– Víctor Alexéyevich -dijo Nastia midiendo cada palabra-. ¿Lo sabe… ya?
Gordéyev le dedicó una mirada cansina y no le contestó. Sólo movió vagamente la mano.
Arsén miraba sin parpadear a su interlocutor.
– ¿Por qué no me ha dicho nada de Brizac desde el principio? -preguntó colérico.
– No creí… No pensé que la cosa llegara a esto -balbuceó aquél.
– Usted no pensó… -repitió Arsén con tirantez-. Ella, en cambio, sí lo pensó. ¿Qué quiere que haga ahora? Esa niña es mucho mas peligrosa de lo que se imagina, yo ya me lo maliciaba. Si me hubiera hablado de Brizac en su momento, habría tomado precauciones. Cuando menos, no se habría ido a Italia.
– Pero si me había asegurado que un hombre suyo estaría en todo momento pisándole los talones. ¿En qué habrá fallado?
– Mal de muchos, consuelo de tontos -observó con una mueca despectiva Arsén.
– Desde el principio tenía que abstenerme de tratar con usted y hablar únicamente con los que vigilan al juez de instrucción. Le pago a usted un pastón y su gente la ha pifiado -apuntó furioso el interlocutor de Arsén.
– Mi gente hace todo cuanto puede pero hay una cosa que no puede hacer, y es colocarle un candado al cerebro de Kaménskaya. Comprenda por fin una cosa bien sencilla: mientras les llevábamos la delantera, podíamos parar la información perjudicial para nosotros. Pero por culpa de su talante reservado, esa moza se ha hecho con la información y ahora tendremos que influir sobre ella directamente para tratar de evitar que le dé alguna importancia. Y esto, amigo mío, es un procedimiento muy arriesgado y no siempre eficaz. Y también el precio será más elevado.
– ¿Me busca la ruina?
– ¡Dios me libre! -exclamó el hombre mayor agitando las manos-. Estoy dispuesto a desentenderme del asunto en cualquier momento. No tengo ningún interés personal en su negocio, soy un simple intermediario. Si no quiere pagarme, no me pague, mis hombres se olvidarán de este caso y se pondrán a trabajar en otro. Tenga en cuenta que nos sobran encargos, no nos morimos de hambre. Así que, ¿cuál es su decisión?
– Dios mío, ¡ojalá pudiera tomar otra decisión! -susurró con desesperación el hombre que ese día no iba ataviado con su elegante traje inglés sino con un pantalón y un grueso jersey de esquí, pues había acudido a la cita con Arsén desde su casa de campo-. Por supuesto, le pagaré pero, por favor, sálveme.
Sentada en su despacho, Nastia miraba con angustia a la ventana, detrás de la cual un diciembre tibio y lleno de barro y charcos se empeñaba en impedir que la ciudad adquiriera un aspecto atractivamente invernal y navideñamente festivo. El estudiante Mescherínov no había vuelto aún del archivo. Al parecer, le había llegado al alma lo que Nastia le había contado sobre las dificultades que entrañaba el estudio de sumarios penales y se había propuesto cumplir su cometido con esmero y meticulosidad.
Mirando a los automóviles aparcados delante de la valla de hierro forjado, se fijó en un BMW rojo, recién salido de fábrica, que antes nunca había visto por allí. Por reflejo clavó la vista en aquella mancha roja, llamativa en medio de la calle gris y sucia, y continuó absorta en sus reflexiones sobre el caso de Yeriómina y el comportamiento que debía adoptar respecto a sus compañeros.
– ¿En qué piensas, pensadora? -sonó la voz de Yura Korotkov, aquel joven que malvivía junto con toda su familia y la suegra hemipléjica en un apartamento diminuto y esperaba con paciencia a que crecieran los hijos de su amiga para poder casarse con ella.
– En nada especial -sonrió Nastia-. He visto un nuevo BMW en la calle e intento adivinar quién habrá venido a nuestra cueva en un cochazo como éste.
– ¿No lo sabes? -se extrañó Yura-. Es de nuestro Lesnikov. Ha cambiado de coche recientemente.
– ¿No me digas? -dijo Nastia, a quien ahora le tocaba extrañarse-. ¿Con esa miseria de sueldo que nos pagan?
Korotkov se encogió de hombros.
– Te gusta tomarles la medida a los ingresos ajenos, ¿eh, Aska? -desaprobó él-. Por si no lo sabías, Igor tiene padres que se ganan bien la vida y está casado con una modista de alta categoría, que trabaja para el mismísimo Záitsev y cobra en correspondencia. De todos nosotros, eres la única independiente, la única que vive a partir de un presupuesto individual, todos los demás tenemos familia, así que, vete tú a saber de dónde sacan los medios.
La puerta volvió a abrirse y en el umbral apareció Igor Lesnikov.
– Vaya, estás aquí, Korotkov, con Anastasia, es que yo llevo una hora buscándote por todos los despachos -le increpó.
– ¡Hablando del rey de Roma…! -se rió Yura-. Justamente estábamos admirando tu coche.
Igor hizo oídos sordos a sus palabras.
– Últimamente casi no te veo -dijo volviéndose hacia Nastia-. Antes te pasabas días enteros encerrada en el despacho pero ahora estás fuera siempre. ¿Trabajas en el caso de Yeriómina?
Nastia asintió en silencio temiendo nuevas preguntas que versarían sobre los detalles de la investigación.
– ¿Y qué tal va eso? ¿Bien? ¿Has descubierto algo?
– Prácticamente nada. Este caso no tiene solución. Iremos dando largas al asunto hasta el 3 de enero, cuando se cumplan los dos meses, luego Olshanski lo parará y mi tormento habrá acabado. Estoy harta de patear las calles, lo mío es el trabajo sedentario.
– Bueno, todo el mundo lo sabe -sonrió Lesnikov-. Sobre tu pereza corren leyendas. Creo que nos estás tomando el pelo a todos, Anastasia.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Nastia, y abrió muchísimo los ojos, luchando contra un desagradable frío que de repente le invadió el estómago.
– Que en vez de trabajar lees novelas francesas. ¿Qué, vas a negarlo? Estos días, cada vez que entro en tu despacho, veo encima de tu mesa esos pequeños libros con tapas abigarradas y letras latinas. Y no se te ocurra decirme que tiene que ver con la solución del asesinato de Yeriómina, no tragaré por allí. ¿Y tú, Korotkov?
– Yo ¿qué? -se desconcertó Yura.
– ¿Te crees que leer novelas francesas ayuda al trabajo policial?
– Yo qué sé. A lo mejor a Aska sí la ayuda. Como tiene esa cabeza tan rara…
La puerta se abrió una vez más y esta vez entró Volodya Lártsev.
– ¡Os he pillado! Un detective se gana el sustento rondando las calles, y vosotros aquí, de palique, con la bendición de Aska.
– Y tú ¿qué haces? ¿Correr el maratón? -rebatió Lesnikov-. Corriendo has venido a buscarte la misma bendición.
– He venido a tratar un asunto de trabajo. Asia, ¿qué número calzas?
– Treinta y siete, ¿por qué? -contestó Nastia desconcertada.
– ¡Magnífico! -exclamó Lártsev-. ¿Tienes botas de esquí?
– En mi vida las he tenido. Sólo una mente enferma podría imaginarme esquiando.
– ¡Vaya, qué lástima! -se disgustó Volodya-. En el curso de preparación física de Nadiusa empiezan a esquiar, y no tiene botas. Las del año pasado ya no le sirven, y comprar botas nuevas sólo para un año es caro. Cuestan un riñón y la mitad del otro, aparte de que el año que viene volverán a quedarle pequeñas. La niña está creciendo. Qué pena -suspiró-, quería pedirte que me las prestaras, mala suerte. Qué le vamos a hacer. Por cierto, Asia, ¿qué tal te va con Kostia?
– ¿Con Olshanski? Normal.
– ¿No te aprieta demasiado?
– No, creo que no.
– Sabes, a veces puede ser un poco cortante…
– De esto sí que me he dado cuenta. ¿Por qué lo dices, te ha hablado mal de mí?
– No, no, qué va, está muy contento con tu trabajo. ¿Con qué lo has cautivado?
– Con mi belleza, que no es de este mundo -bromeó Nastia para zanjar la conversación, que empezaba a ponerla nerviosa.
Cada uno de los tres había intentado, de un modo u otro, hacerla hablar del caso de Yeriómina. ¿De qué se trataba, del simple interés por saber cómo le iba a una compañera o de algo más? ¿Cuál de los tres había querido sonsacarle, movido por ese «algo más»? ¿O estaban en el ajo los tres? «Dios mío -se desesperó Nastia-. Que se vayan, que me dejen en paz. Sólo me falta que uno de mis chicos me llame ahora.»