaba aún más llena que antes. Él se detuvo más allá de la muchedumbre y esperó a que llegara Laurie.

– Está un piso más arriba. Normalmente yo subo por la escalera, ¿te importa?

– Cielos, no -exclamó Laurie, sorprendida de que se lo hubiera preguntado siquiera-. Sue me dijo que estuviste con Médicos sin Fronteras -añadió ella mientras subían.

– Pues sí. Durante casi veinte años -contestó Roger.

– Estoy impresionada -comentó Laurie, sabedora de la humanitaria labor que desarrolla esa organización y que le había reportado un premio Nobel. Por el rabillo del ojo se fijó en que Roger subía los peldaños de dos en dos-. ¿Por qué lo hiciste?

– Cuando a mediados de los ochenta acabé mis prácticas en enfermedades infecciosas, me apetecieron aventuras. Además, también era un idealista de izquierdas con ansias de cambiar el mundo, así que me pareció que encajaría.

– ¿En la aventura?

– Desde luego, pero también como entrenamiento en dirigir hospitales. Sin embargo, me llevé mi parte de desengaño. La necesidad que tiene el mundo de hasta los servicios médicos más básicos resulta apabullante. De todas maneras, no permitas que me lance.

– ¿Dónde te destinaron?

– Primero al Pacífico Sur; luego, a Asia y por fin a África. Me aseguré de hacer todo el recorrido.

Laurie se acordó del viaje que había hecho con Jack a África Occidental e intentó imaginar lo que podía significar trabajar allí. Antes de que pudiera mencionar su experiencia, Roger corrió a abrirle la puerta de la escalera.

– ¿Y qué te hizo dejarlo? -le preguntó mientras iban por el atestado pasillo principal camino de la zona de Administración. Teniendo en cuenta que Roger era una incorporación reciente a la plantilla, le sorprendió la cantidad de gente que lo saludaba al pasar.

– En parte, la desilusión de no ser capaz de cambiar el mundo, y en parte también la necesidad de volver a casa para formar un hogar. Siempre me he visto como un hombre de familia, pero eso no era posible en el Chad o en Mongolia Exterior.

– Eso es romántico -dijo Laurie-. Así se podría decir que el amor te hizo volver de las estepas africanas.

– No del todo -contestó Roger abriendo la puerta que daba a la enmoquetada y tranquila zona administrativa-. No había nadie esperándome aquí. Soy como un ave migratoria que regresa al nido donde empezó siendo un polluelo, con la esperanza de encontrar compañera. -Rió mientras saludaba a las secretarias que no habían salido a comer.

– ¿Entonces eres de Nueva York?

– De Queens, para ser exacto.

– ¿A qué escuela de medicina fuiste?

– Al Columbia College de Médicos y Cirujanos.

– ¿En serio? ¡Qué coincidencia! ¡Yo también! ¿En qué años te graduaste?

– En el ochenta y uno.

– Yo, en el ochenta y seis. ¿No tuviste por casualidad a un tal Jack Stapleton en tu clase?

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