El pensamiento siguiente que se le pasó por la cabeza a Grádov fue la pregunta: ¿era la situación de veras tan complicada e insoluble como le parecía? ¿Y si se desentendía y si se olvidaba de ella? Aunque careciera de solución, no le amenazaba con nada terrible. Unos cuantos minutos de intensa reflexión más llevaron a Serguey Alexándrovich a la poco halagüeña conclusión de que no escaparía ni a la detención ni a la cárcel. Sí, el tío Kolia era un chucho devoto pero esto no remediaba nada. ¿Qué podía hacer, llevado por su lealtad infinita, un hombre tan corto de luces?
Variante primera: encerrarse en un mutismo altivo y no prestar declaración.
Pero para los sabuesos de Petrovka, quien calla otorga, y tal comportamiento significaría que aceptaba todos los cargos. Aquella gente no se dejaba engañar con el gesto de inocencia ultrajada. Si callas, tienes miedo a declarar, y si tienes miedo a abrir el pico, es que quieres ocultar algo. O encubrir a alguien.
Variante segunda: el tío Kolia se descuelga largando trolas ingeniosas, asume todas las culpas y, como resultado, Grádov no tiene la menor relación con nada de lo ocurrido. Sería ideal salvo por el detallito de que Nikolay, servil pero necio, era simplemente incapaz de inventarse una mentira ágil, atinada y coherente. De manera que no cabía esperar que la segunda variante tomase cuerpo.
Tercera: Fistín, el hijo de puta de la peor ralea, el cabrón desagradecido, se pone a cantar de plano desde el primer momento y suelta todo cuanto sabe sobre Grádov. Bueno, en este caso todo está claro y no hay lugar para una segunda opinión.
Pensándolo bien, era evidente que de las tres posibles variantes sólo dos tenían visos de realidad, y cualquiera de las dos le conduciría a la detención y los tribunales. Así que también esto estaba más claro que el agua.
Pero tal vez la detención y los tribunales no eran tan espantosos. Tal vez sobreviviría a ellos.
Serguey Alexándrovich Grádov sabía con toda seguridad que no soportaría ni el calabozo ni el trullo. Esto, ni pensarlo. El primer timbre de alarma sonó cuando tenía once años y le mandaron por primera vez a un campamento de pioneros situado en un suburbio de Moscú. En aquella época era un buen campamento, uno de los mejores, frecuentado por los hijos de la élite del partido, y conseguir allí una plaza no era nada fácil, ni siquiera para el papá de Seriozha. El primer día, al entrar en el retrete, Seriozha vio el agujero en el suelo rebosante de inmundicias, respiró la mezcla de aromas de la lejía, orina y heces, y vomitó. Cuando la necesidad le apretó tanto que no pudo aguantar más, repitió el intento pero el desenlace fue aún peor: además de vomitar, se orinó encima. Cada minuto de su estancia en el campamento de pioneros se transformó para el niño en tormento, los demás chicos se burlaban de él, le llamaban «cagón», varias veces le hicieron «el cuarto oscuro», golpeándole todos a la vez por la noche cuando las luces estaban apagadas. Seriozha no podía comer, la fetidez del retrete le perseguía por todas partes, incluso en el comedor, y sentía náuseas constantemente. Tampoco podía atender debidamente las necesidades de su cuerpo, cada vez tenía que aguantar hasta el último momento y entonces plantearse la terrible elección: la vomitona en el retrete o la fuga para intentar llegar hasta un bosquecillo cercano, o si no, la búsqueda de un rincón apartado en el recinto del campamento, lo que implicaba el riesgo de ser visto y, más tarde, atrozmente humillado delante de todo el mundo a la hora de pasar la lista. Todos los demás problemas palidecían al lado de éste, crucial, y eso que no eran pocos. Seriozha era incapaz de vivir dentro de un grupo, ser como los demás, levantarse a la misma hora que todo el mundo, marcar el paso dentro de las filas ordenadas de chicos durante la clase de educación física, ponerse firmes cuando se pasaba la lista, comer las repugnantes y acuosas gachas o los miserables trocitos de nervios y cartílagos condimentados con grasa sintética y llamados «ragout» o «boef à la Stroganoff».
Diez días más tarde, los padres se llevaron a Seriozha del campamento. La impresión había resultado tan fuerte que nada más oír la palabra campamento, el niño empezaba a temblar con todo el cuerpo.
Cuando llegó el momento de hacer el servicio militar, Serguey estaba ya muy robustecido tanto física como moralmente. Ya no vomitaba al ver y oler la letrina cuartelera y conseguía tragar la comida de la cantina, con lo que se ahorró mofas y humillaciones. Pero daba lo mismo. Había sentido y padecido cada uno de los minutos de aquellos interminables dos años de la mili. Además, quiso la mala suerte que en la unidad donde había sido destinado, los «abuelos» tuvieran un poder absoluto, que le causó no poco sufrimiento adicional.
Tras soportar el infierno castrense, Serguey se dijo con rotundidad: «Cualquier cosa antes que la cárcel.» El terror a la prisión le acompañó a lo largo de su vida adulta, y con el tiempo no sólo no se debilitó sino que, todo lo contrario, cobró renovada intensidad. La flamante libertad de prensa había traído consigo una oleada de publicaciones, tanto de ficción como reportajes, que contaban cómo era la vida en una penitenciaría.
Impulsado por una curiosidad enfermiza amasada con el miedo y la aversión, Grádov leía las espeluznantes revelaciones sobre los usos y costumbres de los centros dedicados a la rehabilitación laboral de la población reclusa y se estremecía al descubrir que todo resultaba aún peor de lo que hubieran podido pintarle sus peores pesadillas. Luego, el tío Kolia, trullero con veteranía, se lo confirmó: todo era tal y como se contaba pero, en realidad, mucho más monstruoso aún, porque había cosas de las que no se escribía, pues mencionarlas daba algo así como vergüenza. Por ejemplo, que en la celda de preventivos se encerraba a treinta o cuarenta detenidos a la vez, que tenían que dormir en tres turnos y utilizar la letrina delante de todo el mundo.
No había nada más en este mundo que le inspirara a Grádov tanto pavor como la cárcel. Cuando su sombra se dibujó en el horizonte por primera vez, mató a Vitali Luchnikov sin pensarlo dos veces. Con sus propias manos metió en prisión a la desdichada Támara Yeriómina. Al lado del miedo que le socarraba las entrañas, estos actos le parecieron nimiedades minúsculas e insignificantes. La sombra de la condena se presentó por segunda vez cuando el degenerado de Arkady empezó a darle la vara con sus delirios sobre la necesidad de arrepentirse y confesarlo todo. También a éste tuvo que apartarle de su camino, para que no molestara.
Luego, la amenaza se encarnó en la hija de Támara, Vica. Grádov la eliminó también a ella, rompiendo así, una vez más, el hilo que se había tendido entre él y la odiosa prisión.
Ese día, el 31 de diciembre, la víspera de un nuevo año, 1994, Serguey Alexándrovich comprendió de repente que volvía a buscar a quién más podía asesinar para escapar de la trena una vez más. Pero resultaba que ya no había nadie a quien matar, excepto a sí mismo.
La lista de las cualidades negativas de Grádov sería larga, ya que era un hombre profundamente inmoral. Pero sus detractores más rigurosos no podían menos de reconocer que aquella lista no incluía la indecisión.
Dos horas más tarde, sentado en un sillón de su acogedor y bien caldeado chalet, Serguey Alexándrovich Grádov, quien había matado con sus propias manos a Vitali Luchnikov y a Arkady Nikiforchuk y había organizado los asesinatos de Vica Yeriómina y Valentín Kosar, dirigió una última mirada al cañón de la pistola que sostenía en la mano y cerró los ojos despacio. Lo había llevado dentro de sí durante veintitrés años. Nunca le había atormentado el arrepentimiento, nunca le había remordido la conciencia, lo único que le preocupaba a veces era el temor a que un día el horrendo secreto de lo ocurrido en el piso de Támara Yeriómina saliese a la luz. La mitad del secreto había muerto, junto con Arkady, hacía dos años. La otra mitad iba a morir ahora.