No apartaba la vista de la ventana. El barro húmedo en las aceras, las ropas oscuras y mojadas de los transeúntes, las salpicaduras de suciedad propelidas por las ruedas de los coches en marcha. ¿Sería posible que nada más diez días antes estuviera viendo el radiante sol mediterráneo, palacios de piedra blanca, árboles perennemente verdes, el agua azul de las fuentes, a mamá alegre y al profesor Kuhn enamorado de ella, sería posible que tan sólo hubieran pasado diez días desde que por primera vez en muchos años se sintió libre y feliz?
Se diría que aquello no había ocurrido. Nunca. Desde siempre, su vida transcurría entre el frío, la suciedad, el miedo y el dolor. Incluso en verano. Incluso cuando la espalda le concedía una tregua. De todos modos, su vida era el frío, la suciedad, el miedo y el dolor. Siete minutos. El muchacho vuelve corriendo. Qué de prisa corre el cabrito.
Llamaron a la puerta cuando para el plazo fijado por Nastia faltaba un minuto. Hizo chasquear la cerradura y con gesto mayestático se presentó en el umbral. El rubio paracaidista se había situado, en estricto cumplimiento de las normas tácticas, a unos pasos de la puerta, pues así, si los inquilinos del apartamento llevaban la desacertada intención de abalanzarse sobre el centinela y meterle dentro de un tirón, nunca se saldrían con la suya.
Nastia permanecía en silencio, despidiendo oleadas de soberbia y de helado desprecio. En los ojos no debe leerse la interrogación, hay que estar segura de una misma y dominar la situación a la perfección.
– Me han pedido que le pida disculpas -dijo el rubio en voz baja y bien templada-. Lo que ha solicitado se hará dentro de veinte minutos.
– No te confundas, pequeño -contestó con gélida altanería-. No he solicitado nada, he exigido.
Con gesto ostensible miró el reloj.
– Pero cumples bien con tus obligaciones, no has rebasado los diez minutos. Entra y coge una empanadilla, allí en el estante, te la has ganado.
Un paso atrás, el débil chasquido de la cerradura de la puerta.
Apoyó la frente en la jamba, demasiado cansada para moverse. Hijos de puta, le imponían veinte minutos de tensión más. No los aguantaría. Veinte minutos de espera y después tenía que llevar a cabo las negociaciones. La conversación iba a ser breve porque no se arriesgaban a hablar largamente, y esos minutos tenían que alcanzarle para explicárselo todo con la máxima claridad: lo aceptaba todo, quería hacer lo que más les conviniese. Era preciso que la creyesen. No tendría otra oportunidad. Y no la creerían nunca si siguiera siendo una chica agradable y de buena familia, porque una chica agradable y de buena familia, con buenos estudios humanitarios, nunca pactaría con los criminales. Pero sí podía hacerlo esa pájara sin escrúpulos, fría y calculadora, en que ella, Nastia, tenía que convertirse.
Lentamente, como si llevara un recipiente de cristal lleno de precioso contenido, cruzó el recibidor y se acomodó en el sillón situado delante del televisor, procurando no derramar ni una gota del estado anímico que tantos esfuerzos le había costado crear. Cogió un cigarrillo pensativa, le dio varias vueltas entre los dedos, lo encendió. ¿Por qué iban a cumplir lo solicitado dentro de veinte minutos? Así que el joven sprinter no se había pegado aquella carrera para hacer una llamada. ¿Para qué, entonces? Alguien le estaba esperando a la vuelta de la esquina, y ese alguien sería quien haría la necesaria llamada en el momento oportuno. «¡Vaya con la disciplina que se gastan!» De forma que lo había acertado, utilizaban un sistema complicadísimo de comunicación fuera del contacto personal. De acuerdo, ahora tenía en qué ocupar el cerebro, no iba a desperdiciar el tiempo. Si le hubieran encargado a ella, a Nastia Kaménskaya, montar un sistema así, ¿cómo lo habría hecho?
Le costaba pensar sentada en el sillón y sin tener a mano una mesa y papel. Nastia acostumbraba a reflexionar sobre cuestiones complejas con un café delante y trazando sobre el papel enmarañados esquemas. Pero tendría que ir a buscar el café a la cocina, donde se encontraba Lioska, inmerecidamente vejado y ahora entregado de pleno a su enfado con ella. No era el momento de aclarar las relaciones, necesitaba mantener ese hielo altivo. ¿Qué hacía falta, pues, para recibir información sin que nadie nunca pudiera encontrarte a menos que tú mismo lo deseases?
La respuesta le llegó con sorprendente facilidad. Cierto, organizar un sistema así era muy difícil pero la idea en sí era increíblemente sencilla. Como sumar dos y dos. Y, si todo estaba tal como se lo había imaginado, se podía comprender por qué los agentes destacados por Gordéyev el Buñuelo nunca llegaron a detectar el coche desde el que se escuchaban las llamadas que Nastia hacía desde el teléfono de su casa. Tal coche simplemente no existía. Hoy en día todo el mundo andaba a vueltas con la sofisticada tecnología de última generación y se había olvidado por completo de que la gente seguía siendo lo más importante siempre y en todo. El dinero y la gente. El dinero y la gente podían hacer lo que quedaba fuera del alcance de los medios técnicos más perfectos.
De creer al reloj, habían pasado veintitrés minutos. Eso no estaba nada bien, era feo hacer esperar a una señora…
Cuando sonó el teléfono, Nastia tuvo la satisfacción de comprobar que ni siquiera se había estremecido. Tenía un dominio completo de sí misma.
– La escucho con atención, Anastasia Pávlovna.
La voz seguía siendo aterciopelada pero hoy estaba cargada de notable tensión. Cómo no, ¿qué mosca le habría picado a la desmandada de Kaménskaya, que nunca daba su brazo a torcer, para que les pidiera que la llamaran?
– Seré sumamente breve -contestó con sequedad-. Soy todavía suficientemente joven para que la muerte no me asuste. Su amigo Lártsev no está bien y representa una clara amenaza para mi vida. Por eso tengo el más profundo interés en que no le pase nada a su hija. Necesito que me mande a Diakov.
– ¿Para qué quiere ver a Diakov?
– Se ha dejado coger tontamente en el piso de Kartashov. En los días que quedan, el instructor puede emprender algunas medidas, entre otras cosas, intentar hacer cantar a Diakov. Puesto que sé con exactitud qué huellas ha dejado en el piso de Kartashov, le daré instrucciones sobre qué y cómo debe contestar si le encuentran. Me ha colocado en una situación que me convierte en la primera interesada en evitar patinazos. ¿Me ha entendido?
– La he entendido, Anastasia Pávlovna. Llevarán a Diakov a verla en el curso de una hora. Me alegra saber que somos aliados.
– Buenos días -contestó Nastia sobriamente.
¡Qué burla del destino! Hacía muy poco que Borís Kartashov le había dicho las mismas palabras. También estaba contento de que fueran aliados.
Bueno, ¿cuánto tardarían en dar con Sasha Diakov? En una hora no iban a encontrarle, de eso estaba segura. Dentro de una hora, el agradable barítono le comunicaría consternado que iba a tener que esperar algún tiempo más para hablar con el chico en cuestión. Esta nueva conversación sería más breve aún y sólo le requeriría a Nastia un esfuerzo mínimo. Simplemente, un leve gesto de displicencia. Bueno, tal vez también algo de perplejidad causada por la incapacidad de aquella organización tan seria para localizar con rapidez a uno de los suyos. Podía relajarse.
En la cocina, Liosa trajinaba con los cacharros armando un notable estruendo. Probablemente tenía hambre pero, a pesar del enfado, no quería comer solo, y esperaría a que Nastia se dignase acompañarle. No valía la pena enfadarle más…
Nastia respiró hondo varias veces, distendió los músculos agarrotados de la espalda y de la nuca, adoptó la habitual postura encorvada y abrió la puerta de la cocina. Liosa estaba sentado delante de la mesa puesta y leía un libro apoyado sobre la panera y un bote de ketchup.
– Si crees que te he ofendido y me merezco un castigo, estoy de acuerdo. Pero, por favor, dejemos las medidas educativas para más tarde. Ahora necesito tu cerebro.