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Nikolay fue corriendo al club, ya que no podía comunicar con Arsén desde ningún otro sitio. En varias ocasiones había intentado llamar desde otros teléfonos pero fue inútil. Sólo una llamada hecha desde el club tenía por consecuencia el que al cabo de un rato Arsén la devolviese. Fistín se dio mucha prisa, pues las horas a las que se podía llamar estaban estipuladas con precisión. Cuando se trataba de transmitir un comunicado urgente, tenía que llamar seis minutos antes de una hora par en punto. El reloj marcaba las 13.45 horas. Si no conseguía llamar dentro de nueve minutos, no recibiría respuesta hasta dentro de dos horas. Pero si llegaba a tiempo, hablaría con Arsén al cabo de unos veinte minutos.

El tío Kolia llegó a tiempo. Marcó el número a las 13.54 horas, según el reloj digital colocado encima de la mesa del cuartucho situado detrás de la sala del gimnasio.

A las 14.15 sonó el teléfono, y Fistín descolgó el auricular con un gesto brusco.

– No me digas que has encontrado a Diakov -dijo la voz burlona del viejo.

– No se lo digo. He encontrado a su rehén. Y tengo una proposición que hacerle. Le devuelvo a la niña, creo que le hace mucha falta para su negocio. A cambio de esto, usted termina el encargo de mi jefe.

– ¿Qué niña? -el asombro de Arsén no parecía fingido-. ¿Qué desvarío es éste?

– La niña del campamento de pioneros -se regocijó el tío Kolia-. Además, los que la custodiaban han cobrado su merecido. Tardará en dar con ellos. ¿Qué me dice pues, acepta mi proposición?

– No sé nada de ninguna niña ni de ningún campamento de pioneros -articuló Arsén en voz baja y bien entonada-. Y te diré otra cosa, Chernomor, vete a tomar viento, ¿quieres?

Las palabras fueron pronunciadas con la misma entonación con que en las mejores casas inglesas se decía: «Hoy hace un tiempo precioso, ¿no le parece?»

Los pitidos del auricular devolvieron a Fistín a la realidad. Otro resbalón, pensó con exasperación. Se había resignado a que nunca iba a comprender a Arsén ni su forma de actuar. Ahora lo único que le preocupaba era ayudar al amo y a la niña al mismo tiempo. Por lo que decidió regresar a la casa de Slávik para intentar, una vez más, dar con el papá policía de Nadia.

Nada de lo que Fistín le había dicho cogió de nuevas a Arsén. Por la mañana, al no recibir la llamada del médico, fue al campamento y examinó el escenario de la carnicería. La niña había desaparecido. Para comprender que aquello no era obra de la policía sino del tío Kolia y sus chicos no hacía falta tener ni dos dedos de frente. La policía le habría tendido allí una emboscada.

En cuanto Arsén volvió a casa, Natalia Dajnó le llamó para contarle la tragedia del día anterior. Oleg estaba muerto. Lártsev, gravemente herido.

Natalia y su marido habían pasado la noche en Petrovka, donde les habían interrogado, preguntando sobre cada detalle de lo ocurrido. La mujer tuvo la presencia de ánimo y sangre fría suficientes para echarle toda la culpa a Oleg. Dijo que Lártsev había venido a verle a él, no a ella. ¡Para qué, no lo sabía. Lo único que le dijo fue que necesitaba hablar con Oleg y se quedó esperándole durante dos horas sin darle explicaciones. Qué más daba, ahora que el muchacho ya no estaba con ellos.

– ¿Crees que Lártsev saldrá con vida? -preguntó Arsén.

– Es poco probable. Las lesiones son demasiado graves. Aunque la operación sea un éxito, permanecerá inconsciente una semana como mínimo, y luego le concederán la invalidez permanente -dio su opinión autorizada la antigua cirujana.

– Bueno, así que disponemos de una semana como mínimo para que tú y tu marido soltéis las amarras -resumió Arsén-. Si dentro de una semana, Lártsev está en condiciones de contar lo que sea, no les servirá de nada. De acuerdo, bonita, por la tarde tendré aclaradas todas las cuestiones, entonces decidiremos cómo hay que actuar. Después de comer, avisa al técnico para que desconecte aquel número. Y dile a Valera que ya no necesitamos escuchar las llamadas de Kaménskaya.

Valera era el ingeniero en jefe de la sucursal telefónica y también comía del pesebre de Arsén.

A la luz de los últimos acontecimientos, Arsén dejó de preocuparse de Nadia. Si Lártsev quedaba fuera de juego por mucho tiempo o, tal vez, para siempre, a él, Arsén, la niña no le hacía ninguna falta. Que Fistín hiciera con ella lo que le saliese de los mismísimos. Esa tarde, el número que utilizaban para comunicar con él tanto el tío Kolia como el amo de éste, Grádov, dejaría de funcionar. Grádov había pasado toda la tarde anterior dando la lata a la gente de la Oficina pero Arsén no le devolvió ninguna de sus llamadas. El pictórico de Serguey Alexándrovich había intentado incluso utilizar a sus amiguetes de la policía para averiguar qué número de teléfono era aquél y dónde estaba instalado pero Natalia Dajnó, como siempre, supo ponerse a la altura de las circunstancias. En aquella sucursal era la única responsable de la asignación y el registro de números disponibles, como también era la única en atender demandas oficiales. Tenía toda la documentación en regla, nadie iba a detectar o reparar en nada jamás. En un principio, podría haberse desconectado el número el día anterior, pues Arsén acostumbraba a hacerlo inmediatamente después de finalizar el trabajo de turno, pero esta vez había necesitado mantener la comunicación abierta, por si Fistín conseguía dar con Diakov. Ahora aquel teléfono ya no le hacía ninguna falta.

Aun en el caso de que la policía detuviese a Fistín o a Grádov, que era justamente lo más probable, nadie podría identificar al misterioso Arsén, y contasen lo que contasen en Petrovka, parecerían unas auténticas engañifas inventadas sobre la marcha con el fin de quitarse su parte de culpa y responsabilidad.

Sin embargo, la conversación con Fistín había molestado a Arsén en serio. ¿Quién se había creído que era ese chorizo? ¡Se permitía regatear sus condiciones! Se pasaba de listo. Maldita escoria humana con dentadura de hierro. Hacía demasiado que no pasaba por el trullo, se le había olvidado que tenía reservado allí un sitio junto a la letrina.

Arsén bajó a la calle, llegó hasta la cabina más próxima, descolgó el auricular y marcó el 02.

– Han secuestrado a la hija de su compañero, del comandante Lártsev. Lo hizo Nikolay Fistín, delincuente habitual que ha cumplido dos condenas y tiene domicilio en la avenida Federativni, número 16, bloque 3 -y colgó.

La llamada telefónica sobre la hija de Lártsev fue recibida en Petrovka antes de que el tío Kolia hubiese tenido tiempo de salir del club. El servicio de seguimiento comunicó que había pasado toda la noche y la mañana siguiente en la calle Obreros Metalúrgicos. De inmediato, un grupo de apresamiento fue enviado a aquella dirección. Una hora después de hablar con Arsén, Nikolay Fistín y el dueño del piso, el corredor de coches Slávik, estaban detenidos, y Nadia Lártseva era trasladada al hospital.

Serguey Alexándrovich Grádov llevaba buscando al tío Kolia desde primera hora de la mañana del 31 de diciembre. Antonina le dijo que había salido a mitad de la noche y no había vuelto.

– En cuanto llegue, dígale que me llame de inmediato -le pidió Grádov.

Pasaban las horas, Nikolay seguía sin aparecer, tampoco se encontraba en el club y nadie sabía dónde andaba. Los malos presentimientos carcomían a Grádov, comprendía que todo cuanto estaba ocurriendo tenía que ver con la negativa de Arsén a cumplir el contrato. Alrededor de las cinco de la tarde llamó, una vez más, a casa de Fistín.

– Serguey Alexándrovich -sollozó Antonina desde el otro extremo del hilo-, la policía ha detenido a Kolia.

En momentos de pánico Grádov era incapaz de pensar con claridad, y precisó varios minutos para darse cuenta de que Kolia Fistín era el último linde que le separaba de las fuerzas del orden público. Si habían detenido a Nikolay, Grádov sería el siguiente. Fiel a su arraigada costumbre, Serguey Alexándrovich intentó elegir entre la gente de su entorno a alguien en quien podría confiar y a quien podría encargar arreglar la situación. Desde su primera infancia contaba con papá, que era todo un padrazo y había protegido a Seriozha hasta casi el día de su boda, luego aparecieron secretarios, asesores, subalternos, ayudantes, lameculos y, al final, Arsén. Toda esa gente le repetía al unísono: «Descuide, nos hacemos cargo de todo, todo quedará de la mejor manera.» Ahora tenía que encararse con un hecho desagradable: nadie, nunca más, iba a apechar con sus problemas.

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