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Por suerte, cuando vino Andrei Chernyshov, el despacho ya estaba vacío. Al verle la cara, Nastia comprendió que estaba seriamente enfadado por algo.

– ¿Café? -le ofreció ella.

– No quiero. Escucha, Kaménskaya, es probable que seas una detective genial, pero ¿a qué viene hacerme quedar como un idiota? ¿Es que de veras crees que eres la única que discurre y los demás somos unos retrasados mentales?

Un mal presentimiento paralizó a Nastia pero hizo un esfuerzo por mantener la calma.

– ¿Qué ha pasado, Andriusa?

– ¿Que qué ha pasado? Sólo tu extrañísima forma de actuar. Cierto, estás al mando de nuestro grupo, Gordéyev te ha nombrado pero esto no te da derecho a ocultarnos información a nosotros, en concreto a mí.

– No te entiendo -replicó Nastia haciendo acopio de sangre fría y sintiendo cómo las manos empezaban a temblarle.

¡Se lo había advertido a Gordéyev, que no podía trabajar conforme las exigencias que le había impuesto!

– ¿Por qué no me has dicho que Oleg había requisado la libreta de Kosar? Imagínate mi situación cuando le pregunto a la viuda sobre la libreta de su difunto marido y me contesta que un joven alto y rubio que trabaja en Petrovka se la ha llevado. Resulta que aquí la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda. Naturalmente, la mujer se encerró en sí misma y no llegamos a ninguna parte. Seguramente, sospechó que yo la engañaba, que no trabajaba con el joven rubio. ¿Cómo debo interpretarlo?

– No sé nada de ninguna libreta -dijo Nastia lentamente-. Oleg no me la ha entregado.

– ¿De veras? -preguntó Andrei receloso.

– Palabra de honor. Andriusa, no trabajo en la policía desde ayer. Créeme, jamás te habría puesto una zancadilla, y menos de esta forma tan burda.

– ¡Será imbécil! -exclamó Andrei con coraje.

– ¿Quién?

– Ese estudiante tuyo, ¿quién si no? Es evidente que ha decidido tomar la iniciativa y hablar por su cuenta con los que figuran en aquella libreta. ¡Quería trabajar con la gente! Por eso lloró tanto cuando le mandaste al archivo, se ha creído que es Nat Pinkerton, maldito mocoso. En cuanto le vea, se enterará de lo que vale un peine.

– Tranquilo, tranquilo, cálmate, ya me encargo yo de que se entere de lo que vale un peine. Por cierto, ya debería estar de vuelta, no sé qué puede estar haciendo tanto tiempo en el archivo.

– Ya verás como tengo razón -continuó hablando Chernyshov con excitación-. No está en el archivo sino corriendo por la ciudad, investigando las amistades de Kosar. ¿Qué te juegas a que es así?

Nastia descolgó el teléfono en silencio y marcó el número del archivo.

– Por extraño que te parezca, has perdido la apuesta -dijo al colgar-. Mescherínov está en el archivo. Y también estuvo ayer, todo el día.

– Ya veremos qué nos trae cuando vuelva -farfulló Andrei, que tras dar salida a su furia empezaba a calmarse.

La desazón reconcomía a Nastia. Hacía unos momentos, hablando con Korotkov del nuevo coche de Igor Lesnikov, había sentido que un frío desagradable le mordía el estómago. Significaba que en su mente acababa de deslizarse un pensamiento importante pero no había conseguido atraparlo y descifrarlo. Ahora estaba dando vueltas a la conversación, repasándola desde el principio hasta el final, esperando repescar aquel pensamiento. Algo la había puesto alerta mientras hablaban. Pero ¿qué era? ¿Qué?

– Creía que querías invitarme a un café -volvió a hablar Chernyshov.

– En seguida te lo hago.

Se puso a preparar el café y mientras enchufaba el infiernillo, sacaba las tazas, las cucharillas y el azúcar, siguió repasando mentalmente los fragmentos de su conversación con Yura Korotkov.

«Es de nuestro Lesnikov. Hace poco ha cambiado de coche…»

«Los padres de Igor se ganan bien la vida…» No, no era esto.

«Su mujer cobra en correspondencia…» En correspondencia ¿a qué? Parecía que lo que buscaba estaba cerca. ¿Qué más dijo?

«Su mujer… modista de alta categoría…»

La cucharilla se estremeció en su mano y derramó parte del café sobre la mesa.

– Andriusa, ¿a qué se dedicaba la madre de Yeriómina? ¿Cómo se ganaba la vida?

– Era sastra. Antes de que se hubiera alcoholizado por completo había sido buena modista. Su primera condena fue por un robo, ¿te acuerdas?

– Sí, lo habías contado. ¿Y qué?

– Robó a una cliente cuando fue a probarse un vestido, le robó allí mismo, en la sastrería donde trabajaba. Le quitó dinero del bolso y la cogieron con las manos en la masa. Cuando salió en libertad, no la readmitieron en la sastrería; intentó buscar trabajo en otras y en todas le dijeron que no. Por aquel entonces no era fácil encontrar trabajo si se tenían antecedentes penales y, por si fuera poco, una niña de corta edad a su cargo. Yeriómina se colocó de portera, obtuvo el piso de la portería y se ganaba un sobresueldo cosiendo para clientes privados.

– ¿Por qué no me lo habías contado antes?

– No me lo habías preguntado.

«Mal hecho -pensó Nasti-. Eres una boba, Kaménskaya, o, para ser más exactos, una estúpida como pocas.»

Eran ya casi las diez cuando Nastia por fin volvió a casa. Al salir del ascensor se acercó cansinamente a su apartamento e insertó la llave en la cerradura. La llave se negó a girar.

Cuando era niña todavía, el padrastro le repetía a menudo: «No te apresures, si hay algo que no entiendes, párate a pensar y luego actúa sin prisas y con detenimiento.» No apresurarse, no ponerse nerviosa, pararse a pensar…

Extrajo la llave e intentó recordar lo que había hecho por la mañana. ¿Pudo haberse olvidado de cerrar la puerta? No, imposible. Era un movimiento que, como otros muchos, se había convertido en automático. Nastia le dio un leve empujón a la puerta. Claro que sí, estaba abierta. El pestillo de la cerradura estaba bloqueado, por eso la puerta no se había cerrado. Qué raro. Nunca utilizaba el botón de bloqueo.

Entornó la puerta con cautela, bajó procurando no hacer ruido al piso inferior y llamó al apartamento de una vecina.

Cuarenta minutos más tarde vino Andrei Chernyshov acompañado del enorme Kiril.

– Adelante -le dijo al perro cuando se acercaron al apartamento de Nastia-. Ve a ver qué pasa allí dentro.

Abrió la puerta de par en par y soltó la correa del collar del perro. Kiril, alerta, entró en el recibidor, examinó detenidamente la cocina, la habitación, se paró unos instantes delante de la puerta del cuarto de baño, delante de la del aseo, escuchando el silencio, olisqueando el aire, y retornó junto al umbral. Olfateó los pies de Nastia, luego regresó al recibidor, dio varias vueltas, salió al rellano y se dirigió con resolución hacia la puerta del ascensor.

– El apartamento está limpio -concluyó Andrei-. No hay extraños aunque sí los hubo, puesto que dentro huele a alguien y no es a ti. ¿Vas a entrar o avisamos a la policía?

– ¿Para qué quiero a la policía?

– ¿Y si te han robado? Si entras, destruirás las huellas de las pisadas.

– ¿Estás loco, Andriusa? ¿Quieres que duerma en la escalera? En el mejor de los casos la policía tardará dos horas en llegar, y al experto forense no lo esperes hasta mañana. Qué te voy a contar, lo sabes tan bien como yo. Vamos adentro.

Entraron en el apartamento. Nastia examinó la habitación. En realidad, allí no había nada que robar, excepto alguna ropa sin estrenar que la madre le había regalado. Todo lo demás difícilmente tentaría a un ladrón.

– ¿Qué dices, pues? -preguntó Chernyshov al ver que Nastia daba el examen por terminado-. ¿Está todo en orden?

Nastia abrió un cajón de la mesa donde guardaba, metidos en un estuche, unos cuantos adornos de oro: una cadena con colgante, un par de pendientes y una pulsera elegante y cara que Liosa le regaló cuando sus trabajos le merecieron un prestigioso premio internacional.

– Todo está en orden -dijo lanzando un suspiro de alivio.

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