El andar pausado y el sonido, cada vez más firme, de su propia voz, acabaron por calmar a Nastia. Los escalofríos, que la hacían estremecerse de pies a cabeza, cesaron, incluso había dejado de tener frío y las manos ya no le temblaban.
Miró con atención al perro y comprobó que también éste parecía ahora mucho más tranquilo. «Bueno -pensó con satisfacción-, así que sé dominarme cuando me lo propongo. Kiril lo ha notado.»
Nastia decidió tentar la suerte y ampliar el ámbito de su presencia: salió a la cocina. El perro la siguió sin tardar, se sentó junto a la puerta y volvió a quedarse inmóvil como una estatua de piedra.
A las tres de la madrugada Nastia consiguió por fin comer algo y tomarse un café bien cargado y recién hecho; hacia las cuatro se atrevió a meterse bajo una ducha caliente, donde permaneció unos veinte minutos. Alrededor de las seis recogió de la mesa las hojas de papel, cubiertas de palabras sueltas y cuajadas de indescifrables garabatos, las hizo añicos y las tiró al cubo de basura. Kiril seguía apaciblemente junto a sus pies, el hocico apoyado sobre la tibia zapatilla, como diciendo con todo su aspecto: «Ahora te has calmado de verdad, has dejado de oler a miedo y yo también ya estoy más tranquilo. Por eso me he permitido tumbarme a tu lado.»
Miró el reloj. Faltaba algo más de cuarenta minutos para que viniera Andrei Chernyshov. Nastia se acercó al espejo y guiñó un ojo a su propio reflejo. Ya sabía lo que iba a hacer.
CAPÍTULO 8
Vasili Kolobov desgarró el sobre con impaciencia y sacó una hoja mecanografiada:
«Te has permitido irte de la lengua. Tienes poca memoria, Kolobov. Si no quieres que demos repaso a la última lección; preséntate mañana, el 23 de diciembre, en la dirección que ya conoces, a las once y media de la noche. Si avisas a la policía, ni siquiera llegarás a la cita.»
Kolobov se guardó la carta en el bolsillo lentamente y subió en ascensor hasta su piso. ¡No le dejaban en paz! ¿Faltar a la entrevista? No, sería mejor ir allí, no quería «dar repaso a la última lección». Los hijos de puta sabían pegar.
El coronel Gordéyev hizo venir a su despacho a Seluyánov.
– Nikolay, necesito un lugar tranquilo y oscuro cerca de la estación de Savélovo.
En su día, Kolia Seluyánov entró a trabajar en la policía obedeciendo a un impulso repentino y absolutamente inexplicable. Antes de esto, desde la misma infancia, soñaba con construir ciudades, tenía la cabeza llena de ideas sobre cómo mejorar los planes de urbanización de Moscú para acomodar a todo el mundo: a los peatones, a los conductores, a los niños, a los jubilados, a las amas de casa… Conocía su ciudad natal como su propia casa, cada callejón, cada patio, cada cruce donde en las horas punta se producían atascos. Tales conocimientos resultaron muy útiles en su trabajo, y con ellos se beneficiaban, además del propio Seluyánov, todos sus compañeros.
Kolia se quedó pensativo, luego cogió una hoja en blanco y un bolígrafo y rápidamente dibujó un esquema.
– Aquí tiene un buen sitio -dijo marcando el lugar con una crucecita-, está a unos siete minutos de la estación caminando a paso lento. Hay un arco, un patio que no tiene otras salidas, el edificio está en obras, no hay inquilinos. También podría valer este otro -una segunda crucecita apareció en el esquema-, está igual de apartado y desierto, sobre todo por la noche. Como punto de referencia, aquí tiene un quiosco de prensa. A cinco metros, a la izquierda, hay una bocacalle y a la vuelta de la esquina tres chiringuitos privados. Están bien situados, si se los mira de frente parece que están pegados uno a otro, pero vistos por detrás se nota que se encuentran separados. Por la noche están cerrados. ¿Tiene suficiente con éstos o quiere más?
– Dame alguno más, por si acaso -pidió Gordéyev.
Cuando Seluyánov se marchó, el coronel Gordéyev dio vueltas en las manos al dibujo marcado con cuatro crucecitas y movió la cabeza, incrédulo. Sí, había aprobado el plan de Kaménskaya pero no porque creyera que ese plan fuese perfecto sino porque era la única ayuda que podía prestarle. El plan contenía evidentes fallos y puntos débiles, la propia Anastasia era consciente de los defectos pero le era imposible arreglarlo, pues los compañeros con cuya colaboración podía contar eran pocos. Las fugas de información relacionada con el caso de Yeriómina eran constantes, y no había más que un modo de impedirlas: limitar el número de personas que tenían acceso a tal información.
Víctor Alexéyevich observaba con dolor cómo se venía abajo todo cuanto había ido construyendo con perseverancia y cariño a lo largo de años: un equipo donde no había especialistas universales pero sí buenos profesionales, cada uno de los cuales tenía un talento particular. Y esos talentos en su conjunto servían a la causa común y en beneficio de todos. Si, por ejemplo, pudiera asignar al caso a Volodya Lártsev, éste encontraría un modo de meterle los dedos en la boca a Vasili Kolobov y sonsacarle la verdad sobre su paliza, de la que se negaba a hablar en redondo. Si pudiera, como hacía antes, poner a Anastasia a analizar el caso y darle la posibilidad de reflexionar a fondo, sin duda ella encontraría una solución ingeniosa y elegante; mientras que Korotkov, simpático, sociable y rápido, junto con Lesnikov, intelectual, adusto y guapo, convertirían su guión en un espectáculo brillante y convincente, que no terminaría con aplausos y flores sino con una lluvia de informaciones. Si pudiera… Si pudiera… No podía. De momento no.
Gordéyev estaba ya enterado de cuál de sus colaboradores informaba a los criminales pero algo le impedía poner fin a la tormentosa situación. No se trataba sólo de compasión, emociones y de que todo esto le encogía el corazón. Víctor Alexéyevich no lograba liberarse de la sensación de que el asunto no era tan fácil, de que detrás de esa traición individual se ocultaba algo más grande. Algo más complicado y más peligroso.
El plan de Kaménskaya contenía una cosa más que no acababa de gustarle. Gordéyev exigía a sus subordinados que cumplieran con la ley a rajatabla. Con el corazón en la mano, no podría decir que su conciencia de jurista protestara especialmente contra la actuación no del todo legal a la que con cierta frecuencia recurrían los agentes operativos con tal de resolver los crímenes. En la memoria del Buñuelo era una práctica generalizada y cotidiana, y ya llevaba trabajando en la policía tres décadas. Sus motivos eran otros. Víctor Alexéyevich había comprobado que esa clase de licencias y la impunidad de los métodos de trabajo ilegales conducían a la decadencia profesional, a la pérdida de la inventiva a la hora de elaborar soluciones operativas. En efecto, ¿para qué iban a molestarse en estudiar los tipos de cerraduras y los principios de selección de llaves adecuadas cuando podían abrir cualquier puerta con una palanqueta o un buen martillo? En un futuro cercano se vislumbraban abogados que asesorarían al inculpado desde el momento de su detención, y fiscales y jueces que levantarían un poco la cabeza de su labor al sacudir el yugo de los índices estadísticos y el miedo a las represalias del partido. Hacía varios años que Gordéyev había atisbado esta perspectiva, al comienzo mismo del proceso de la democratización, y entonces había empezado a reunir, meticulosa y concienzudamente, un equipo que sería capaz de aprender a trabajar en nuevas condiciones. Un equipo que, tras comprender por fin que las exigencias de la ley eran sagradas e inviolables, podría aumentar su capacidad profesional y asegurar la eficacia del trabajo, podría inventar y llevar a la práctica nuevos procedimientos y métodos en la resolución de los crímenes. Un equipo que sabría echar mano de la psicología, de la topografía, de sus dotes físicas, de su intelecto y sabía Dios de qué más… De todo menos de las infracciones de la ley.