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Había algo que le impedía salir del despacho del juez de instrucción Olshanski en seguida. No sabía si era el dolor que asomaba a los ojos de Konstantín Mijáilovich o si ese dolor anidaba en su propio corazón, pero era consciente de que no podía y no debía marcharse así como así, sin decir ni preguntar nada. Si existiesen ondas que transmitieran información de persona a persona sin recurrir a medios técnicos, el coronel ya hubiese estado corriendo hacia Petrovka, rogando a Dios que no le dejase llegar tarde. Pero aunque tales ondas existieran, Víctor Alexéyevich no era de la clase de gente que sabía captarlas y descifrarlas, por lo que, luchando con la timidez y la cautela habitual, habló, a pesar de todo, de Lártsev.

La conversación se prolongó un cuarto de hora largo pero le aclaró a Gordéyev muchas cosas.

– Si no se equivoca y Lártsev, en efecto, se alegró cuando le restregó por las narices su falsificación de los protocolos, sólo puede significar una cosa: le molesta el papel que los criminales le obligan a interpretar y supone que ahora que sus apaños han sido descubiertos le dejarán en paz, porque continuar utilizándolo sería arriesgado. ¿Ha empezado a tener más dinero?

– ¿De dónde?

– De allí. No estará trabajando gratis para esa gente, ¿verdad? Konstantín Mijáilovich, hace tiempo que conoce a Volodya, dígame, ¿ha notado algún cambio en su modo de vida durante los últimos meses? Compras importantes, gastos extraordinarios, yo qué sé…

– Yo tampoco lo sé. Quiero pensar que lo sabría si algo así se hubiera producido. Nada más que ayer se lo habría dicho con toda certeza pero hoy no puedo asegurarle nada -contestó Olshanski con voz empañada.

– Perdóneme, sé que le une a Lártsev una gran amistad -dijo Gordéyev con aire culpable-. No tenía que haber empezado esta conversación, me resulta tan dolorosa como a usted. Pero tenemos que pensar también en Anastasia, expuesta a no se sabe qué amenazas, quiero evitar causarle daño y por eso necesito saber todo lo posible para comprender qué es lo que puedo y qué no puedo hacer. Le pido perdón -repitió levantándose de la mesa con dificultad.

«Cuánto he envejecido -pensó el coronel abrochándose con dedos rígidos el pesado abrigo, todavía húmedo de aguanieve-. Me siento apático, se me entumece una mano, me he puesto en pie y la cabeza me da vueltas. Sólo tengo cincuenta y cuatro años pero en dos meses me he convertido en un cascarrabias achacoso. Ay, Lártsev, Lártsev, ¿por qué demonios lo has hecho? ¿Por qué no has ido a verme en seguida? ¿Por dónde te han agarrado?»

Luchando con el mareo, bajó la escalera aferrándose a la barandilla, atento a los peldaños. Y en ese momento comprendió por dónde habían agarrado a Volodya Lártsev. Y también comprendió que a Nastia la habían agarrado por el mismo sitio. Con toda la rapidez que daba de sí su salud, llegó junto al sargento que montaba la guardia en la entrada de la Fiscalía y, sin pedir permiso, acercó hacia sí el teléfono.

– ¿Pasha? ¿Dónde está Lártsev?

– En la cárcel, hoy tiene dos interrogatorios allí.

– Encuéntralo, Pasha, encuéntralo por huevos, ahora mismo.

– ¿Y tú dónde andas, por cierto? -preguntó Zherejov con sorna-. Habías prometido estar aquí dentro de media hora. ¿No se te habrá olvidado que Morózov está esperándote?

– Se me ha olvidado. Voy para allá, ya estoy en la puerta. ¿Le tienes en tu despacho?

– Ha salido a comprar tabaco.

– Discúlpate con él de mi parte, Pasha, que espere un poquito más. Ya estoy en camino, palabra de honor.

El camino desde la Fiscalía hasta Petrovka no era largo, y el coronel Gordéyev puso mucha voluntad en caminar de prisa. Pero, a pesar de todo, llegó tarde.

CAPÍTULO 14

Nastia se quitó la bata y se puso unos tejanos y un sobrio jersey negro.

– ¿Qué haces? -se sorprendió Liosa-. ¿Va a venir alguien?

– Intento ordenar mis ideas -contestó Nastia con brevedad, y entró en el cuarto de baño.

Una vez allí, se cepilló el pelo meticulosa y largamente, luego lo recogió en un apretado moño en la nuca y lo sujetó con horquillas. Tras estudiar con atención su reflejo, extrajo del pequeño armario de luna varios estuches de maquillaje.

«Soy un bicho malo, arisco, descarado, presuntuoso, frío y calculador», fue repitiendo mientras se maquillaba con brochas delgadas y gordas y con movimientos apenas perceptibles. El trabajo era minucioso y complicado, y cuando tuvo la cara «hecha», los conjuros que había estado pronunciando fructificaron. Ahora desde el espejo la estaba mirando una mujer dura y fría, cuyos ojos no conocían lágrimas; ni su corazón, compasión; ni su mente, dudas.

Permaneció en el cuarto de baño un rato más, luego entró cautelosamente en el salón, procurando que Liosa no le viese la cara, y se colocó delante del gran espejo de cuerpo entero. Erguidos los hombros, recta la espalda, alzada la barbilla, todo el cuerpo como una cuerda tensada. Cerró los ojos tratando de abstraerse de la imagen visual y afinar convenientemente su estado anímico. «La gente es una bazofia, son lo de menos cuando está en juego el bienestar propio. No quiero que Lártsev, enloquecido de dolor, nos fría a tiros a mí y a Chistiakov, y por eso estoy dispuesta a traicionar a todos y todo, con tal de salvar la vida. Su hija me importa un bledo pero comprendo que, si le pasa algo, a mí también me darán el pasaporte. Estoy salvando mi vida. Y sólo trataré con el jefe, todos esos Lártsev, Gordéyev, Olshanski y demás son unos pelagatos, lo mismo que los mamarrachos que están montando guardia en la escalera y en el portal. Unos borregos totalmente prescindibles cuando se trata de salvar la vida de una misma…»

– ¿Qué te pasa? -preguntó Liosa anonadado al ver a su compañera.

– ¿Qué me pasa?

– Despides un frío como si fueras cámara frigorífica. Y la cara la tienes…

– ¿Cómo la tengo?

No podía permitirse una sonrisa, que la hubiese apartado del tono emocional que tanto le había costado forjar.

– Extraña. Parece tuya pero al mismo tiempo no lo es. Tienes la cara de la reina de las nieves.

– Es como debe ser. Bueno, me voy. Espera aquí quietecito, no hagas nada.

Abrió la puerta con resolución y se plantó en el umbral sin pisar el rellano. En seguida llegó desde abajo el suave ruido de unas pisadas, sobre la barandilla emergió la cabeza del rubio simpático de ojos límpidos y labios gordezuelos. La cara angelical no despistó a Nastia, que se fijó en la elasticidad de sus andares, en los músculos henchidos, en el cuello estirado y alerta. «Tropas de paracaidistas», le clasificó en el acto, y dijo bajando la voz:

– Acércate más.

– ¿Para qué? -preguntó el rubio también en voz baja, pero no se movió del sitio.

– Te digo que te acerques.

En su voz había suficiente metal para que el centinela le obedeciese. Subió unos escalones, tras lo cual sacó la pistola y avanzó dos pasos más.

– Diles que me llamen -dijo Nastia con la misma frialdad.

– ¿A quién? -preguntó el rubio desconcertado.

– Esto no es asunto mío. Necesito a Diakov. Que me lo manden aquí.

– ¿Para qué?

– Y esto no es asunto tuyo. Tú eres un pobre peón, te han ordenado vigilarme, nada más. Que me llamen y les explicaré para qué quiero a Diakov. Espero diez minutos.

Retrocedió al recibidor y cerró la puerta sin excesiva brusquedad, para que sus movimientos no parecieran nerviosos, pero tampoco demasiado despacio.

– Asia, ¿qué es lo que ocurre? -preguntó Chistiakov pidiendo explicaciones y cerrándole el paso.

– Cállate -masculló ella apartando a Liosa y entrando en la habitación, donde se apostó junto a la ventana.

– ¡Asia!

– Te lo pido por favor, no me estorbes. Me cuesta muchísimo concentrarme, me distraes -declaró Nastia con frialdad.

Liosa se retiró a la cocina dando un portazo. «Maldito bicho -pensó Nastia-, hay que ver qué mal bicho eres. Pero quién sabe, tal vez sea para mejor. Menuda diva de teatro de provincias. Aguanta el tipo, amiga, ya le pedirás perdón. Han pasado dos minutos, faltan ocho. El chico que había ido a la farmacia ha doblado la esquina. Seguramente estará en una cabina, llamando. O tal vez tiene aparcado allí el coche con la radio. Vamos a ver si estoy en lo cierto. Los policías de seguimiento que siguieron al tipo que había preguntado por mí en la clínica dijeron que llamaba a una hora fija pero que no hablaba con nadie. Tendrán algún sistema complicado para transmitir información obviando el contacto personal. Me gustaría saber qué tal les funcionará ese sistema ahora. Si no tengo razón, me llamarán antes de que pasen los diez minutos. Pero ¿qué sucederá si la tengo? Olvídate de la niña, olvídate de Lártsev, olvídate de todo, estás resolviendo un problema, un simple problema matemático, concéntrate, no te pongas nerviosa, estás salvando tu propia vida, la gente es basura, no se merece que te preocupes por ella, no pienses más que en ti misma. Palabras como "la justicia", "la ley", "el castigo", "el crimen" no existen, has olvidado estas palabras, no las has sabido nunca. Existes tú, existe Chistiakov. Y existe la vida. La vida a secas. Un estado de la proteína. Cuatro minutos. Lo harás todo por complacerles, cueste lo que cueste. Eres una mujer que sabe pensar con serenidad y te das perfecta cuenta de que no podrás con ellos, por eso no debes tratar de combatirlos. Son muchos y tú estás sola. Nadie te criticará, nadie osará criticarte. Cinco minutos…»

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