Cuando Nastia regresó del piso de Kartashov a casa, Liosa le dio la lista de los que habían llamado. A pesar de lo avanzado de la hora, optó por devolver una de las llamadas sin esperar hasta la mañana. Bajó al piso de una vecina, Margarita Iósefovna, que gustaba de ver la televisión hasta altas horas de la noche porque de madrugada el canal de Moscú ponía películas clásicas. Nastia marcó el número de Guennadi Grinévich. Lamentablemente, el director no tenía nada esencialmente nuevo que comunicarle. Sus amigos periodistas apenas sabían del novelista Brizac algo más de lo que estaba impreso en las contraportadas de sus libros. Cierto, decían ellos, era un nombre popular, sus libros gozaban de buena aceptación, pero nadie le tenía por un verdadero literato. Un buen artesano, aunque no del todo carente de chispa. Sabía venderse caro, para eso se daba esos aires de misterio. No, ellos, los periodistas, estaban convencidos de que detrás de aquella fachada no se ocultaba ningún criminal secreto, no era más que una argucia publicitaria para avivar el interés de los lectores. «Dios mío -pensó Nastia consternada-, ¿será posible que haya vuelto a dar un golpe en falso? ¿Será posible que haya vuelto a equivocarme?»
El timbre del teléfono despertó a Liosa al instante, y miró a Nastia interrogativamente. Ella movió la cabeza negativamente y se sentó en la cama.
– ¡Diga! -gruñó Liosa con voz somnolienta.
– Le ruego que me disculpe esta llamada a una hora tan tardía -pronunció un agradable barítono-, pero me urge hablar con Anastasia Pávlovna.
– Está durmiendo.
– Despiértela, por favor. Se trata de un asunto realmente muy grave e inaplazable.
– No puedo hacerlo. Se ha tomado un somnífero y me ha pedido que la deje dormir.
– Le aseguro que se trata de algo que es de suma importancia para ella. Espera mi llamada y se disgustará mucho si se entera de que la he llamado y usted no nos ha dado oportunidad de hablar. Está relacionado con su trabajo…
Pero Chistiakov se mantuvo en sus trece. Quizá sí era ingenuo y confiado, como Nastia siempre había creído, pero hacerle cambiar de idea era imposible.
Nastia encendió la lámpara de la mesilla de noche, cogió el bolso, encontró allí el volante de la clínica y se lo enseñó a Liosa. Éste asintió comprendiendo.
– Escuche -imploró con voz quejumbrosa-, está pasando una mala racha, tiene problemas y cosas así. Lleva varias noches sin dormir, le duele el corazón y en general se siente bastante mal. Mañana debe hacerse una revisión en la clínica y no quiere que los médicos la vean en esa forma tan baja. Tiene graduación de mando superior, ¿entiende? Por eso se ha tomado tres pastillas y se ha acostado pronto para que mañana todas las pruebas salgan bien. Le van a tomar la tensión, la va a examinar un neurólogo, le van a hacer un electro. De todos modos, incluso si consiguiera despertarla, no se enteraría de nada.
– Lástima -su interlocutor se mostró sinceramente decepcionado-. De acuerdo, le llamaré mañana. Buenas noches.
– Buenas -masculló Liosa.
Nastia estaba de pie en medio de la habitación, arropada con una gruesa bata. En la penumbra, su cara pálida no parecía viva.
– ¿Eran ellos? -preguntó Chistiakov.
Nastia asintió en silencio.
– ¿Por qué no quieres hablarles? En esta situación carece de importancia que tu teléfono esté pinchado, son ellos mismos los que lo han pinchado.
– No me gusta que traten de intimidarme. Ya estoy suficientemente asustada y no quiero escuchar más historias de terror.
– No acabo de entenderte, Nastiusa. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a esconder la cabeza en la arena como un avestruz?
– No pienso hacer nada. Quieren sacarme de mis casillas. Que se crean que lo han conseguido, que me han metido tanto miedo que no sé qué hacer, que me patinan las neuronas. ¿Qué van a contarme que yo no sepa? ¿Que harán volar el coche de papá? Prefiero no oírlo. Sólo volarán su coche si no cumplo con sus exigencias, de otro modo, no tendría sentido. Lo que hago es impedirles que me planteen esas exigencias.
– No me parece muy inteligente -manifestó Liosa, quien tenía sus dudas-. Pueden abordarte por la calle. ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Les dirás que tú no eres tú y que en realidad estás arriba, charlando con una vecina? Es un disparate.
– No se sabe, Liósenka. Y no, no se me acercarán en la calle, sería peligroso. Si se dejan ver, podremos seguirlos, lo saben muy bien. Lo único que no deja huellas son las llamadas de teléfono. Y de noche, para meter más miedo. Y desde una cabina, para que el identificador de llamadas no muestre el número, por si dispongo del identificador. Y que no duren más de tres minutos, para que no las localicen en el caso de que yo, a pesar de los pesares, se lo haya contado a mi jefe y mi teléfono esté intervenido.
– Escucha, ¿es que no les tienes nada de miedo?
– No lo sabes tú bien el miedo que les tengo, cariño -sonrió Nastia con amargura-. Sólo los deficientes mentales ignoran el miedo porque son incapaces de valorar el peligro en su justa medida y no entienden ni lo que es la vida ni lo terrible que es perderla. Un ser humano normal debe tener miedo siempre que le quede algo de instinto de supervivencia. Por lo demás, soy muy cobarde, y tú lo sabes. Apaga la luz, hazme el favor.
– ¿Por qué?
– Porque pueden estar vigilando las ventanas. Según les has dicho antes, estoy durmiendo.
– Tú duermes pero a mí me han despertado -protestó Liosa.
– No discutas, cielo -dijo Nastia con cansancio-. Apaga la luz, podemos hablar a oscuras.
Volvió a acostarse, se hizo un ovillo y se apretó contra el hombro de Liosa. Éste le acarició la cabeza, la espalda, tratando de tranquilizarla, le cantó nanas, le contó algo en voz de susurro. Por fin, al amanecer, Nastia logró descabezar un sueñecito.
El tío Kolia, atlético, gallardo, sonreía con condescendencia, haciendo destellar su dentadura de hierro mientras miraba al joven de pelo cortado al estilo militar.
– No te angusties, Saniok, no tienes la culpa. Esas cosas suelen ocurrir.
Se sirvió agua mineral en un vaso y se la bebió de un trago. En efecto, Saniok no tenía la culpa. La culpa la tenía el casposo de Arsén, que confiaba ciegamente en «su gente» y no se había molestado en tomar precauciones y comprobar la información recibida. La misión había sido un fracaso, y ahora correspondía buscar otras vías, por ejemplo, mandarle alguna chica despampanante al pintor para que husmeara en su chamizo. A todas luces, el pintor sentía debilidad por el sexo femenino, no bien hubo enterrado a una perica, ya estaba enrollado con otra, hasta el extremo de que tenía que esconderse de ella. ¡Vaya con Borís Grigórievich, vaya con el viudo desconsolado!
– Si supieras las ganas que tenía de largarle un soplamocos -suspiró Saniok tan lastimeramente que el tío Kolia no pudo reprimir la risa.
– Lo has hecho todo bien, Saniok -le elogió-, un ladrón siempre es un ladrón. Tenías que convencerle de que eres un ratero inexperto e inofensivo. No podías armar jaleos.
– Ya, ya, no podía -continuaba lamentándose Saniok-. ¿Tienes alguna idea del meneo que me dio? Está entrenado el pájaro, conoce todos los puntos sensibles. No me dio un soponcio por un pelo.
– Ya lo ves. Si está bien entrenado, en un santiamén te habría descubierto, habría comprendido que no eres un caco sino un soldado profesional. Basta ya de hacer pucheros. No dejo de sorprenderme con vosotros: sois luchadores de pelo en pecho pero cuando se trata de mostrar la fuerza de carácter, os portáis como las señoritas de Bestúzhev (1).
(1) Nombre del centro más antiguo y tradicional de estudios superiores para mujeres de la época zarista. (N. del t.)
– ¿Como quién? ¿Como qué señoritas?
– Qué ignorante eres, Saniok -suspiró el tío Kolia-. ¿Te acuerdas al menos de las letras todavía?