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– Ah, aquélla… -sonrió la gordita-, claro que recuerdo. ¿Una rubia alta y delgada, ¿verdad?

– Sí, sí, es ella. Bueno, gracias, bonitas. Ahora podré decirle al jefe con la conciencia tranquila que Kaménskaya no incurre en absentismo laboral. Por cierto, ¿cuánto se tarda en pasar el reconocimiento? ¿Un par de horas?

– Qué va, se tarda un día entero. Hay colas kilométricas para cada médico.

El hombre se entretuvo aún un rato charlando con las chicas de la sección de revisiones y se despidió. Se dirigió a la salida sin mirar atrás, por lo que no advirtió que un par de ojos atentos se habían clavado en su espalda.

– Ha dicho que trabaja en su departamento. De estatura mediana, el pelo oscuro espeso, hombros estrechos. Cara de facciones regulares, guapo, el lóbulo de la oreja derecha tiene un defecto. Una voz fuerte y atiplada.

– No es de los míos -replicó Gordéyev sin vacilar-. Sólo tengo dos chicos guapos, uno es moreno, cierto, pero muy alto, lo de «estatura mediana» no le pega ni con cola. El otro es rubio. Ninguno tiene un defecto en el lóbulo. ¿Qué ocurrió luego?

– Montó en un coche, enfiló hacia el Cinturón de los Jardines. Se comportaba de forma rara. A las once y veinte se detuvo delante de una cabina pública pero no bajó del coche en seguida sino que miró dos veces el reloj. Luego entró en la cabina sin prisas, descolgó, volvió a colgar y se metió corriendo en el coche. Al parecer, el teléfono estaba estropeado y no disponía de tiempo. Arrancó rápidamente y paró junto a otra cabina, se le veía muy nervioso. La segunda vez tuvo suerte, el teléfono funcionaba. Marcó y colgó casi en seguida. No habló con nadie. Volvió a marcar, esperó un poco más y de nuevo nadie le contestó. Llamó por tercera vez, esperó más tiempo todavía y tampoco habló con nadie. Salió de la cabina, subió en el coche y se marchó en dirección a Ismáilovo.

– El tipo llamó a tres sitios y no encontró a nadie en ninguno. ¿Qué tiene de extraño?

– No dejaba de mirar el reloj y, evidentemente, estaba haciendo tiempo para llamar a una hora determinada. De modo que alguien estaría esperando su llamada. ¿Por qué nadie le contestó? Además, no tenía nada en las manos, ni la moneda ni la ficha. ¿Cómo iba a hablar?

– Tienes razón. Necesito pensarlo. No lo perdáis de vista.

– Víctor Alexéyevich, si le han dejado entrar en la clínica, trabaja aquí. No tenemos derecho…

– ¿Has visto su pase? -cortó Gordéyev a su interlocutor con brusquedad.

– No, pero…

– Y yo tampoco. Guárdate tus imaginaciones para ti. Hasta que veas con tus propios ojos su pase y compruebes que no está ni falsificado ni caducado, para ti no es un colaborador sino objeto de vigilancia.

– Bueno, como usted diga.

Borís Kartashov volvió a consultar el mapa.

– Creo que nos hemos pasado la carretera de Oziorki. Tenemos que dar la vuelta.

Hizo el cambio de sentido y un minuto más tarde vieron la carretera que estaban buscando, a dos pasos de la casa de Smelakov.

El juez de instrucción retirado Grigori Fiódorovich Smelakov vivía en una gran casa de dos plantas rodeada de manzanos. En cada detalle se notaba la mano de un dueño hábil y diligente: los arbustos estaban podados con precisión; la valla, recién pintada; el sendero que llevaba del portillo a la casa, bien barrido.

– ¿Le espera el dueño? -preguntó Borís cerrando el coche.

– No.

– Y si no está, ¿qué vamos a hacer?

– Lo decidiremos cuando sepamos que no está -contestó Nastia afectando despreocupación.

En realidad, era perfectamente consciente de que ese día habían ganado tiempo y si no podían aprovecharlo, si Smelakov no estuviera en casa, entonces… No tenía la menor gana de terminar de pensarlo. Era evidente que no podrían repetir con éxito el lapidario truco que esa mañana habían montado en la clínica. «Ellos» esperaban de Nastia movimientos complicados, y ésta era la razón por la que habían logrado ganar algo de tiempo recurriendo a un amaño barato y viejo. Al día siguiente, «ellos» se enterarían de su añagaza, y entonces Nastia no podría ni ir al cuarto de baño sin que lo supieran. De forma que ése era el día D, decisivo para la operación, cuyo desenlace dependía de lo mucho o poco que Nastia llegase a hacer en su curso.

Empujó el portillo con resolución, y al instante apareció en el porche un hombre entrado en años, de hermosa barba y pelo blanco.

– ¿A quién busca?

– ¿Grigori Fiódorovich…?

– Soy yo.

Nastia se acercó al porche y a punto estuvo de sacar del bolso su identificación cuando decidió esperar antes de descubrir su juego.

– ¿Podemos entrar?

– Adelante.

Smelakov se hizo a un lado para dejar pasar a los recién llegados. El interior de la vivienda recordaba un piso de ciudad, confortable e incluso lujoso. Paneles de madera cubrían las paredes, sobre las ventanas había pesadas cortinas de tela cara. En el espacioso salón estaba encendida la chimenea, no una eléctrica sino una chimenea de verdad. Delante de la chimenea había una mecedora y encima de ella, tirada al descuido, una gruesa manta escocesa. Al lado de la mecedora, en el suelo, estaban tumbados dos enormes terranovas que al ver a gente extraña se pusieron de pie y se inmovilizaron, instantáneamente alerta.

– ¡Qué bonita casa tiene! -no se contuvo Nastia.

Su anfitrión sonrió satisfecho. Se notaba que le gustaba cuidar la casa y que se sentía orgulloso de ella.

– ¿A qué debo el placer? -preguntó ayudándola a quitarse el abrigo.

– Grigori Fiódorovich, nos gustaría hablar con usted sobre los acontecimientos del año setenta.

La reacción de Smelakov fue del todo inesperada: una sonrisa de alegría.

– ¡Así que, a pesar de todo, lo han publicado! Yo ya había perdido toda esperanza. Entregué el manuscrito el año pasado y desde entonces no he vuelto a tener noticias de la revista. Pensé que lo habían rechazado. ¿Así que resulta que ustedes lo han leído y les ha parecido interesante? Pues quiero advertirles una cosa: no todo es verdad, me he permitido algunas licencias poéticas. Siéntense, siéntense, voy a hacerles té y en seguida contestaré a todas sus preguntas.

Nastia se asió del codo de Kartashov temiendo desfallecer. Como le ocurría siempre en momentos de revelaciones repentinas, un espasmo vascular le provocaba mareos y debilidad en las piernas.

– ¿Se encuentra mal? -le preguntó Borís susurrando mientras la ayudaba a sentarse sobre el mullido sofá.

– Peor imposible -balbuceó ella apretando contra la frente la mano helada y esforzándose por respirar a fondo-. No es nada, se me pasará en seguida. Borís…

– ¿Sí?

– Creo que lo he entendido todo. Estamos metidos en un lío muy, pero que muy gordo. Puede ser sumamente peligroso. Por eso debe marcharse de aquí, tiene que irse ahora mismo. Yo ya me las apañaré para regresar a Moscú.

– No diga tonterías, Anastasia. Yo de aquí no me muevo.

– Entiéndalo, no tengo derecho a meterle en esto. A mí me pagan por correr riesgos pero usted es ajeno a mi trabajo y puede salir mal parado. Se lo ruego por favor, márchese. Si algo malo le ocurre, en mi vida me lo perdonaré.

– No. No trate de convencerme. Si no quiere hablar en mi presencia, esperaré en el coche. Pero no voy a dejarla aquí sola.

Nastia intentó protestar pero en ese instante el dueño de la casa regresó a la habitación empujando un carrito de servicio.

– ¡Ya está aquí el té! Santo cielo, qué pálida se ha puesto -se impresionó al ver a Nastia-. ¿No estará enferma?

Nastia ya se había recuperado casi del todo e incluso pudo sonreír.

– Siempre estoy así, no haga caso.

Tomaron el té aderezado con menta, hipérico y hojas de airela, mientras Grigori Fiódorovich Smelakov les hablaba del caso del asesinato cometido por Támara Yeriómina. El antiguo juez de instrucción no les ocultó nada: había pasado demasiado tiempo para molestarse con justificaciones. Además, en los últimos años se había puesto de moda escribir y hablar de las arbitrariedades del partido comunista. Se condenaba al partido y se compadecía a las víctimas de su trituradora implacable, por lo que a Smelakov no le parecía ni indecoroso ni arriesgado contar su historia.

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