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Natalia Yevguénievna echó una mirada al reloj. Ya eran casi las nueve. ¿Cuánto tiempo más iba a poder darle la tabarra al agente operativo sin despertar sus sospechas? Ya eran dos las veces en que había estado «al borde de un desmayo», una tercera sería demasiado, no acostumbraba a tensar tanto la cuerda. Había que intentar tirar a Lártsev de la lengua.

– Su mujer estará desesperada -dijo con tono culpable-. Nunca podré perdonármelo… No hay nada peor que el dolor de una madre.

– Mi mujer murió -la cortó Lártsev-. A pesar de todo, Natalia Yevguénievna, vamos a probar una vez más a restablecer todo lo que sabe sobre ese hombre.

Una llave raspó la cerradura, se oyó un portazo.

– ¿Estás en casa, mamá? -oyó Lártsev.

La voz le pareció vagamente conocida.

Se volvió hacia la puerta y su mirada tropezó con la cabeza disecada de un ciervo colgada en la pared. En ese preciso momento se dio cuenta de que había cometido un error monumental e irreparable. La mujer con la que llevaba dos horas hablando no podía ser cazadora. Las lágrimas, los gimoteos y desmayos que le había servido en abundancia no eran propios de una mujer acostumbrada a pasar varias horas de paciente espera en un bosque invernal, sola, al acecho de un jabalí que saldría de entre los árboles para abalanzarse sobre ella; de una mujer que durante una cacería de patos navegaba en la barca por un cañaveral de tallos de dos metros de altura, donde sería fácil desorientarse y perderse; de una mujer que destripaba y desangraba habitualmente las piezas cobradas. Tampoco el perro que estaba en este piso era de caza sino policial, un doberman con pedigrí, que desempeñaba las funciones de un guardaespaldas y estaba adiestrado para proteger al amo e impedir que una visita indeseable entrase en casa. Un cazador de verdad, si podía permitirse un perro, tenía, claro estaba, un podenco, un setter o alguno de los terriers. Si un cazador tenía un doberman, esto significaba que en su vida había cosas mucho más importantes y peligrosas que la caza… Él, Lártsev, había caído en la trampa. Consternado y abatido, cegado por el miedo por su hija de once años, había remoloneado demasiado en dejar intervenir al profesional que llevaba dentro.

Lártsev sacó la pistola pero Oleg Mescherínov, que acababa de entrar en la habitación, tuvo tiempo de descolgar de la pared un fusil. Los dos disparos sonaron simultáneamente.

CAPÍTULO 16

Ocho años atrás… Arsén la llamó y, sin disimular su satisfacción, le comunicó:

– Natalia, le he encontrado a un granujilla encantador. Trece años, listísimo, perfectamente sano física y mentalmente, una cabecita despejada de bobadas y dislates intelectuales. Vaya a verle, la directora la espera.

Sin perder un minuto, Natalia Yevguénievna se arregló y fue volando al orfanato situado en una provincia vecina. La directora, que había recibido previamente una gratificación por dejar examinar al niño a médicos y psicólogos que vinieron de Moscú expresamente para verle, recibió a Natalia con los brazos abiertos y le enseñó encantada toda la documentación de Oleg Mescherínov.

– Es hijo de muy buena familia -se apresuró a informar la directora del orfanato, ya que se había aludido con mucha claridad a los honores y premios que la esperaban si Dajnó accedía a adoptar a Oleg-. Sus padres eran científicos, doctores en ciencias, hace dos años murieron durante una expedición al Pamir. En su familia, nadie padecía enfermedades crónicas, nadie consumía alcohol. El niño recibió buena educación, su carácter se formó armoniosamente, es de natural reposado y conciliador. A decir verdad, Oleg es el chico mejor educado y el más considerado de todos cuantos tenemos aquí. ¿Quiere que le llame?

– Llámele -se dejó convencer Dajnó.

Estaba muy nerviosa. Natalia Yevguénievna era suficientemente sensata para darse perfecta cuenta de que estaba obligada a aceptar a ese niño aun cuando no le gustase en absoluto, porque se trataba de una orden de Arsén. Por más que todo tuviese apariencias de una sincera preocupación por su bienestar, por más que se le presentase como ayuda en su búsqueda del hijo adoptivo, Natalia no quiso engañarse. Comprendía muy bien lo que ocurría.

Aunque el muchacho no le gustase, le adoptaría de todos modos y con esto asumiría una pesada carga hasta el resto de sus días.

La puerta se abrió suavemente y en el despacho de la directora entró un adolescente alto, ancho de hombros, de pelo rubio, mirada serena y mentón voluntarioso.

– Buenos días -dijo sin asomo de timidez-. Soy Oleg Mescherínov. La directora me ha dicho que quería verme.

De un golpe de vista, Natalia Yevguénievna apreció tanto la tensión lacerante como el esfuerzo de voluntad en absoluto pueril que le costaba al adolescente reprimir o, cuando menos, ocultar su emoción.

– Buenos días, Oleg -le sonrió-. Supongo que te habrán dicho que me gustaría adoptarte. Pero, por supuesto, necesito tu consentimiento. Así que, decide tú si quieres ver nuestra casa y conocernos mejor a mí y a mi marido, o si te parece suficiente que conteste a todas tus preguntas aquí y ahora.

– ¿Tiene hijos? -preguntó sin venir a cuento Oleg.

– No -respondió Dajnó.

– Entonces, si me adopta…

– … serás hijo único -terminó por él Natalia Yevguénievna.

– Estoy de acuerdo con la adopción -contestó con firmeza el muchacho.

– Pero si no sabes nada de mí -dijo la mujer desconcertada-. Ni siquiera has preguntado cómo me llamo, a qué me dedico, dónde trabajo… ¿Estás seguro de que quieres tomar la decisión ahora mismo?

– Tengo muchas ganas de llamarla mamá -dijo Oleg con un hilo de voz, y la miró con valentía directamente a los ojos.

En ese instante, Natalia Yevguénievna comprendió muchas cosas sobre el adolescente de trece años que respondía al nombre de Oleg Mescherínov. No todo, quizá, pero mucho, muchísimo. «Ya entiendo por qué Arsén te ha llamado granujilla. Lo eres en efecto, y más que granujilla, todo un granujón. Eres un granuja listo, muy preparado y precoz. A tus trece años ya eres buen conocedor de la naturaleza humana. Se nota que vivías bien en tu hogar paterno, estabas cómodo y a gusto, te querían, te mimaban, te arropaban, te atiborraban de regalos. O tal vez, no te mimaban ni te arropaban sino que respetaban tus aficiones y pequeñas manías, te ahorraban los sermones, no te martirizaban con la superprotección, no estaban pendientes de cada paso tuyo, no te daban la lata con naderías. Has crecido tranquilo y voluntarioso, sabes con máxima precisión qué es lo que quieres en la vida y estás dispuesto a obtenerlo cueste lo que cueste. No amabas a tus padres con un amor irracional y abnegado por el mero hecho de que fueran tus padres. Los amabas como se ama la buena mesa, un sillón cómodo, un buen libro. Para ti eran la fuente de la comodidad y del confort, y cuando murieron y el destino te llevó al orfanato, decidiste hacer todo lo posible con tal de volver a encontrarte cuanto antes en el seno de una familia, volver a contar con un plato de sopa casera, un lecho blando y ropa elegida a tu gusto. Me has preguntado si tenía hijos. Es evidente que te importa ser hijo único para recibir nuestra atención y cariño sin tener que compartirlo con nadie. No nos dedicamos a obras de caridad, somos un matrimonio sin hijos, lo cual significa que podrás dictarnos las reglas del juego, y nosotros las asumiremos sin decir ni pío. ¿Te apetece llamarme mamá? Esto está bien pero no creas que me he derretido al oír la palabra y que he perdido la capacidad de razonar con serenidad. Eres demasiado inteligente para tu edad. Y más granuja de lo que corresponde a tus años. Pero descuida, te adoptaré. Porque siento que somos de la misma sangre…»

– Me alegra que nos hayamos gustado mutuamente -sonrió blandamente Natalia Yevguénievna-. Espero que pueda realizar todos los trámites con rapidez y, si no cambias de opinión, dentro de dos o tres días estaremos viviendo bajo el mismo techo. Pero ¿sabes una cosa, Oleg? Las decisiones tan apresuradas me dan miedo. Deberías reflexionar un poco. Y si te echas atrás, sabré comprenderte y no lo tomaré a mal.

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