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– No me echaré atrás -contestó el chico en voz baja y con gesto grave.

– Bien, pues entonces vamos a decirnos adiós por ahora y me ocuparé del papeleo para formalizar la adopción. Tan pronto como esté todo arreglado te sacaremos de aquí. Hasta pronto, Oleg.

– Hasta pronto… mamá -articuló el muchacho con cierto esfuerzo y, con más soltura, añadió-: ¿Puedo darle un beso?

«¡Menuda sinvergonzonería! -se admiró Dajnó ofreciéndole a Oleg una mejilla-. ¿Dónde lo habrás aprendido, bonito? Una cosa está clara, te comportas como el sueño encarnado. Cualquier mujer que quiere adoptar un niño desea que ese niño haga exactamente lo que tú estás haciendo.»

Mientras conducía con pulso firme el coche por la carretera, pensó en lo que le iba a decir a su marido. Tenía que darle la impresión de que era su opinión la que contaba aunque Natalia Yevguénievna ya había tomado la decisión de adoptar a Oleg. Su corazón no se estremecía de ternura por el chico, como tantas veces había anticipado al imaginarse a un querubín de cabellos ensortijados con hoyuelos en las mejillas y ojitos azules, que, despedía el aroma de leche e inocencia infantil.

Oleg despedía el aroma de voluntad, mente fría y peligro. Pero su marido no tenía por qué saberlo.

Cuando entró en casa, le encontró embelesado delante de la televisión, mirando el fútbol.

– ¿Dónde has estado? -preguntó con indiferencia sin apartar la vista de la pantalla.

– Ahora te lo contaré -contestó Natalia Yevguénievna sonriendo misteriosamente-. Vamos a esperar al intermedio y hablaremos. Entretanto, voy a cenar.

Lo había calculado todo: el marido, agradecido por la comprensión con que trataba su pasión futbolera, se mostraría dócil y sumiso.

– Hoy he estado en un orfanato -empezó con cautela cuando el marido aprovechó el descanso para reunirse con ella en la cocina.

– ¿Por qué has ido sin mí? -preguntó su esposo mirándola con disgusto.- No eres tú sola la que quiere adoptar. También me concierne a mí.

– Perdona, cariño, es que me habías dicho que hoy tenías una operación complicada. No quería molestarte. ¿Sabes?, he visto a un chico extraordinario. Espabilado, independiente, sano, bien educado. Pero, además, ha sufrido una tragedia horrible, perdió a los dos padres a la vez, de modo que su situación anímica no es nada sencilla… En una palabra, no sé qué decisión tomar. ¿Qué me aconsejas? Haremos lo que tú digas.

– ¿Cuántos años tiene el chico?

– Trece.

– ¿Tan mayor es? -se sorprendió el marido.

– Encontrar a un niño de menos edad es más difícil -explicó Natalia con paciencia-. Recordarás lo que hemos padecido cuando buscábamos a un pequeño. En cambio, con los adolescentes todo es más fácil, casi nadie quiere adoptarlos. ¿Qué me dices, pues?

El marido hizo un montón de preguntas a las que Natalia ofreció respuestas explayadas. En un momento se dio cuenta de que el hombre estaba hecho un lío: como era su costumbre, deseaba complacerla y decir lo que ella quería oír pero no acababa de comprender qué era, exactamente, lo que quería que dijera. ¿Le gustaba el muchacho o no? ¿Quería adoptarle o estaba buscando un pretexto para renunciar a la idea? A su vez, Natalia se abstenía de manifestarle su verdadera intención respecto a Oleg para que su esposo, Dios no lo quisiera, no concibiese la sospecha de que le estaba presionando para imponerle su propia decisión. Pero, con sinceridad, ¿le gustaba Oleg Mescherínov a ella misma? Natalia sabía con certeza que el chico no tenía nada en común con la imagen de hijo que ella se había formado y acariciado en lo hondo de su alma atormentada por esperanzas frustradas. Pero también sabía otra cosa: Arsén había elegido al muchacho personalmente, y le había elegido para un destino muy determinado.

La tarea que se le encomendaba a Natalia consistía en educar al chico conforme a las indicaciones de Arsén, llevarle primero a ayudar a Arsén, luego a pensar como él y, más tarde, a combatir a su lado. Que Oleg le gustase o dejase de gustar, que si quería o no ser su madre, eso era lo de menos. Lo único que importaba era que el chico demostrase ser apto para asumir el destino que Arsén le tenía reservado. Natalia no había ido al orfanato a elegir a un niño; se trataba de un juego ritual basado en la fórmula de «ayudarla a adoptar un niño» y celebrado con el fin de tapar un poco el tremendo cinismo de su alianza con Arsén. Había ido al orfanato para valorar al candidato al puesto de funcionario de las fuerzas del orden público que colaboraría con las estructuras criminales. Bueno, el candidato había obtenido una puntuación alta. Ahora faltaba llevar a cabo un juego ritual más, esta vez los jugadores serían ella y su marido, y el guión rezaba; «Eres el más importante de nosotros dos, te toca tomar la decisión a ti.» No se debía ofender al marido de ninguna de las maneras, Arsén se lo había recalcado, y la propia Natalia era perfectamente consciente de ello. El marido era un calzonazos, bailaba al son que le tocaban, bastaba recordar cómo ella misma, con un poco de energía y tesón, había llevado al matrimonio a ese joven guapo, cobarde y soñador. ¡Sí, ella, Natalia, una de las estudiantes menos atractivas, por no decir más feas, de su promoción, que además no tenía ni dinero ni piso en Moscú! Así que tenía que andar con pies de plomo para evitar alejar o enfadar al marido si no quería que se convirtiera en presa fácil de otra mujer. El hombre sabía demasiado para permitirle escaparse del hogar familiar, o mejor dicho, de las garras depredadoras de Arsén. Máxime cuando el marido tenía una profesión tan útil y valorada como la de anestesista. Arsén no podía prescindir de un especialista en este ramo, mientras que buscar y sobornar a uno nuevo sería algo complicado y no exento de peligro.

«Hay que darle a entender que el muchacho me ha gustado, si no, no acabará nunca de decidir nada», pensó Dajnó, y dijo:

– Sabes, a ese chico hay que tratarle con mucho cariño, para ayudarle a superar el drama emocional que ha vivido. Creo que podría hacerlo. ¿Qué opinas?

Y el marido exhaló un suspiro de alivio…

…Hacía seis años… Natalia corre por la resbaladiza acera, jadeando de emoción y ternura. Sobre su pecho, bajo el abrigo de astracán, se estremece un bultito tibio y diminuto, el cachorro que acaba de comprar. Ha escogido entre toda la carnada justamente a ese cabezón porque, nada más verle, sintió una cálida ola de adoración loca expandirse por sus entrañas.

– ¡Mira a quién te he traído! -exclamó triunfalmente irrumpiendo en casa y soltando las solapas del abrigo.

Sobre la cara de Oleg se lee una perplejidad indiferente; luego, un educado interés. Los perros no le gustan. No obstante, media hora más tarde se arrastra de rodillas, junto con Natalia, delante del cachorro, se admira, le habla con voz atiplada, le hace cosquillas con los dedos en la barriguita, le besa en la prominente frente, en los húmedos hocicos.

– Mamá, ¿puedo sacarlo a pasear?

– Puedes, hijo mío, pero será dentro de unos meses. Es demasiado pequeño, no debe andar por la calle, antes tenemos que vacunarle.

– ¿Me dejarás que le dé de comer? Compraré libros sobre perros y lo haré todo estrictamente conforme manda la ciencia. ¿Me dejarás?

– Claro que sí, hijo mío -sonríe Natalia Yevguénievna, que se ha percatado del cambio repentino de la actitud del chico.

«Primero, no le gustan los perros, ahora ya lo sabe, pues al principio, durante unos instantes no ha podido disimular su disgusto a propósito de la aparición de un nuevo miembro en la familia. Segundo, quiere ser el único objeto del amor y las atenciones, y el hecho de la llegada al piso de un nuevo ser que requiere mimos y cuidados no le hace ninguna gracia. Pero ha sabido disimularlo. Ha podido disimularlo. A sus quince años es capaz de pisotear a su verdadero ser para transformarse en el que desea ver su madre adoptiva. Un imitador. El sueño hecho realidad. Éste llegará lejos…»

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