Tras colocar cada cosa en su sitio se tomó una larga ducha caliente, trajo el teléfono de la cocina, provisto de un largo cable, lo dejó junto al sofá, se tumbó y abrió una de las novelas «rusas» de Jean-Paul Brizac.
– ¡Nastiuja! -exclamó Guennadi Grinévich y le dio a Nastia un fuerte abrazo-. ¿Qué haces tú aquí? Si has estado hace nada… ¿Ha ocurrido algo?
– Necesito un consejo.
Nastia atusó cariñosamente los ralos cabellos del director segundo y le dio un breve beso en el mentón.
– Decías que tenías amigos periodistas en Francia y Alemania.
– ¿Qué necesitas? ¿Piensas sacar a luz algún escándalo? -bromeó Grinévich.
– Necesito información. Existe un escritor, Jean-Paul Brizac. No es ninguna estrella de importancia internacional, aquí nunca se le ha traducido y tengo la impresión de que ni le conocen. Pero es un autor prolífico, dicen que sus obras se venden bien, que sobre todo tiene éxito entre la gente que viaja y quiere distraerse. Me gustaría averiguar más cosas sobre él.
– ¿Es francés?
– Creo que sí aunque no estoy segura.
– Entonces ¿por qué preguntas por los alemanes?
– Tiene una serie de novelas sobre Rusia y me han contado que esta clase de literatura tiene buena acogida entre nuestros emigrantes. Así que he pensado que los periodistas alemanes también estarían enterados.
– En cuanto a lo de los emigrantes, lo que te han dicho es correcto. ¿Qué es lo que quieres saber, exactamente?
– Quiero formarme una idea clara sobre lo que es ese Jean-Paul Brizac. ¿Puedo contar con tu ayuda?
– Haré lo que pueda. ¿Te corre prisa?
– Muchísima.
– Haré lo que pueda -repitió Grinévich con firmeza-. En cuanto sepa algo, te llamaré. ¿Quieres ver el ensayo?
– Gracias, Guena, pero no puedo. Tengo que irme.
Las novelas de Brizac no eran las primeras novelas extranjeras sobre Rusia que leía Nastia Kaménskaya. Es más, entre la cantidad de libros que ofrecían los vendedores ambulantes solía escoger justamente esta clase de publicaciones. Le interesaba saber cómo los autores extranjeros veían y representaban a los rusos. Cada nueva experiencia redundaba en la misma conclusión: la verosimilitud no contaba entre sus virtudes. Ni siquiera los emigrantes, que habían vivido en Rusia muchos años, eran libres de errores a la hora de pintar la realidad rusa actual. En cuanto a escritores tales como Martin Cruz Smith, el autor del famoso best-seller El parque Gorky ni que decir tenía. Al llegar a la página cuarenta, Nastia estaba ya mortalmente aburrida y, sin embargo, hizo un esfuerzo y llegó casi hasta el final aunque nunca terminó el libro, pues no pudo vencer la irritación que le provocaba el sinfín de evidentes mentecateces y disparates que se contaban sobre la vida de Moscú. Más tarde se aplicó a conciencia intentando leer La Estrella Polar y La plaza Roja, obras del mismo Cruz Smith, y volvió a fracasar. Los libros eran francamente malos, y no pudo más que extrañarse de cómo habían llegado a las listas de best-sellers occidentales.
Pero Brizac era otra cosa. Obviamente, pensó Nastia, no era Sidney Sheldon ni Ken Follet pero sus descripciones sorprendían por su veracidad. Se diría que había vivido en Rusia toda su vida, que seguía allí. Le sorprendía la precisión con que indicaba los precios de varios artículos y servicios, incluso en las novelas ambientadas en la Rusia de hacía dos o tres años. Bueno, había periódicos que cada semana publicaban las listas de precios, cualquiera que lo quisiera podía conseguirlos y encontrar allí la información necesaria. Pero las novelas de Brizac contenían también detalles de otra índole, detalles que los periódicos no publicaban y que nadie podía saber si no era basándose en experiencias personales, si no llevaba muchos años codeándose con los jueces de instrucción, detectives, fiscales y jueces, tratando a diario con los dependientes de las tiendas y las amas de casa que hacían cola en esas tiendas. Y también habiendo cumplido una larga condena en una penitenciaría de trabajos forzados, como demostraba una de las novelas más recientes del autor, titulada El regreso triste. Cada vez más, Nastia se reafirmaba en su impresión de que Jean-Paul Brizac era un emigrante ruso. En cuanto a su elegante francés del que tanto alarde hacía en sus libros, era posible que contara con una cuadrilla de traductores y correctores. Y si se ocultaba a los periodistas y fotógrafos, lo haría para mantener la falsa imagen de literato francés.
– Víctor Alexéyevich, tenemos que averiguar si Brizac había estado en Rusia. Quiero comprender de dónde ha sacado la idea de esa puñetera clave de sol color verde manzana. Si no creemos en las fuerzas del más allá y en la clarividencia, no nos queda más que una sola explicación: Vica Yeriómina y Jean-Paul Brizac fueron testigos de un acontecimiento en el que de alguna forma intervino el extraño dibujo. A continuación, Yeriómina empezó a soñar con él y la pesadilla se convirtió en un sueño recurrente, mientras que Brizac, de ánimo más curtido, lo incorporó a su arsenal creativo.
Mientras Nastia hablaba, Gordéyev reflexionaba mordisqueando la patilla de las gafas. Tenía un aspecto aún peor que hacía unos días pero su mirada había perdido la expresión interrogante. «Ahora ya lo sabe», comprendió Nastia. Sí, el coronel Gordéyev ya sabía con certeza, o casi, cuál de sus subalternos se había puesto al servicio de los criminales. Lo único que ignoraba era lo que tenía que hacer ahora y cómo iba a reconciliar el deber profesional con los sentimientos humanos.
– ¿Descartas otras explicaciones? -preguntó el hombre al fin.
– Puede ser que las haya. Pero no las he encontrado todavía. De momento es la única que se me ocurre.
– De acuerdo, me pondré en comunicación con el DVYR. Pero ¿qué vamos a hacer si resulta que Jean-Paul Brizac es un seudónimo y el nombre que figura en su pasaporte es distinto? ¿Has pensado en esta posibilidad?
– He recurrido a la ayuda de un amigo que podrá averiguar si en el mundo de la prensa occidental conocen a ese tal Brizac. Tal vez sepan algo sobre si es seudónimo y cómo se llama de verdad.
– ¿Qué amigo es ése? -preguntó Gordéyev frunciendo el entrecejo.
– Guennadi Grinévich, trabaja como director segundo en un teatro.
– ¿Hace mucho que le conoces? -continuó indagando el coronel.
– Desde que fuimos niños. Pero ¿qué le pasa, Víctor Alexéyevich? -inquirió Nastia sin poderse contener-. ¿Cómo puede vivir si sospecha de todo el mundo? Acabará volviéndose loco.
– En esto tienes toda la razón. A veces creo que ya estoy loco -dijo Gordéyev con un rictus de amargura-. De acuerdo, Stásenka, sigue trabajando. Vuelvo a insistir en lo mismo: ten cuidado, pequeña, guárdate tus conclusiones para ti. No las compartas con nadie, si acaso, hazlo únicamente con Chernyshov, y aun así, únicamente si no queda otro remedio. ¿Entendido?
– Para mí es muy duro, Víctor Alexéyevich -dijo Nastia en voz baja-. Me ha puesto en una situación que me obliga a dar órdenes a los chicos como si yo fuera el gran jefe y ellos unos simples recaderos. Están molestos y con razón. No me sienta nada bien este papel, no tengo madera de mandamás.
– Aguanta, Stásenka -dijo él, y por primera vez en muchos días, la voz del jefe sonó más suave y cálida-. Aguanta. Es necesario para la causa común. Acuérdate de cuando fuiste Lébedeva.
Cierto, Larisa Lébedeva había sido el primero y, sin duda, el más logrado de los papeles interpretados por Nastia Kaménskaya. Chantajista guapa, segura de sí misma, emprendedora, supo tender la trampa y sacar de su madriguera al sicario Gall, a cuyos servicios solían recurrir representantes de cierto altísimo escalafón. En el país había unos cuantos semejantes a Gall, se los podía contar con los dedos. Eran asesinos de clase superior, que cobraban honorarios altísimos y cuyos trabajos nunca llegaban a convertirse en objeto de investigaciones policiales, pues siempre pasaban por un accidente, un cataclismo, una muerte debida a causas naturales o un suicidio. En realidad, la tarea de la chantajista consistía en darle un susto al hombre que podría ordenarle al profesional del asesinato desplazarse a Moscú, y debía hacerlo de tal modo que el cliente se viese en la necesidad de contratar a un mercenario y que eligiese precisamente a Gall y a ningún otro. El equipo encabezado por Gordéyev el Buñuelo desarrollaba su juego, de hecho, a ciegas, a tientas, avanzando a pasitos cautelosos y sin saber si se movían en dirección correcta. El único indicio de que su actuación era la acertada sería que Gall atentase contra la vida de Larisa Lébedeva, es decir, de Nastia. Kaménskaya pasó una semana entera encerrada en un piso extraño y vacío, pendiente del menor ruido en la escalera, esperando con paciencia la aparición del hombre que vendría para matarla. Cuando Gall, en efecto, se personó dispuesto a consumar el asesinato, Nastia-Lébedeva pasó una noche con él a solas tratando de desembrollar sus planes. Y, además de desembrollarlos, obligarle a contárselos en voz alta. Todo cuanto se dijo en aquel piso lo escuchó el equipo de Gordéyev. Pero Gall, de por sí suspicaz, había previsto tal posibilidad y advirtió desabridamente a la chantajista que, si trabajaba para la policía y se atrevía a decir en voz alta algo que resultase peligroso para él, Gall, no le quedaban más de diez o quince segundos de vida, no la salvaría nada ni nadie, aun cuando en el piso de al lado se hubiera emboscado un grupo policial de choque. En efecto, en el piso de al lado se encontraba un grupo de choque en disposición de combate. Pero Nastia tomó la advertencia del asesino en serio y, cuando comprendió lo que se proponía y cómo pensaba actuar a continuación, no se atrevió a contravenir la prohibición e informar sobre los planes inmediatos del criminal a los compañeros, que escuchaban su conversación desde la unidad móvil de interceptación. En lugar de esto inventó un truco ingenioso pero poco menos que imposible, que sólo podría aportar resultados si se producía una concurrencia inverosímil de cierto número de circunstancias: los de la unidad móvil, que escuchaban su conversación con Gall, la conocían bien personalmente, sabían que de adolescente le habían apasionado las matemáticas, que había en su vida un doctor en ciencias, Alexei Mijáilovich Chistiakov, tenían su número de teléfono y no repararían en llamarle a las cuatro de la madrugada. Pero lo más importante era que tenían que captar cierta incongruencia contenida en las palabras de Nastia, ciertas frases y giros que no le eran propios, extraerlos del caudal de su discurso y comunicárselos a Chistiakov. El truco, en efecto, parecía abocado al fracaso pero en aquel momento a Nastia no se le ocurrió nada mejor porque Gall era un asesino de veras inteligente y peligroso, y hubiera sido una tonta incauta si no hubiera hecho caso a sus advertencias. A primera hora de la mañana Gall la llevó fuera de la ciudad; durante el viaje en el vacío tren eléctrico, Nastia se sintió como una oveja conducida al matadero que no tenía ni idea de si su plan había dado resultado o no. Gall la llevó a la casa de campo de su cliente, y allí fue donde Nastia conoció a Andrei Chernyshov y a su asombroso perro, Kiril, que con naturalidad y elegancia la llevó lejos de la emboscada que se le había tendido a Gall. La operación fue coronada por el éxito. Nadie más que Liosa Chistiakov supo cuánta salud le había costado, cuánto tiempo estuvo tomando pastillas porque había perdido el apetito y el sueño por completo, las veces que estuvo a punto de desmayarse por oír un sonido brusco y que cualquier nadería la hacía deshacerse en lágrimas.