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Pero Serguey no podía negarle nada a Valia Kosar, su amigo del alma, que tantas veces le había sacado de apuros. Ese mismo día bajó al sótano y buscó el manuscrito a conciencia aunque en balde. A pesar del aparente caos, los papeles estaban almacenados según cierto sistema que todos respetaban. Cada sección de la revista tenía asignado su trozo de pared, a lo largo del cual apilaba sus desechos, y sus zonas de estanterías. Bondarenko registró centímetro a centímetro su territorio pero no encontró la novela del juez de instrucción retirado Smelakov. Intentó recordar: ¿la habría mandado al sótano? ¿Habría resultado aceptable la novelita, merecedora de atención, y la habría dado a leer a un redactor? En este caso, debería preguntarle qué había hecho con el manuscrito.

El redactor en cuestión no recordaba a ningún Smelakov, autor de novela policíaca. Pero Serguey no se desanimó. Si el manuscrito había desaparecido, al diablo con él. Tenía la dirección de Smelakov, se la daría al amigo de Valia y asunto despachado…

– ¿Sabe si Kosar avisó a su amigo? -preguntó Andrei preparando una nueva ración de té fuerte y abriendo un nuevo paquete de azúcar.

– Sí, por supuesto. Había querido llamarle desde allí mismo, desde la redacción, pero se dio cuenta de que se había dejado en casa el papelito con su número. Luego, por la noche del mismo día, me llamó para decirme que su amigo estaba de viaje y que él, Valentín, le había dejado un mensaje en el contestador. Dijo que en cuanto Borís regresara, me daría un telefonazo.

– ¿Lo recuerda bien, dijo «Borís»? -preguntó Andrei.

– Sí, creo que sí… Seguro.

– ¿Cuándo fue esto, se acuerda?

– No me acuerdo de la fecha exacta. Pero fue un viernes. Porque al día siguiente me llamó una joven, me dijo que mi teléfono se lo había dado Kosar y que quería verme a propósito de un manuscrito. Era sábado, tuve que inventar excusas para mi mujer, explicarle que necesitaba ir urgentemente a la redacción. No podía invitar a una joven desconocida a casa, como comprenderá.

– ¿Dónde se vieron?

– ¿Cómo que dónde? En mi trabajo, naturalmente, en la redacción. ¿Se imagina usted la que se armaría si mi mujer hubiese llamado al trabajo y no hubiera estado allí? Divorcio y apellido de soltera en ese mismo instante.

– ¿Y qué ocurrió luego?

– Vino a la redacción. Bueno, aquello fue… Usted la ha visto, ¿verdad? Estaba… para morir y no resucitar jamás. Se me caía la baba y le dije que por ella estaría dispuesto a remover otra vez el sótano entero. Al final le di la dirección del autor, Smelakov. La chica la mira así y asá, luego coge y me dice que le da miedo ir allí sola. Dice que está lejos, que no conoce aquellos lugares, ¿y si se pierde? Le dije que el lunes le pediría a un amigo que me prestara su coche y que la llevaría al pueblo donde vivía Smelakov. Quedamos en que el lunes, alrededor de las diez de la mañana, vendría a la redacción e iríamos juntos. Éste fue el acuerdo.

– ¿Y luego?

– Y luego nada. No se presentó. Y nunca más volvió a aparecer por allí ni a llamar.

– ¿No ha intentado buscarla?

– ¿Para qué? Me interesaba únicamente como mujer guapa pero como no dio señales de vida, comprendí que yo no la atraía. Así que ¿a santo de qué iba a buscarla?

– ¿Estuvo alguien más en la redacción aquel sábado?

– Sí, cinco o seis compañeros.

– ¿Alguien más vio a Vica?

– Todos. Estuvimos en la sala de redacción, allí la gente se reúne a tomarse el té, a charlar, a fumar.

– ¿Se mostró alguien especialmente interesado en su visita?

– ¡Y que lo diga! -se regocijó el redactor-. En seguida tuve clara una cosa, a los tíos se les cortaba el aliento con sólo verla. Todos los colegas de sexo masculino que entraban en la sala al instante hacían cambio de sentido e intentaban quedar con ella. No sé si podría destacar a alguno en particular, todos reaccionaban de la misma manera.

– Serguey, tienes que concentrarte y recordar dos cosas. Primero, la fecha en que ocurrió todo aquello. Segundo, a todos los que aquel sábado estuvieron en la redacción y vieron a la chica. ¿Podrás hacerlo?

Durante un rato largo, Bondarenko estuvo frunciendo el entrecejo, frotándose las sienes, bebiendo a sorbos pequeños el fortísimo té. Al final levantó hacia Andrei unos ojos atormentados.

– No puedo. No tengo dónde agarrarme. Recuerdo perfectamente que era sábado pero la fecha… Tal vez fue a finales de octubre, tal vez a principios de noviembre.

– Kosar murió el 25 de octubre -le recordó Chernyshov.

– ¿De veras? -se animó Serguey-. ¿Seguro que fue el 25 de octubre? Pues claro que sí, el 4 de diciembre celebraron el funeral de los cuarenta días… (1). Y eso sucedía antes de que Valia… antes de que le… En fin, antes de todo aquello.

(1) Según la tradición ortodoxa, el alma del difunto permanece en este mundo durante cuarenta días después del fallecimiento, y al transcurrir este tiempo se celebra un segundo funeral. La tradición se probó tan arraigada que sigue siendo la única que respeta la totalidad de la población rusa, incluidos los ateos más recalcitrantes. (N. del t.)

– Entonces, fue el 23 de octubre -precisó Andrei tras consultar el calendario de su agenda.

Lo de los compañeros que aquel sábado se encontraban en la redacción no fue tan fácil. El redactor sólo pudo nombrar con total seguridad a dos, en cuanto a los demás, tenía dudas. Pero tampoco estuvo tan mal. Disponiendo de esos dos apellidos se podría intentar recuperar a los demás, ya que se conocía la fecha exacta y en la redacción no solían reunirse los mismos colaboradores cada sábado.

CAPÍTULO 10

Algo había cambiado imperceptiblemente en el rostro del coronel Gordéyev. En las últimas semanas andaba mustio, indiferente a todo, incluido el trabajo de su departamento, se quejaba con frecuencia del dolor de cabeza y de corazón. Pero ese día, Nastia vio que en los ojos apagados del jefe se encendía una luz nueva, vio centellear en ellos la vehemencia. «El Buñuelo se ha olido la presa», pensó.

Durante el día anterior y la mañana de ése, Víctor Alexéyevich había hecho lo imposible. Había conseguido averiguar muchas cosas interesantes sobre el gerifalte del partido que en 1970 había ordenado amañar el caso de Támara Yeriómina suprimiendo toda mención de los dos estudiantes que en el momento del asesinato se encontraban en el lugar de los hechos.

Al parecer, Alexandr Alexéyevich Popov, padre de dos hijos bien pudientes y abuelo de tres nietos ya casi adultos, terminaba sus días en una residencia de ancianos. Se rumoreaba que sus relaciones con la mujer eran todo menos cordiales y que, en su día, Alexandr Alexéyevich había estado a punto de divorciarse de ella para casarse con otra, con la que ya había tenido un hijo. La legítima, sin embargo, recurrió al procedimiento de probada eficacia en aquellos tiempos: el marido descarriado retornó al redil guiado por la mano dura del partido y, con el sigilo de rigor, se echó tierra al asunto. No obstante, Popov, haciendo gala de su nobleza de espíritu, nunca dejó de ayudar al hijo extramatrimortial en la medida de sus fuerzas y posibilidades y, si bien no logró salvarle del servicio militar, sí pudo matricularle en un centro de estudios superiores de prestigio.

– Me gustaría saber -musitó Nastia- si era a su hijo a quien quería proteger cuando suprimió a los testigos de la causa criminal…

– Vas por buen camino -asintió Gordéyev-. Si ese Smelakov tuyo no se confunde debido a lo avanzado de su edad, los testigos en cuestión se llaman Grádov y Nikiforchuk. Por desgracia, el experto Rasid Batyrov ha muerto hace mucho, de manera que no podemos contrastar este dato. De momento adoptemos como hipótesis de trabajo el que uno de ellos era el hijo ilegítimo de Popov. Ahora escucha con atención, pequeña. Lo que viene a continuación es aún más interesante.

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