– ¿De qué letras?
– Del abecedario. ¿Cuándo ha sido la última vez que cogiste un libro, eh?
– Anda ya, tío Kolia, no me vengas ahora con ésas. ¿No ves que ya estoy completamente hundido?
– ¿Hundido? -el tío Kolia elevó la voz y dio un manotazo en la mesa-. ¡Ay, Dios mío, somos pobres pero honrados y delicados! ¡Le han untado el morro a bofetadas y tenía prohibido desquitarse! ¡Aguanta! Cumples con tu trabajo y cobras por eso. Si no te gusta, haznos el favor y lárgate. Pero ten en cuenta una cosa, no habrá nadie que te cubra las espaldas. ¿Cuántos fiambres tienes en tu haber? ¿Lo recuerdas todavía? Mientras llevemos todos el mismo collar, el de nuestro patrón, podrás dormir tranquilo. Si te vas, estás acabado. Así que elige.
– Pero si ya he elegido…
– Entonces, deja de quejarte y no me llores más.
– Es que me da coraje… Voy al gimnasio a diario, hago flexiones, lanzo hierros, y todo ¿para qué? ¿Para que un pintamonas me deje como un guiñapo?
– Ay, Saniok, discurres menos que un mosquito. Soberbia, en cambio, tienes de sobra. Fíjate en Slávik: un corredor de coches con experiencia, todo un campeón, pero le han prohibido conducir durante un tiempo y va a todas partes a pie como si tal cosa. Y no lloriquea. Porque sabe que el trabajo es el trabajo. Intenta comprenderlo tú también.
– Vale, no te pongas así. Ya lo he comprendido.
– Pues estupendo -sonrió el tío Kolia aliviado.
Después de mandar al chico a casa, permaneció sentado inmóvil en el pequeño cuartucho situado detrás de la sala del gimnasio. Miró el reloj. Eran las 10.25; dos minutos más y haría la llamada. El tío Kolia se acercó el teléfono, descolgó el auricular y empezó a marcar un número lentamente. Al llegar al último dígito, hizo girar el disco pero en lugar de soltarlo mantuvo el dedo hundido en el agujero hasta que el reloj electrónico señaló las 22.27. Al otro lado de la línea, nadie cogió el teléfono. El tío Kolia contó siete timbrazos y colgó. Volvió a marcar, esta vez esperó hasta que sonó cinco veces, volvió a colgar y marcó de nuevo. Tres timbrazos. Ya estaba. Ya no tenía que hacer más llamadas. La combinación de siete, cinco y tres timbrazos significaba que la misión no había sido cumplida y que se habían presentado dificultades que, sin embargo, no reclamaban ninguna intervención urgente.
Se preocupó de apagar todas las luces, cerró las puertas y se fue a casa.
Al oír el teléfono, el hombre sentado en la silla de ruedas cogió el bolígrafo y anotó escrupulosamente todos los datos en un bloc de notas: el número del teléfono de la llamada entrante, la hora exacta, cuántas veces había sonado el timbre. Dentro de un rato volverían a llamar, primero habría seis timbrazos, luego tres, luego once, y sólo al producirse la cuarta llamada podría descolgar. Le habían prohibido terminantemente contestar a todas las demás llamadas. El hombre de la silla de ruedas seguía las instrucciones a rajatabla porque se daba cuenta de la importancia y gravedad de la tarea que le había sido encomendada.
Tenía treinta y cuatro años, casi diez de los cuales los había pasado en la silla de ruedas. Amaba la técnica y los aparatos de radio, y pasaba los ratos libres montando circuitos electrónicos. Cursó carrera en el Instituto de Radiotécnica y Automática y, cumpliendo un viejo sueño, ingresó en la facultad técnica de la Escuela Superior del KGB; pero no llegó a iniciar los estudios. Junto con sus padres y su abuela fue víctima de un accidente aéreo del que resultó el único superviviente. A partir de entonces, su destino fue la soledad, la silla de minusválido y las muletas, con ayuda de las cuales podía desplazarse, aunque con enorme dificultad, por su piso.
Tras reponerse del golpe que supuso aquel cambio brusco de su vida, intentó dominarse y volver a sus circuitos electrónicos. Desde pequeño le apasionaban las novelas de espías y se dedicó a montar varios artefactos ingeniosos… Ansiaba ser útil, contribuir al fortalecimiento de la seguridad de la patria. Un buen día hizo acopio de valor y escribió al comité, el KGB, invitando a sus especialistas a conocer sus inventos. No le cogió de sorpresa cuando un hombre del comité vino para ofrecerle colaborar con ellos por el bien de la patria.
– Al parecer, usted es diligente y cumplidor -le halagó el representante del comité-, son las cualidades que más valoramos en nuestros colaboradores a cargo de los servicios de contraespionaje. ¿Sabe?, sin duda hay un número inmenso de enemigos que vienen a nuestro país, y tampoco faltan ciudadanos inestables que se dejan reclutar por la inteligencia extranjera. Para impedirles minar la seguridad de nuestra patria, nuestros agentes de contraespionaje vigilan a todos esos elementos. Bien, pues, para brindar a los agentes la máxima protección, para impedir que el enemigo los identifique, necesitamos contar con un sistema de comunicaciones seguro y que permita prescindir de contactos personales. ¿Me sigue?
Por supuesto que le seguía. Había leído toneladas de libros sobre el trabajo cotidiano de los agentes del servicio de contraespionaje y las triquiñuelas del enemigo. Y, también por supuesto, acogió la proposición de ayudar al hombre del comité con entusiasmo.
Sus funciones no eran nada complicadas pero requerían atención y puntualidad. Anotar la hora de la llamada, el número de timbrazos y el teléfono del comunicante, que aparecía en la pantalla del identificador. Nada más. A una hora precisa y siguiendo una secuencia de timbres estrictamente definida, aquel hombre del comité le llamaba, y el minusválido le informaba sobre las llamadas recibidas y la hora a la que se habían producido.
Una de las condiciones de ese trabajo bien remunerado en provecho de la patria era el aislamiento total del minusválido. A diario, el hombre del comité le enviaba a su gente, que le llevaba alimentos, medicinas y todo cuanto precisara. Si se sentía mal, el hombre del comité le mandaba a su médico personal. Si necesitaba comprar algo, le bastaba mencionarlo para que le enviaran a domicilio lo mejor de lo mejor de la cosa deseada. Le mandaban libros, tanto novelas como tratados técnicos de radiotécnica, piezas, herramientas, aparatos, todo cuanto le hiciera falta para dedicarse, sin tropezar con el menor problema, al trabajo que amaba. La única privación era que no podía tratar con nadie excepto la gente del KGB. El minusválido ni siquiera conocía su propio número de teléfono, para no ceder a la tentación de dárselo a alguien.
No sabía ni podía saber que en el KGB se rieron de su carta y que la echaron a la papelera. Pero un funcionario desarrugó aquellas hojas y decidió utilizar al enfermo para sus propios fines, que no tenían nada que ver con la seguridad nacional. Tampoco sabía que le cambiaban el número de teléfono varias veces al año.
Hacía lo que le gustaba, creía ser útil y era feliz.