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— No veo nada de extraordinario en el hecho que haya usted encontrado en la Luna este musgo — dijo pausadamente y en voz baja—. Hay esporas de bacterias y mohos conocidos en la Tierra que pueden soportar temperaturas muy bajas, hasta doscientos cincuenta grados bajo cero, conservando la viabilidad. ¿La respiración? Puede ser intramuscular y al mismo tiempo no es absolutamente necesario el oxígeno, ni aún en forma ligada. Recuerde nuestras azoebacterias. ¿La alimentación? Recuerde nuestras amebas. No tienen ni boca. Si encuentran algo «comestible», lo envuelven con su cuerpo y lo asimilan. Sin embargo, con vuestra «tortuga» la cosa ya es más complicada. Pero no niego la posibilidad de existencia en la Luna de animales aún más complejos. La adaptabilidad de los organismos es casi infinita… Muy bien, ya tenemos una base. Muy pronto vamos a saber sobre el pasado de la vida orgánica de la Luna no menos que sobre el pasado de nuestra Tierra.

Shlikov apuntó algo en su libreta de notas y continuó:

— Ahora, a nuestro trabajo. Nuestra primerísima tarea en la Estrella Ketz, habla de nosotros, los biólogos, consiste en la máxima utilización de las plantas para nuestras necesidades. ¿Qué pueden darnos los vegetales? Ante todo alimentos. Luego purificación del aire y del agua y, finalmente, el material de sus residuos, que tenemos que utilizar hasta la última molécula.

«Tenemos que transformar, cambiar y mejorar las plantas a nuestro gusto, de manera que nos sean útiles. ¿Podemos hacer esto? Sin duda. Y más fácilmente que en la Tierra. Aquí no hay heladas, ni sequías, no hay quemaduras causadas por los rayos del sol, ni vientos. Nosotros podemos crear artificialmente cualquier clima para cualquier planta. La temperatura, humedad, composición del suelo y aire, la fuerza de los rayos solares: todo está en nuestras manos. En la Tierra, en los invernaderos, se puede crear algo tan sólo relativamente parecido a lo que tenemos en la Estrella Ketz. Aquí tenemos rayos cortos ultravioleta que nunca llegan a la superficie de la Tierra. Hablo de los rayos cósmicos. Y, finalmente, la falta de gravedad. Usted, claro, ya sabe cómo actúa la atracción terrestre en el crecimiento y desarrollo de los vegetales, cómo reaccionan contra esta atracción…

— Geotropismo — dije.

— Sí, geotropismo. Las raíces sienten la dirección de la fuerza de atracción terrestre, como la aguja de la brújula, el norte. Y si la raíz se desvía de esta dirección, es sólo en su «búsqueda» de humedad y alimento. ¿Y cómo se opera la división de las células, el crecimiento y formación de las plantas al faltar la fuerza de gravedad? Tenemos aquí laboratorios en los que está ausente por completo la fuerza de gravedad. Por eso nosotros podemos hacer experimentos que en la Tierra son imposibles. Resueltos los problemas aún no esclarecidos de la vida de las plantas, trasladamos nuestro experimento a las condiciones de la ponderabilidad terrestre. Yo querría que usted empezara su trabajo con el estudio del geotropismo. En el Gran Invernadero trabaja de asistente Kramer, en el laboratorio le ayudará la nueva colaboradora Zorina.

Shlikov calló. Yo quería volverme hacia la puerta, pero él me detuvo con un gesto de la mano.

— Los vegetales…, no es todo. Hacemos trabajos interesantísimos en los animales. Allí trabaja Falieev. No estoy muy contento de él. Al principio trabajaba bien, pero en los últimos tiempos parece como si lo hubieran cambiado. Si usted se interesara podría trasladarse allí. Visite, por si acaso, aquel laboratorio, vea lo que allí se hace. Ahora diríjase al Gran Invernadero. Kramer le pondrá al corriente de todo.

Los pesados párpados bajaron. Con un movimiento de cabeza se despidió y se enfrascó en sus apuntes.

XVI — A Kramer se le estropea el carácter

Salí al corredor.

— ¡Camarada Artiomov! ¡Tiene carta! — oí una voz detrás de mí. La joven cartero me tendía un sobre. Lo tomé con avidez. Era la primera carta que recibía en Ketz. El matasellos era de Leningrado. Mi corazón saltaba de emoción.

— Una carta de Leningrado — dijo la joven—. Yo nunca estuve en esta ciudad. Dígame, ¿es bonita?

— ¡Una ciudad extraordinaria! — contesté con vehemencia—. Es la mejor ciudad después de Moscú. Pero a mí me gusta incluso más que Moscú.

Y empecé a describirle con ardor los maravillosos nuevos barrios de Leningrado, cerca de Strellne y de los altos de Pullkovsky, sus admirables parques, pintorescos canales que le dan un parecido a Venecia, su metropolitano, el aire de Leningrado, limpio de todo polvo y del hollín de las fábricas, las cubiertas de vidrio que protegen al peatón del aire en sus innumerables puentes, los parques invernales para los niños, sus museos de primera categoría, sus teatros, bibliotecas…

— Incluso el clima ha mejorado — decía yo—. Se han secado los pantanos de turba de centenares de kilómetros alrededor, los pantanosos ríos y lagos han sido puestos en condiciones, algunos canales de los alrededores de la ciudad han sido tapados y convertidos en paseos, o cubiertos por puentes que sirven de autopista. La humedad del aire ha disminuido y su nitidez ha dado a los leningradenses la posibilidad de recibir más sol. A cada automóvil que llega a la ciudad, le son lavadas las ruedas antes de entrar, para que no lleve a ella barro y polvo. ¡Para qué hablar! ¡Leningrado… es Leningrado!

— Tengo que ver Leningrado sin falta — exclamó la joven y moviendo la cabeza en señal de despedida «voló».

Abría la carta. Mi asistente me comunicaba que el laboratorio iba a terminar la reparación. Se instalaba un nuevo equipo. Que al terminar se marcharía a Armenia junto con el profesor Gabel, ya que habían perdido la esperanza a que yo volviera pronto.

Estaba agitado. ¿Podría dejarlo todo y volver a la Tierra…?

La aparición de Kramer cambió el rumbo de mis pensamientos. Y cuando vi el invernadero, me olvidé en seguida de todo. Éste me causó una fuerte impresión.

Pero no llegué allí tan pronto. Kramer me propuso vestirme con el traje de «buzo», un poco más ligero que el de salida al espacio interplanetario. Estaba además dotado de radioteléfono.

— En el invierno la presión es mucho menor que aquí — me explicó Kramer—. Y en su atmósfera hay mucho más anhídrido carbónico. En la atmósfera terrestre el gas anhídrido carbónico compone tan sólo una tres milésima parte; en el invernadero tres centésimas y en algunos departamentos aún más. Esto ya es dañino para el hombre. ¡Pero para las plantas…! ¡Crecen como en el período carbonífero!

De improviso, Kramer empezó a reír sin causas justificadas, una risa un poco extraña, según me pareció.

— En estas escafandras — dijo después de concluir su racha de risa—, hay teléfono, así que no será necesario acercarnos para hablar. Muy pronto las escafandras de los trajes interplanetarios también irán provistos de él. ¿Es muy cómodo, no le parece? Creo que lo construyó su amiga, la que vino con usted desde la Tierra.

Kramer me guiñó el ojo y de nuevo soltó la carcajada.

«No se sabe quién trajo a quién — pensé yo—. ¿Y por qué Kramer ríe hoy de esta manera…?»

Pasamos por la cámara atmosférica y sin prisa, nos dirigimos por un largo corredor que unía el cohete con el invernadero.

— Tenemos varios invernaderos — charlaba sin parar Kramer—. Uno largo que ya vio al llegar. ¡Ja, ja, ja! ¿Recuerda cómo por poco voló usted y yo le até como un perrito? Ahora vamos al nuevo invernadero, es cónico. En él, como en el cohete, existe peso, pero muy insignificante. Total, una milésima parte del terrestre. Una hoja que cae de un árbol desde la altura de un metro del suelo, cae durante veinte minutos. Esta fuerza de gravedad es suficiente para que el polvo y los residuos se sedimenten en el suelo y para que los frutos maduros no floten en el espacio… ¿Aún no se ha bañado en la ingravidez? ¡Estupendo! «Verley se fue a bañar»… — se puso de pronto a cantar, riendo de nuevo salvajemente—. Tenemos además algunos laboratorios experimentales, donde la fuerza de gravedad falta por completo. Allí está el baño… Ya hemos llegado. «El velo está corrido…» — declamó mientras abría la puerta.

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