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Arsén juzgó que, de momento, la situación no revestía especial gravedad. Si Kartashov no había preguntado en la redacción por la dirección y el teléfono de Bondarenko, significaba que no daba demasiada importancia a lo que éste podría contarle, ni le urgía hablar con él. Es decir, no veía ninguna relación entre el redactor de Cosmos y la muerte de Vica. Y en este caso no había necesidad de atosigarse. Hacer las cosas con prisas era lo que Arsén más detestaba. Estaba convencido de que los apremios llevaban a tomar decisiones equivocadas e incluso estúpidas. En su juventud había jugado al ajedrez y había adquirido una habilidad envidiable, equiparable a la de un maestro.

Todo esto estaba muy bien pero el tío Kolia y ese chaval suyo… ¿Cómo pudo haber pinchado de este modo? No sólo había incluido en su equipo a un pelagatos que no pudo soportar los cuatro bofetones que le largó un aficionado, un pintamonas, sino que encima se dejó engañar por ese mocoso, no detectó sus mentiras y falsedades, se tragó todos sus cuentos. Le gustaría saber qué había ocurrido en realidad. ¿Fue el propio chaval quien confesó que había ido a por la nota? ¿O el pintor se agazapó en un rincón oscuro, se quedó observando al intruso y, cuando éste encontró lo que buscaba, salió del escondite y le dio una paliza monumental? De otra forma, Arsén no se explicaba el hecho de que Kartashov se presentase, de buenas a primeras, en la redacción y preguntase por Bondarenko. Sólo podía deberse a que hubiera leído la nota. Y el chico era el único que habría sido capaz de conducirle hacia ella. Tenía que hablar lo antes posible con ese Chernomor de pacotilla, el tío Kolia, decirle que le diera un repaso.

En cuanto al pintor, convenía no perderle de vista, por si se le ocurría ir con el cuento a la PCM. Arsén se preciaba de buen conocedor de la naturaleza humana. El hecho de que Borís hubiera ido a la redacción por su propia iniciativa se dejaba interpretar de dos maneras. Podía ser que sólo tuviese el teléfono de Kaménskaya, a la que no había conseguido localizar en todo el día, y por eso había ido a la redacción solo. Si no, podía ser que no creyese necesario decir nada sobre Cosmos ni a Kaménskaya ni a nadie de la bofia. Se imponía la necesidad de averiguar si al día siguiente intentaría comunicarse con Petrovka, en concreto con Kaménskaya. Con un solo día tendría suficiente para aclarar cuáles eran las intenciones del pintor.

Otro pensamiento tranquilizador acudió a la mente de Arsén. Si por el momento Kaménskaya no estaba enterada de nada, le daba tiempo para trabajarse a Smelakov y a Bondarenko. Lo mejor sería conseguir evitar nuevos cadáveres. Ya eran demasiadas muertes…

Andrei Chernyshov pensó que por esa noche había llegado al límite de sus fuerzas y capacidades. Al principio había tenido que camelarse a la mujer de Bondarenko para convencerla de que le dijera dónde andaba su marido enfermo. Luego, tras haber llevado a su terreno a la mujer y encontrar al marido pasándolo bien en la compañía calurosa, incluso calurosísima, de unos compadres de sauna, Andrei quiso presentarse como uno de «los suyos». Se esmeró en ganarse la confianza de Bondarenko y sus amigos, como resultado de lo cual se vio en la necesidad de tener que sacar de la sauna -a rastras, para ser más exactos- al desgraciado del redactor y llevarlo a un piso vacío, las llaves del cual Chernyshov siempre llevaba encima. Después de que volvió a comerle el tarro a la legítima de Bondarenko -el cual estaba como una cuba- para jurarle por el pasado heroico y el futuro radiante de la queridísima policía que Serguey no iba a pasar la noche con una mujer sino que él, Andrei, velaría por su bienestar sin pegar ojo y que a la mañana siguiente su marido, sobrio como una copa de cristal, sería transportado en coche a la cocina de su domicilio familiar. Parafraseando un chiste de Odesa (1), ahora lo único que faltaba era persuadir a Rockefeller: conseguir que Bondarenko volviese en sí, accediese a contestar a sus preguntas y, al hacerlo, no se confundiese demasiado.

(1) El subgénero de «chistes de Odesa» es comparable a los de Lepe en España, o los de belgas en Francia. Este chiste en particular es como sigue. Un amigo pregunta a otro: «¿Te gustaría casarte con la hija de Rockefeller?» «Hombre, claro que sí.» «Bueno, pues, ya está casi hecho. Ahora sólo falta convencer a Rockefeller.» (N. del t.)

Al principio, Chernyshov creyó que sería suficiente con aplicar algunos remedios light: le dio a Serguey tés y cafés bien cargados, le obligó a meter la cabeza bajo el chorro de agua fría. Sin embargo, el resultado de sus esfuerzos fue algo así como descabalado: a medida que el redactor se sostenía en pie con creciente firmeza, su mirada se volvía cada vez más vidriosa y sus palabras menos coherentes. El tiempo iba pasando, la mañana se les echaba encima y las expectativas de obtener una declaración no hacían sino disminuir. Andrei se enfurecía, se ponía de los nervios; luego sucumbió a la desesperación. En el momento en que ésta había alcanzado su punto álgido, se produjo una especie de chasquido de interruptor y la situación se le presentó bajo una luz distinta. «Imagínate que tienes delante de ti a un perro enfermo -se dijo a sí mismo Chernyshov-. No vas a enfadarte con el chucho porque se encuentre mal. Un borracho es lo mismo que un animal enfermo. También él se siente mal y no puede valerse por sí mismo. Y tampoco sabe explicar con un mínimo de sentido dónde le duele. Si Kiril cayese enfermo en plena noche, ¿qué harías?»

La respuesta vino sola. Superando la aversión, Andrei hizo asumir al redactor una postura estable delante del inodoro y le metió dos dedos en la boca. Previsoramente, había colocado al alcance de la mano un bote con cinco litros de solución muy rebajada de permanganato, y fue alternando el vómito provocado con la bebida forzada. Tras concluir el repugnante tratamiento, acostó a Serguey en el sofá y abrió su libreta, donde guardaba anuncios cuidadosamente recortados de la prensa, como: «Pongo sobrio en el acto. Servicio las 24 horas. Visitas a domicilio.» Andrei buscó entre los recortes aquellos que, a juzgar por los números de teléfono, habían publicado los «ensobrecedores» que residían por aquella zona. Llamó a dos, acordó con uno una visita de urgencia y, mientras esperaba la llegada del profesional, se perdió en las conjeturas acerca de si el efectivo que llevaba encima le alcanzaría para pagar sus servicios.

Hacia la mañana, el jefe de redacción de la revista Cosmos Serguey Bondarenko fue capaz de relatar de forma coherente los acontecimientos que habían tenido lugar dos meses antes. Cuando Valia Kosar le habló, con un brillo en los ojos, de la extraña enfermedad que había atacado a la novia de un amigo, Serguey se acordó en seguida de haber leído en alguna parte algo muy parecido. Hizo memoria y evocó una novela policíaca que había llevado a la redacción un hombre mayor, un antiguo juez de instrucción o algo así. Por algún motivo, Kosar se puso serio en seguida y dijo que había que indagar y descubrir la verdad porque un diagnóstico psiquiátrico no se hacía a la ligera, estaba en juego la vida de una persona, que tal vez gozaba de excelente salud.

– Hagamos lo siguiente -le dijo a Serguey-. Excava en tus montañas de manuscritos y encuentra esa novela; yo, por mi parte, hablaré con unos amigos y les daré tu teléfono para que podáis reuniros. ¿Cómo lo ves?

– Vale -dijo Bondarenko con indiferencia encogiéndose de hombros.

La enfermedad de aquella novia de no se sabía quién le traía sin cuidado y no tenía el menor deseo de hurgar entre los trastos, papeles viejos y manuscritos rechazados que se cubrían de polvo en el sótano de la redacción. Últimamente, los grafómanos proliferaban como la mala hierba. Antes, en la época de estancamiento, no había nada parecido. Pero ahora, cada mes traía un asunto nuevo: unas veces era el partido, otras, los abusos cometidos en los correccionales de trabajos forzados, los gays, el golpe de estado, la corrupción, los secuestros organizados por los traficantes de órganos para trasplantes… Cada nuevo asunto despertaba a la vida una nueva oleada de grafómanos convencidos de que tenían algo que decir al respecto. Los manuscritos llegaban a las redacciones de revistas en avalancha continua pero casi ninguno valía nada y tras echarles una ojeada los mandaban sin más a los sótanos o desvanes.

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