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— Una pérdida irreparable — añadí.

— Quizá sea reparable. Tengo algunos proyectos, pero por ahora me los callo.

— ¿Y cómo cazaban los meteoros? — pregunté a Sokolovsky.

— Es una caza divertida — contestó el geólogo—. Yo tuve que cazarlos no sólo en la órbita de la Estrella Ketz y…

— En la zona de asteroides entre las órbitas de Marte y Júpiter — interrumpió Tiurin—, los astrónomos terrestres han hallado poco más de dos mil Asteroides allí. Pero mi catálogo pasa ya de los cuatro mil.

«Estos asteroides son también restos de un planeta, pero más importante que nuestra segunda Luna. Según mis cálculos este planeta era mayor que Mercurio. Marte y Júpiter lo desintegraron con sus atracciones. ¡No lo compartieron! El aro de Saturno es también un satélite suyo que sucumbió destrozado a pedazos. Ya ven cuántos cadáveres hay en nuestro sistema solar. ¿Quién los va a seguir? ¡Ay! ¡Ay! ¡Otra vez estos empujones!

De nuevo miré por la ventanilla sujetándome en el respaldo. A través de ella se veía el mismo cielo negro cubierto de estrellas. Así se puede volar durante años enteros, siglos y el cuadro será el mismo…

De pronto recordé un viaje que hice en un vagón de un tren ordinario con la vieja locomotora de vapor. Verano. Atardecía. El sol se ocultaba tras el bosque dorando las nubes. Por la abierta ventanilla del vagón entraba la humedad del bosque con aromas de acónito y tilo. En el cielo, tras del tren, corre la joven Luna en su cuarto creciente. El bosque deja paso a un lago, el lago a unos promontorios, en ellos están dispersas casas con frondosos jardines. Luego vinieron los campos con aromas de trigo maduro… Cuántas impresiones diferentes, cuánto «movimiento» para los ojos, el oído, el olfato, expresándose según Tiurin. Y aquí, ni viento, ni lluvia, ni cambio de tiempo. Ni noche, ni verano, ni invierno. Siempre esta lúgubre bóveda celeste, el espantoso sol azulado y el clima invariable en el cohete…

No, por interesante que sea estar en el cielo, en la Luna, en otros planetas, yo no cambiaría esta vida «celeste» por la terrestre…

— ¡Pues bien…! La caza de asteroides es una de las más atractivas — oí de pronto la voz de bajo del geólogo Sokolovsky.

Me gusta escucharle. Habla de manera sencilla, como si charlara en casa, en su gabinete, reunido con amigos que han venido a pasar el rato. A él, por lo visto, no le produce ninguna sensación la situación extraordinaria en que nos hallamos.

— Acercándose a la zona de asteroides hay que estar muy atento — dice Sokolovsky—. De lo contrario, es posible que algún «trocito» del tamaño del Palacio de los Soviets de Moscú, o más grande aún, caiga sobre el cohete y…, ¡recuerde como se llamaba! Por eso hay que volar por la tangente, acercándose más y más hacia la dirección de los asteroides… ¡Qué hermoso cuadro! Nos acercamos a la zona de asteroides. El aspecto del cielo cambia… ¡Mire el cielo! En realidad no se puede decir que sea completamente negro. El fondo es negro, pero en él hay una masa compacta de estrellas. Y he aquí que en esta luminosa masa se notan unas rayas oscuras. Es el vuelo de los asteroides no iluminados por el Sol. Algunos dibujan en el cielo trazos luminosos como la plata. Otros dejan rastros de color rojo bronceado. Todo el cielo queda lleno de trazos más o menos luminosos. A medida que el cohete gira hacia la dirección del movimiento de los asteroides y aumenta su velocidad, cuando vuela Casi al igual que ellos, dejan de aparecer rayas. Ustedes se encuentran en un mundo extraordinario y vuelan entre innumerables «lunas» de diversas formas y tamaños. Todos vuelan en una dirección, pero aún siguen avanzando hacia el cohete.

«Cuando alguna de las «lunas» vuele cerca del cohete, podrán ver que no es redonda. Estas «lunas» tienen formas muy variadas. Un asteroide, digamos, parece una pirámide, otro que se acerca tiene forma de esfera, un tercero se parece a un tosco cubo, la mayoría, son sencillamente informes trozos de rocas. Algunos vuelan en grupos, otros bajo la influencia de la atracción mutua, se unen formando como un «racimo de uva»… Su superficie en estos casos varía, puede ser mate, o reluciente como el cristal de roca. «Lunas» a la derecha, «lunas» a la izquierda, arriba, abajo… Cuando el cohete disminuye su velocidad, parece como si las «lunas» de pronto fueran hacia delante, pero cuando el cohete de nuevo adquiere velocidad, entonces ellas parece que frenan. Finalmente el cohete las adelanta y las «lunas» se quedan atrás.

«Es peligroso volar más despacio que los asteroides. Pueden alcanzarte y destrozar el cohete. Por el contrario, es completamente seguro volar en la misma dirección y a su misma velocidad. Pero entonces se ven únicamente los asteroides que te rodean. Parece que todo está inmóvil: el cohete, las «lunas» de la izquierda, las de la derecha, las de arriba y las de abajo. Tan sólo la cúpula celeste avanza lentamente, pues, a pesar de todo, los asteroides y el cohete vuelan y cambian de posición en el cielo.

«Nuestro capitán preferiría volar un poco más veloz que los asteroides. Entonces la masa de asteroides no se echan encima. Y además te mueves entre ellos, entre un enjambre de «lunas», las observas, escoges. En una palabra, intervienes como en el personaje del diablo de Gogol, que quería robar la Luna al cielo. Sólo que pequeña. No tenemos aún la fuerza suficiente para arrancar de su órbita a un gran asteroide y luego arrastrarlo hasta la Estrella Ketz. Tenemos miedo de gastar todo el combustible en la «pelea» y quedarnos prisioneros del asteroide que nos llevaría con él… Los primeros tiempos escogíamos los más pequeños. Era necesario una gran destreza y sangre fría para acercarse al asteroide sin golpes, y tomarlo «en abordaje». El capitán dirigía el cohete de manera que volando a su lado procuraba acercarse lo más posible. Luego los disparos de lado cesaban y poníamos en acción el electroimán: pues casi todos los asteroides, menos los cristalinos, están compuestos principalmente de hierro. Finalmente, cuando la distancia era mínima, desconectábamos el electroimán, dejando que la fuerza de gravedad hiciera lo restante. Al cabo de unos instantes sentíamos un insignificante golpe. Y seguíamos volando junto con nuestro satélite. Los primeros intentos de «abordaje» no siempre salieron a pedir de boca. Algunas veces nos golpeamos bastante fuerte. En estos casos, el asteroide — sin notarlo nosotros— se desviaba de su órbita y nuestro cohete, como era más ligero, salía despedido a un lado, haciéndose necesario maniobrar de nuevo. Luego ya nos dimos maña en «abordar» de manera más limpia. Quedaba sólo «atar» el asteroide al cohete. Probamos de sujetarlo con cadenas, probamos de aguantarlo con electroimanes, pero todo esto no daba resultado. Finalmente, aprendimos incluso a soldar los meteoros a la cubierta metálica del cohete. Para esto nos servíamos de aparatos de soldadura heliógena, aprovechando la energía solar.

— Pero, ¿para esto era necesario salir del cohete? — dije yo.

— Claro. Y salíamos. Incluso hacíamos excursiones por los asteroides. Recuerdo un caso — continuó Sokolovsky riéndose—. Llegamos a un gran asteroide en forma de grandiosa y rústica bomba de piedra un poco achatada. Salí del cohete, me agarré a uno de los ángulos del asteroide e intenté hacer un «viaje» alrededor de aquel mundo. ¿Y qué cree usted que pasó? Pues que en los «polos» achatados de este planeta me podía mantener de pie, pero en el prominente «ecuador» el centro de gravedad se había desplazado y tuve que ponerme cabeza abajo «con los pies arriba». Así caminé por él aferrándome con las manos.

— Sería seguramente un pequeño planeta giratorio y no es que se hubiera desplazado el centro de gravedad, sino la gravedad relativa — rectificó Tiurin—. En la superficie de los polos de rotación la gravedad tiene su máximo valor y la dirección normal hacia el centro. Pero cuanto más lejos del polo, menor es la fuerza de gravedad. Así que una persona que vaya del polo al ecuador es como si descendiera de una montaña, además la pendiente aumenta sin cesar. Entre los polos y el ecuador la dirección de la gravedad coincidía con el horizonte y a usted le parecía que bajaba por una pendiente casi vertical. Más allá ya le parecía el suelo como un techo inclinado y tenía que agarrarse donde podía para no ser despedido del planeta… Desde la Tierra, con los mejores telescopios — continuó Tiurin—, se distinguen planetas con diámetros no menores de seis kilómetros. Pero hay asteroides del tamaño de una partícula de polvo.

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