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– Entonces, ¿no sientes nada de celos?

– No, ¿por qué?, claro que los siento. Pero dentro de unos límites razonables. Verás, somos muy buenos amigos. Ya lo sé, nuestra relación no tiene nada de romántica pero llevamos juntos veintisiete años, así que comprenderás… Somos amigos, cosa que a nuestra edad cuenta mucho más. ¿Tienes miedo de que nuestra familia se descomponga?

– Tengo ese miedo.

– Bueno… Una de dos, o mamá encontrará todo cuanto aquí le falta y no volverá a casa, o se divorciará de mí para casarse en Suecia. ¿Qué cambiará esto en tu vida? ¿Que mamá no estará en Moscú? Ahora tampoco está aquí y no hay forma de saber cuándo le vendrá en gana volver. Y otra cosa, dímelo con el corazón en la mano: ¿es que tanto necesitas tenerla a tu lado? Perdona, pequeña, te conozco desde hace tanto tiempo que tengo algo que decirte al respecto. No te hace ninguna falta que mamá viva en Moscú, lo que te molesta es que no le importe vivir lejos de ti. En cuanto a nosotros dos, no dejarás de venir a verme sólo porque haya dejado de estar casado con tu madre, ¿a que no?

– Por supuesto que no, papi. Para mí eres mi verdadero padre. Te quiero mucho, muchísimo -dijo Nastia con tristeza.

– Yo también te quiero a ti, pequeña. Pero no juzgues a mamá. Y a mí tampoco, por cierto.

– Ya lo sé -dijo Nastia asintiendo con la cabeza-. ¿Me la presentarás?

– ¿Es preciso? -se rió Leonid Petróvich.

– ¡Tengo curiosidad!

– Bueno, si tienes curiosidad, te la presentaré. Pero debes prometerme que no vas a preocuparte más.

Nastia no pudo conciliar el sueño hasta la madrugada, pues no paraba de darle vueltas a lo que su jefe, Gordéyev, le había contado. Que la policía se dejara corromper por la mafia no era nada nuevo. Pero mientras esto ocurría a los demás, en otras subdivisiones, en otras ciudades, parecía un hecho de la realidad objetiva que había que tener en cuenta y que no convenía olvidar a la hora de analizar las informaciones y adoptar decisiones. Pero cuando algo así sucedía a su lado, en su propio departamento, y se trataba de sus amigos, el problema perdía su cariz oficial y analítico para convertirse en un conflicto moral y psicológico. Y para resolverlo no bastaba con encontrar una sola respuesta. ¿Cómo trabajar a partir de ahora? ¿Cómo tratar a los compañeros? ¿De quién sospechar? ¿De todos? ¿Tanto de aquellos que no acababan de caerle bien como de los que le resultaban simpáticos y por quienes sentía un sincero afecto? Y, si notaba algo sospechoso en el comportamiento de uno de los compañeros del departamento, ¿qué tenía que hacer? ¿Ir con el cuento al Buñuelo? ¿O callárselo, cerrar los ojos y repetir que no había visto nada? ¿O tal vez debía apartarse, decirse a sí misma que no se traicionaba a los amigos aunque no tuviesen razón y dejar que les ajustasen las cuentas los enemigos? Entonces, ¿quién era enemigo dada la situación? ¿Los inspectores de Asuntos Internos? ¿O, a pesar de todo, el que hacía favores a los criminales en detrimento de la justicia? Dios mío, ¡cuántas preguntas! Y ni una sola respuesta…

CAPÍTULO 2

Era la primera vez que Nastia entraba en el despacho del juez de instrucción de la Fiscalía de Moscú Konstantín Mijáilovich Olshanski. Hacía tiempo que se conocían pero hasta ahora sólo se habían visto en Petrovka, adonde Olshanski acudía con frecuencia. Era un hombre inteligente, un juez con experiencia, competente, concienzudo y valiente, pero por algún motivo, Nastia no acababa de simpatizar con él. Había intentado explicarse su actitud más de una vez pero seguía sin comprender las causas de esa falta de simpatía por Olshanski. Es más, sabía que inspiraba ese mismo reparo a mucha otra gente, aunque todos le reconocían su profesionalidad y competencia.

A primera vista, Konstantín Mijáilovich era la fiel imagen del perdedor patoso: mirada contrita, americana arrugada; se pusiera la corbata que se pusiera, todas llevaban la inevitable mancha de origen incierto; zapatos casi siempre sin limpiar, gafas de montura monstruosamente anticuada. Además, la mímica de Olshanski no podía ser más viva, pues el hombre no controlaba sus facciones, en particular, cuando estaba escribiendo algo. Un observador extraño tenía que luchar por contener la risa al observar sus increíbles muecas y la punta de la lengua, que asomaba entre los labios. Al mismo tiempo, el juez podía mostrarse brusco y descortés, aunque no ocurría a menudo: por extraño que pareciera, se portaba de esta forma casi exclusivamente con los expertos forenses. Su pasión por la criminología rayaba en locura, leía todas las novedades sin despreciar ni las tesis doctorales, ni los materiales de conferencias sobre las aplicaciones prácticas de la ciencia. Durante sus visitas al lugar de un hecho criminal tenía a los expertos literalmente amargados imponiéndoles requisitos inimaginables y planteándoles preguntas de lo más inesperado.

El despacho de Olshanski era un reflejo fiel de su propietario: la superficie abrillantada de la mesa auxiliar estaba cubierta de marcas circulares dejadas allí por vasos de té caliente; la mesa principal rebosaba de papeles y cachivaches en desorden, la pantalla de plástico de la lámpara de sobremesa estaba, a su vez, empantallada por una capa de polvo secular, que había cambiado su color de verde claro a gris opaco. En una palabra, a Nastia no le gustó el despacho.

Olshanski la recibió con amabilidad pero en seguida le preguntó sobre Lártsev. Vladímir Lártsev y Misha Dotsenko eran quienes, durante los primeros nueve días, del 3 al 11 de noviembre, habían sido puestos a la disposición del juez de instrucción para colaborar con él en la investigación del asesinato de Victoria Yeriómina, y Konstantín Mijáilovich esperaba ver a uno de ellos. En el departamento de Gordéyev, todos sabían que Olshanski tenía a Lártsev en gran estima y reconocía su habilidad para los interrogatorios, por lo que solía encargarle que hablara con los testigos y encausados y siempre subrayaba que, cuando era Volodya quien realizaba ese trabajo, los resultados obtenidos eran muy superiores a los suyos propios.

– Estos días Lártsev está ocupado -contestó Nastia reticente-. El caso de Yeriómina lo llevo yo.

Había que reconocerlo: si la noticia decepcionó al juez, supo disimularlo. Extrajo de la caja fuerte el expediente penal y le ofreció a Nastia un asiento junto a la mesa auxiliar.

– Léelo. Tengo que terminar de redactar un sumario. Dentro de cuarenta minutos necesito asistir a un careo y no me quedará más remedio que echarte. Procura que el tiempo te alcance.

El expediente contenía pocos documentos. El dictamen del experto forense: la causa de la muerte, asfixia causada por el estrangulamiento realizado, lo más probable, mediante una toalla (habían sido detectadas partículas de las fibras del tejido en los bordes finos de un pendiente en forma de flor de cinco pétalos). En el cuerpo de la víctima se observaban numerosos hematomas en la zona del pecho y de la espalda, producidos por golpes asestados con una cuerda gruesa o con un cinturón. La aparición de dichos hematomas estaba fechada entre dos días y dos horas antes del fallecimiento.

El protocolo del interrogatorio del jefe de Yeriómina, el director general de la empresa, hacía constar: Vica bebía mucho pero acudía al trabajo sin falta. Naturalmente, a veces salía con alguna extravagancia, como no podía ser menos tratándose de una alcohólica. Por ejemplo, podía marcharse fuera dos o tres días en compañía de un hombre desconocido. Pero aun en estos casos Yeriómina nunca olvidaba pedirle permiso a su jefe, al cual le explicaba sin inhibiciones para qué necesitaba esos dos o tres días. Últimamente se la veía muy cambiada, se había vuelto taciturna, imprevisible, a menudo sus respuestas no tenían nada que ver con las preguntas que se le hacían, o se quedaba con la mirada clavada en el vacío sin oír lo que se le decía. Daba la impresión de padecer alguna enfermedad grave.

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