Gordéyev colocó delante de sí los informes del seguimiento de dos hombres: del joven que había entrado en el piso de Kartashov y del individuo que había ido a la clínica a indagar.
Saniok, alias Alexandr Diakov, al salir de casa de Kartashov fue directamente al colegio, a un colegio de enseñanza secundaria común y corriente, que por las noches arrendaba su sala de educación física al club El Varego. No se pudo averiguar qué fue lo que hizo en el colegio pero, unos veinte minutos después de marcharse él, del colegio salió otro hombre, que fue identificado aunque no en seguida. Se trataba de un tal tío Kolia, también conocido como Nikolay Fistín, director de El Varego, cuyos antecedentes penales incluían dos condenas por delitos de desorden público y lesiones. Ya que nadie más salió del colegio hasta el amanecer, se podía concluir con seguridad que era al tío Kolia a quien había ido a ver Saniok. También al tío Kolia se le «acompañó» a casa.
En cuanto al hombre que intentó controlar a Nastia en la clínica, nada fue tan sencillo. Al parecer, tenía experiencia y era cauteloso, por lo que burló la vigilancia sin esfuerzo y como quien no quiere la cosa, sin comprobar siquiera si le seguían. Lo cual significaba que siempre actuaba de este modo, independientemente de que se supiera vigilado o no. Como resultado, lo único que Nastia y Gordéyev tenían de momento en su haber era la descripción de las curiosas relaciones que el hombre en cuestión mantenía con las cabinas públicas.
La noche anterior, Víctor Alexéyevich había obtenido de la Oficina Central de Empadronamiento la lista de todos los Nikiforchuk y Grádov residentes en Moscú.
– Hay menos Nikiforchuk que otros, me ocuparé yo de ellos -dijo el coronel-. A mi edad, trabajar demasiado perjudica la salud. Tú encárgate de los Grádov, y luego haremos la criba.
Le tendió a Nastia un mazo de hojas impresas.
– Partamos del supuesto de que el hijo de Popov no pudo nacer después del año cincuenta, ya que en el setenta ya había hecho el servicio militar y estaba cursando estudios superiores, pero tampoco antes del cuarenta y cinco, porque Popov llegó a Moscú al terminar la guerra y antes de la guerra residía en Smolensk. El asuntillo del hijo extramatrimonial tiene, como denominación de origen, la ciudad de Moscú, me he enterado. En teoría, su amiguete debe de tener la misma edad, tres años arriba o abajo. En el año setenta no podía tener menos de dieciocho, por lo tanto, nació, como muy tarde, en el cincuenta y dos.
Nastia recogió las listas y se marchó a su despacho. Desparramó sobre la mesa montañas de informes estadísticos y materiales de análisis, abrió el cajón central y guardó allí a los centenares de Grádov. Le hubiese gustado cerrar la puerta con llave, como era su costumbre, para poder trabajar tranquilamente, pero era consciente de que ese día precisamente no debía encerrarse. Que entren todos los curiosos, que vean que está preparando para Gordéyev el informe mensual de turno sobre los asesinatos perpetrados en el territorio de la ciudad y los índices de resolución.
Curiosos, lo fueron todos. Bueno, quizá no todos pero sí muchos. En el curso de las dos horas siguientes por su despacho desfilaron, como mínimo, diez compañeros, y a cada uno Nastia le contó pestes de los médicos, que en un tris estuvieron de ingresarla en el hospital; pestes de Olshanski, quien no tenía ni idea de qué hacer con el caso de Yeriómina y encima le amargaba la vida a Nastia; pestes de Gordéyev, quien le había reclamado el informe analítico para el día siguiente; pestes de sus botas, que dejaban pasar agua, por lo que siempre tenía los pies mojados; pestes de la vida en general, que estaba tan achuchada que para qué la quería… Todos asentían con cabeza, se condolían de ella, le reclamaban café, le pedían cigarrillos y no la dejaban trabajar. Cada vez que se abría la puerta, a Nastia apenas si le daba tiempo para cerrar el cajón con un movimiento enérgico del torso. Suerte que al menos no hubo llamadas por la línea exterior.
Cuando la puerta empezó a entornarse una vez más, Nastia pensó que, con toda seguridad, acabaría con el tórax lleno de moretones. Entró Gordéyev.
– ¿Por qué no coges el teléfono? Chernyshov lleva horas tratando de hablar contigo.
Nastia miró el aparato extrañada.
– No ha sonado ni una vez.
Descolgó el auricular del teléfono exterior, se lo acercó al oído y se lo tendió a Gordéyev.
– No hay línea. Silencio sepulcral.
Víctor Alexéyevich corrió hacia la puerta ágilmente y echó la llave.
– ¿Tienes un destornillador?
– ¿Cómo quieres que lo tenga? -le dijo Nastia boquiabierta.
– Boba -dejó caer el Buñuelo, pero en su tono no había malicia-. Tijeras sí tendrás.
Echó una ojeada al enchufe, luego, manejando hábilmente las tijeras, desmontó el teléfono.
– Muy bonito -ponderó escudriñando unos daños apenas apreciables a simple vista en los alambres-. Sencillo y elegante. ¿Te apetece divertirte un poco?
– ¿Para qué? Si yo ya sé quién lo hizo. También usted lo sabe.
– Qué importa lo que sepamos. ¿Y si estamos equivocados? Mírenle, es el más inteligente, el más astuto, el más afortunado, se sale con todo lo que se propone o lo que sus amos le ordenan, mientras que nosotros le decimos amén a todo y le consentimos que nos lleve al matadero como ovejas sin uso de razón. Va siendo hora de que le demos un tironcito a sus neuronas, para que no se le ocurra recelar. Es un profesional experimentado, sabe perfectamente que sólo sobre el papel todo va como una seda, pero en la vida real siempre hay algo que falla, algo que se tuerce. Que se entretenga, que se devane los sesos: ¿cuándo ha cometido un error?
– De todas formas, no lo entiendo. -Nastia se encogió de hombros-. ¿Qué esperaba? Pude haber descubierto que el teléfono no funcionaba hacía tiempo. Ha sido pura casualidad que yo no tuviera que llamar a nadie.
– ¿Y qué habrías hecho al descolgar y no oír el tono?
– No lo sé. Probablemente le pediría a alguien que lo mirase, a ver qué pasaba.
– ¿A quién, exactamente?
En los labios de Nastia retozó la risa.
– Tiene toda la razón, Víctor Alexéyevich, se lo habría pedido justamente a él. Primero, porque su despacho está al lado, puerta con puerta. Segundo, todos sabemos que entiende de aparatos y de electrodomésticos. Los demás no paran de llevarle molinillos de café, secadores de pelo, maquinillas de afeitar y otros chismes, para que se los repare. Por cierto, tiene un juego de destornilladores, se los deja a todo el mundo. De una forma u otra, mi teléfono no se le escaparía.
– Eso, eso mismo -convino Gordéyev-. Lo miraría y te diría que el problema es tan complicado que no se puede arreglar así como así, que hace falta una pieza especial que tiene en casa y que mañana te la traerá para reparar el aparato. Pero que hoy estarás incomunicada.
– Ya. No quiere que alguien me llame desde fuera. Y no se trata de uno de nuestros compañeros, que tienen una decena de números para encontrarme, entre otros, el suyo, Víctor Alexéyevich, sino de algún testigo o alguien por el estilo, alguien que normalmente sólo dispondría de un número, el de este despacho. Yo, por mi parte, en caso de necesidad podría llamar desde otro teléfono. Víctor Alexéyevich, ¿de quién cree usted que quiere protegerme? ¿De Kartashov?
– Todo es posible. ¿Tienes una botella?
– ¿Cómo dice?
El asombro le arqueó las cejas a Nastia.
– Una botella. De licor. ¿Qué clase de detective eres, Kaménskaya? No vales para nada. No tienes destornillador, no tienes botella. Vale, ahora te la traigo.
Minutos más tarde, en el despacho de Nastia empezaron a entrar sus compañeros. Muchos no estaban en el edificio, pues, como es sabido, un detective se gana la vida pateando las calles. Pero se habían reunido unos siete. El último en llegar fue Gordéyev, que con aire de solemnidad sostenía en las manos una botella de champán y una bolsa de plástico en cuyo interior unos vasos tintineaban elocuentemente.