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Al día siguiente del asesinato, cuando Támara se encontraba ya en las dependencias policiales, uno de los secretarios del comité municipal del partido quiso hablar con él. El juez de instrucción Smelakov abandonó el despacho del secretario con un cargo nuevo, el de jefe del Departamento del Interior de un pueblo de la provincia de Moscú, y propietario de un inmenso piso de cuatro habitaciones. Grigori Fiódorovich, al salir del comité municipal, se dirigió sin dilación al trabajo, extrajo del expediente una parte de los documentos, los sustituyó por otros nuevos, falsificando sobre la marcha las firmas de los testigos jurados y otros declarantes, y llamó al experto Batyrov, el cual le había acompañado durante el examen del lugar del crimen. Batyrov tardó en venir. Al ver la expresión de su cara, Smelakov comprendió que el secretario también le había hablado.

– ¿Qué vamos a hacer, Grisha? -preguntó Batyrov con congoja-. Me han propuesto trasladarme a Kírov. Con ascenso.

– Y a mí, a la provincia de Moscú, y también con ascenso. ¿Has aceptado?

– ¿Cómo no iba a aceptarlo? Si les dijera que no, se me comerían vivo. Recordarían en seguida que mis padres son tártaros de Crimea desplazados.

– También yo he aceptado. Tengo seis hijos y vivimos en dos habitaciones de un piso comunal (1), estamos como piojos en costura.

(1) Piso, habitualmente de construcción antigua y muy espacioso, en el que por escasez de vivienda conviven varias familias compartiendo la cocina, el baño, recibidor, despensas, pasillos, etc., disputándose cada centímetro de estos espacios comunes y repartiendo los quemadores y los turnos para el uso de la bañera. (N. del t.)

– ¿Qué importa esto? -observó el experto con tristeza.

– ¿Y qué es lo que importa?

– Que a nosotros no nos ofrecen nada. Nos ordenan. Los pisos y los cargos son el chocolate del loro, nos los dan para mostrarnos su nobleza, lo espléndidos que son. Nos ordenan falsificar una causa criminal y nos quitan de la vista. Y nosotros cometemos el delito.

– Pero qué dices, Rasid -se inquietó Smelakov-, ¿de qué delito me hablas? No vamos a hacer daño a nadie. Yeriómina es la asesina, es obvio, ni ella misma lo niega. Lo único que quieren de nosotros es que suprimamos de la causa a los testigos que se encontraban en su piso en el momento del asesinato. Pues bien, sus nombres no aparecerán en el expediente. ¿A quién puede perjudicar? Son buenos chicos, estudiantes, se encontraron en el piso de Yeriómina por casualidad, pecados de la juventud, esas cosas ocurren. ¡Estudian una carrera muy especial! Si alguien se entera de que corrían juergas con una fulana alcohólica, la expulsión está asegurada; además, les echarán del Komsomol y ¡adiós, diploma! ¿A qué viene destrozarles la vida a los chavales por una nadería?

– Tal vez tengas razón -concedió Batyrov secamente-. ¿Qué tengo que hacer?

– El protocolo del examen del lugar de los hechos… -se apresuró a contestar el juez-. Mira que no quede ni rastro de que en el piso hayan estado terceros. Sólo Yeriómina y la víctima.

– ¿Y la niña, la hija de Yeriómina?

– Por la niña no te preocupes. Todo el mundo sabe que estuvo allí.

La causa criminal fue remitida a la Fiscalía, Smelakov y Batyrov se marcharon a sus nuevos destinos; uno, a un pueblecito de la provincia de Moscú; el otro, a Kírov. Hacía cuatro años que Grigori Fiódorovich se había jubilado. Sus seis hijos ya eran mayores, estaban afincados en Moscú, tenían sus propias familias. Tres de los hijos se convirtieron en hombres de negocios. Así fue como decidieron vender el piso de cuatro habitaciones y construir para el padre una magnífica mansión, donde el hombre, recién enviudado, estuviera cómodo y a gusto y adonde podrían llevar a sus familias a darse un chapuzón en el cercano lago, a esquiar, a ponerse a tono en una sauna rústica; en pocas palabras, a descansar como Dios manda.

Grigori Fiódorovich no tenía nada en contra de su decisión, todo lo contrario, se alegró de poder realizar al final de sus días un viejo sueño: una casa con chimenea, biblioteca, mecedora y perros grandes, aprovechando que los negocios de sus hijos les aportaban pingües beneficios. Tras organizar la casa a su criterio y gusto, y disfrutar de comodidad y paz, Smelakov decidió hacer su primer pinito literario. Era otro de sus sueños largamente acariciados. Para empezar, escribió varias crónicas de hechos reales, le cogió, como quien dice, el truquillo a la cosa y se atrevió con una novela corta, en la que narró el consabido caso de Támara Yeriómina. Lo contó todo tal y como había sucedido en realidad.

– Y, en realidad, ¿en la pared de la cocina había algo así?

Nastia le tendió el dibujo que Kartashov había realizado basándose en las palabras de Vica. Smelakov asintió con la cabeza.

– ¿Dónde han publicado al final mi novela?

– Me temo que en ninguna parte, Grigori Fiódorovich.

– ¿Ha leído el manuscrito, entonces?

– No, no lo he leído.

Smelakov clavó en Nastia una mirada alarmada y suspicaz.

– En este caso, ¿cómo se ha enterado?

– Antes de contestarle, quisiera leerle algo, si usted me lo permite.

Sacó del bolso La sonata de la muerte, que previsoramente había forrado en papel para ocultar el dibujo de la portada, la abrió en uno de los numerosos sitios marcados por una señal y empezó a traducir. Dos párrafos más tarde levantó la vista hacia Smelakov.

– ¿Le gusta?

– ¿Qué es? -preguntó el hombre con ansiedad-. ¿De dónde lo ha sacado? Es mi texto, es mi novela. Es la vista que se veía desde la ventana de mi despacho. En los muros desconchados del edificio había una enorme pancarta con las palabras «Viva el PCUS». Debajo de la pancarta, unos gamberros habían pintado una esvástica. Y debajo de estos alardes artísticos cada sábado aparecía tumbado el mismo borracho, al que luego metían en el calabozo. Cosas así nadie se las inventa por casualidad, ¿no?

– Escuche un poco más.

Abrió el libro en otra página y tradujo un nuevo fragmento.

– No entiendo nada. Es algo sobrenatural. Los nombres están cambiados, todo en conjunto es distinto pero los detalles, las metáforas, incluso algunas frases, son míos, juraría que sí.

– ¿En qué revista dejó su manuscrito?

– En Cosmos.

– ¿A quién en concreto se lo entregó?

– Ahora se lo diré, aquí tengo todos los datos.

Grigori Fiódorovich abrió un cajón de la mesa, hurgó en su interior y sacó una tarjeta de visita.

– Aquí tiene -dijo tendiéndole la tarjeta a Nastia-. Está apuntado al dorso, a mano. Se llama Bondarenko. Cuando le llevé el manuscrito, tomó nota de mis señas y me dio su teléfono. No encontraba papel para escribirlo, cogió una tarjeta y en el dorso… Dios mío, ¿qué le pasa? Un momento, un momento -se puso a buscar algo con premura en los bolsillos de su chaqueta de lana-, tenía nitroglicerina…

– No hace falta, no se moleste -dijo Nastia con un hilo de voz guardando la tarjeta en el bolso.

Los dedos se negaban a obedecerle, el cierre se negaba a abrirse.

– Ya ha pasado. El ambiente aquí está muy cargado.

El dueño de la casa acompañó a la pareja hasta el coche. Al respirar el aire húmedo y frío, Nastia se sintió mejor.

– Grigori Fiódorovich, ¿no le da miedo vivir solo?

– En absoluto. Tengo perros y una escopeta. Hay vecinos cerca.

– Sin embargo…

– Sin embargo, ¿qué? ¿Hay algo que no me dice?

– Es un profesional y coincidirá conmigo en que es usted mucho más peligroso que la hija de Támara Yeriómina. Sabe mucho más que ella. Y si alguien le tuvo miedo a Vica, tanto miedo que decidió matarla, también usted está bajo amenaza. Comprendo que mi experiencia no puede compararse a la suya, sabe perfectamente, sin necesidad de que yo se lo explique, lo que tiene que hacer y dejar de hacer. No puedo darle consejos pero sí ayudarle si hiciera falta.

– Tiene gracia -sonrió Smelakov-. He estado a punto de decirle lo mismo. Tiene oficio y valor suficientes, es inteligente y, no obstante, no es prudente, un rasgo muy femenino pero que viene al pelo en el trabajo policial. Tampoco yo me tomo la libertad de aconsejarle. Pero si llega el caso, estaré dispuesto a ayudarla.

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