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CAPÍTULO 9

A las ocho en punto de la mañana, Nastia Kaménskaya se acercó a la clínica de la DGI. Contra su costumbre, ese día lucía un tres cuartos acolchado de color rojo claro y un gorro enorme, de pelo largo, de zorro negro.

Al acercarse a la ventanilla de recepción, solicitó su historial clínico, dejó el tres cuartos y el gorro en el guardarropa y subió a la segunda planta, donde se realizaban las revisiones. Recogió los volantes y números de turno pertinentes y salió a la escalera de servicio. Allí la estaba esperando Chernyshov, con una abultada bolsa de fina tela sintética en la mano. Nastia le dio a Andrei un rápido beso en la mejilla y, sin decir palabra, cogió la bolsa, entró en el cuarto de baño de señoras situado allí mismo, junto a la escalera, y salió diez minutos más tarde con los ojos muy maquillados y ataviada con un abrigo oscuro, que llevaba desabrochado, de modo que dejaba a la vista una bata médica de cegadora blancura. Llevaba colgado del cuello un fonendoscopio y en las manos, una pila de historiales clínicos. La magnífica bolsa de tela finísima se encontraba ahora en el bolsillo de su abrigo, doblada varias veces formando un pequeño paquete.

Nastia bajó la escalera, salió por la puerta de servicio al patio y subió en un coche que llevaba en los costados una franja azul y el rótulo rojo que rezaba: «Servicio Médico.» En el patio había por lo menos tres coches más como éste, y dentro de poco en cada uno de ellos montaría otra mujer vestida igual que Nastia, con bata blanca, un fonendoscopio bailándole en el cuello e historiales clínicos en las manos: médicos que salían a hacer visitas domiciliarias.

Chernyshov, sentado al volante, le echó una ojeada a Nastia y rompió a reír.

– ¿Qué te pasa? -se sorprendió ella-. ¿He hecho algo mal?

– Al verte con los ojos pintados, me acordé de cómo quisiste escaparte de Kiril cuando íbamos a coger a Gall. Desde entonces no he vuelto a verte maquillada. Sabes, pareces muy bonita con todos esos afeites.

– No me digas -repuso Nastia con escepticismo.

– Te digo. Hasta pareces guapa. ¿Por qué no irás así todos los días? Nos alegrarías el corazón a los chicos y, además, sería un bálsamo para tu amor propio. ¿Tanto puede tu pereza?

– Tanto -murmuró Nastia arreglando sobre las rodillas el montoncito de historiales clínicos de atrezzo-. Mi pereza es todopoderosa, me trae sin cuidado lo que os alegre el corazón a los chicos y carezco de amor propio. ¿Te has enterado de por dónde se va allí?

Andrei no contestó, pendiente del intenso tráfico en la avenida, al otro lado de la puerta del patio.

– ¿Por qué no me llamaste anoche? -preguntó-. Le dejé el número a tu Liosa y le pedí que te dijera que me llamaras.

– Volví muy tarde, pensé que tu hijo estaría durmiendo y no quise despertar al niño. ¿Ha pasado algo?

– Sí. Grigori Fiódorovich Smelakov, el juez de instrucción retirado, vive cerca de Dmitrovo, y ahora nos dirigimos a verle siguiendo la carretera que bordea la vía férrea de Savélovo.

La pila de historiales clínicos que Nastia acababa de ordenar se deslizó de sus rodillas a sus pies.

– Hemos acertado -exhaló las palabras apenas audibles, articuladas por labios de pronto rígidos-. No hemos hecho diana todavía pero hemos dado cerca. ¡Por fin! No me lo puedo creer.

– ¿Querrías explicarme cómo lo hemos conseguido?

– Ojalá lo supiera. Quizá haya sido la intuición. ¿Recuerdas que te pregunté cómo se ganaba la vida la madre de Yeriómina?

– Te dije que era sastra.

– Ahí está. Me estuve devanando los sesos tratando de comprender por qué en el dibujo de Kartashov la clave de sol tenía color verde manzana. ¿Qué puede haber en una casa que sirva para dibujar una clave de sol con este color?

– ¿Qué puede haber?

– La tiza. Una simple tiza de un simple juego de tizas de colores que se vende en cualquier papelería. Todos los sastres tienen esas tizas, las utilizan para marcar el patrón. Fui al archivo y leí con mis propios ojos el sumario de la causa criminal que inculpaba a Yeriómina madre. Es un caso muy extraño, Andriusa. A casos así, yo les llamo casos de escuela.

– ¿Por qué?

– Es llano y liso, como si hubiera sido redactado para que los jueces de instrucción lo utilizaran como modelo. Todas las piezas están ejecutadas de forma impecable, todo está archivado por orden cronológico, los protocolos están redactados a máquina para facilitar su lectura, para no cansar la vista del interesado. Más que una causa criminal parece un juguete, un regalo navideño envuelto con papel de colorines. Los sumarios normales no suelen tener este aspecto.

– ¿No será que exageras? Yo también he leído el expediente pero no he notado nada de lo que dices.

– Porque no lo has leído, has estado buscando informaciones que podrían resultarnos útiles. Por eso no te has fijado en la calidad de los documentos.

Durante un rato, los dos permanecieron en silencio.

– ¿Has hablado con Kartashov?

– Sí, nos espera en Vódniki, junto al club náutico.

– Andriusa, por favor, procura que la gente te vea a todas horas del día. Lo mejor será que vayas a Petrovka.

– No soy un niño, ya se me ha ocurrido a mí sólito.

– ¿He vuelto a ponerme mandona? -se entristeció Nastia-. Perdóname, te lo ruego.

Al llegar al club náutico, ella prosiguió el camino en el coche de Borís Kartashov. Andrei dejó el Zhigulí del servicio médico delante de la comisaría de policía del pueblo y regresó a Moscú en un tren de cercanías.

Un hombre joven de aspecto agradable bajó del coche aparcado frente a la clínica de la DGI. Enseñó el pase al guardia, subió de dos en dos los peldaños de la escalera y, con aire de absoluta confianza en sí mismo, se acercó a la recepción.

– Buenos días, Gálochka -saludó a la joven recepcionista.

La chica, al ver una cara conocida, se deshizo en una amplia sonrisa.

– ¡Hola! ¿Qué ha pasado? ¿Se encuentra mal? -le preguntó con simpatía.

– De ninguna de las maneras. Estoy buscando a una compañera, a Kaménskaya Anastasia Pávlovna. Me urge encontrarla y en el departamento me han dicho que está pasando el reconocimiento médico. A decir verdad, me malicio que es un camelo, que se ha ido a ver a su novio pero por si acaso he decidido pasar por aquí. ¡Ojalá tenga suerte!

– ¿Cómo me ha dicho que se llama?

– Kaménskaya A. P.

– En seguida se lo digo.

La muchacha desapareció entre las hileras de altas estanterías.

– Su historial no está en su sitio -le comunicó al volver junto a la ventanilla-. Esto significa que su Kaménskaya está aquí.

– ¿Sabrá decirme dónde puedo encontrarla?

– Pregunte en la sección de revisiones, es el despacho número 202. Allí le informaran con todo detalle.

– Gálochka, ¡estoy en deuda con usted!

El hombre salió de la recepción, se detuvo frente al guardarropa, vio el tres cuartos rojo y subió por la escalera a la segunda planta. La puerta del despacho 202 estaba abierta de par en par. En el pasillo, delante de un televisor encendido, había gente esperando, cada uno con su historial en la mano. El hombre asomó la cabeza al despacho.

– Buenos días, vengo de la PCM, del departamento de Gordéyev.

– ¿Viene a pasar el reconocimiento? -le preguntó una gordita simpática, ocupada en buscar algo en el archivador.

– No exactamente. El jefe me ha ordenado que pregunte si ha pasado por aquí hoy Kaménskaya Anastasia Pávlovna. Suele faltar al trabajo so pretexto de visitas médicas aquí en la clínica. Así que el jefe decidió, ya sabe…

– ¿Kaménskaya? -arrugó la frente la gordita recordando-. No me suena.

– Sí que ha estado aquí, sí, sí -dijo una voz aguda proveniente de otro extremo del despacho que pertenecía a una enfermera jovencita con flequillo pelirrojo-. Recuerdas que luego dijimos que qué curioso que era comandante y no aparentaba más de veinticinco años.

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