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XIV. En la Luna

— ¡Hemos llegado! — dijo Sokolovsky—. Todo ha resultado bien.

— No hemos cerrado las ventanillas al caer — refunfuñó Tiurin—. Esto ha sido una imprudencia. El cohete podía haber caído de lado y romper el cristal.

— Bueno, no es la primera vez que nuestro capitán «aluniza» — replicó Sokolovsky—. Bien, queridos camaradas, pónganse los trajes interplanetarios y trasládense al «automóvil lunar.»

Nos vestimos rápidamente y salimos del cohete.

Respiré profundamente. Y a pesar que respiraba el oxígeno de mi aparato, me pareció como si el gas tuviera aquí otro «gusto». Esto, claro está, era todo imaginario. Mi segunda impresión, ya real por completo, fue la sensación de ligereza. Ya antes, durante los vuelos en los cohetes y en la Estrella Ketz, donde había una completa ingravidez, había experimentado esta ligereza, pero aquí, en la Luna, la gravedad se sentía como una «magnitud constante», sólo que bastante menor que en la Tierra. ¡No era broma! ¡Yo ahora pesaba seis veces menos que mi peso terrestre!

Miré a mi alrededor. Encima de nosotros se hallaba el mismo cielo lúgubre con sus estrellas sin centelleo. El Sol no se veía y tampoco la Tierra. Oscuridad completa, atenuada tan sólo por los rayos de luz de las ventanillas de nuestro cohete. Todo esto se hacía extraño por la idea terrestre que tenemos de nuestro satélite reluciente. Luego adiviné: el cohete cayó más al sur de Clavius, en el lado de la Luna invisible desde la Tierra. Y aquí ahora era de noche.

Todo alrededor era silencio y desierto sin vida. No sentía frío dentro de mi traje electrificado. Pero el aspecto de este negro desierto inhóspito me helaba el alma.

Salieron también del cohete el capitán y el mecánico para ayudar a sacar el automóvil. El geólogo me invitó con un gesto a tomar parte en el trabajo. Miro el cohete-auto. Tiene forma de vagón-huevo. A pesar de ser pequeño debe pesar lo suyo. Pero no veo ni cuerdas, ni cables, ni grúas, en una palabra ningún aparato para bajarlo. El mecánico trabaja allá arriba destornillando las tuercas. El capitán, Sokolovsky, Tiurin y yo estamos debajo preparados para recibir el cohete. Nos va a aplastar… Pero bueno, estamos en la Luna. No es fácil acostumbrarse tan pronto. La parte trasera del «huevo» está destornillada. Empieza a deslizarse por este lado. Sokolovsky tira de él. El capitán está a la mitad y yo en la parte delantera. Ahora el cohete se vendrá abajo… Yo estoy preparado para sujetarlo y al mismo tiempo pienso en cómo y dónde saltar, si el peso resulta demasiado para mis fuerzas. Sin embargo, mis temores son vanos. Seis brazos, deteniendo el deslizante automóvil, sin grandes esfuerzos lo ponen sobre sus ruedas.

El capitán y el mecánico se despiden agitando la mano y vuelven al gran cohete. Tiurin nos invita a subir a nuestro automóvil.

En él se estaba bastante estrecho. Pero en compensación podíamos liberarnos de nuestros trajes y hablar.

Al mando se puso Sokolovsky, que ya conocía la construcción del pequeño cohete. Encendió la luz, accionó al aparato de oxígeno y conectó la calefacción eléctrica.

El interior del cohete recordaba un automóvil ordinario de pequeñas dimensiones. Sus cuatro asientos ocupaban la parte delantera del mismo. Dos terceras partes de la cabina estaban ocupadas por el combustible, las provisiones y mecanismos. Esta parte del vehículo llevaba una estrecha puertecilla, por la cual era difícil penetrar.

Al desvestirnos de nuestros trajes y escafandras sentimos frío a pesar que la calefacción eléctrica estaba ya conectada. Yo tenía escalofríos. Tiurin se echó encima un abrigo de pieles.

— Nuestro cohete se enfrió mucho. Tengan un poco de paciencia, pronto se calentará — dijo Sokolovsky.

— Ya empieza el alba — dijo Tiurin, mirando por la pequeña ventanilla de nuestro vehículo.

— ¿El alba? — pregunté yo extrañado—. ¿Cómo puede verse en la Luna el resplandor del amanecer si no hay atmósfera?

— Pues resulta que puede ser — contestó Tiurin. No había estado nunca en la Luna, pero como astrónomo sabía tanto de las condiciones lunares como de las terrestres.

Miré por la ventanilla y vi a lo lejos algunos puntos luminosos, como si fueran trozos de metal en fusión.

Eran los picos de las montañas iluminadas por los rayos del sol naciente. Su vivo reflejo iluminaba a otras cumbres. Su luz iba transmitiéndose más; y más allá debilitándose poco a poco. Esto era lo que creaba el original efecto de alba lunar. A su luz, empecé a distinguir las cordilleras que se hallaban a la sombra, las cavidades de los «mares» y los picos cónicos. Montañas invisibles se destacaban en el fondo del cielo estrellado, mostrando hendiduras con negros trazos de caprichos contornos dentados.

— Pronto va a salir el sol — dije.

— No tan pronto — replicó Tiurin—. En el ecuador de la Tierra sale en dos minutos, pero aquí será necesario esperar más de una hora hasta que todo el disco solar no se eleve sobre el horizonte. Pues los días en la Luna son treinta veces más largos que en la Tierra.

Quedé pegado a la ventanilla sin poderme separar ¡El espectáculo era magnífico! Las cumbres de las montañas se encendían con luz cegadora una tras otra, como si en ellas seres desconocidos estuvieran encendiendo bengalas de gran potencia. ¡Cuántos picos hay en la Luna! Los rayos del sol aún invisibles «cortaron» todas las cumbres de las montañas a una misma distancia de la superficie. Y parecía como si de pronto aparecieran en el «aire» montañas de extraños contornos, pero con iguales bases planas. Fueron aumentando más y más la cantidad de estas montañas en llamas hasta que, al fin, se divisaron sus «proyecciones» y ellas cesaron de parecer flotantes en el fondo negro.

Sus partes bajas eran de color ceniza plateada, y más arriba, de un blanco deslumbrante. Gradualmente fueron iluminándose, por los reflejos de la luz, las bases de las montañas. El «alba lunar» se hizo aún más luminosa.

Completamente encantado por este espectáculo, no podía retirar mis ojos de la ventana. Quería ver las particularidades y el trazado de las montañas lunares. Pero me di cuenta que eran casi como en la Tierra. En algunos puntos, las rocas colgaban de manera inverosímil sobre el abismo, como enormes cornisas, y no caían. Aquí ellas pesaban menos, la gravedad era menor.

En las llanuras lunares, como grandes campos de pasadas batallas, habían agujeros en forma de embudo de diversas medidas. Algunos pequeños, no más grandes de las que deja al explotar una granada de tres pulgadas, otros se acercaban a las medidas de un verdadero cráter. ¿Podrá ser que esto sean huellas de meteoritos caídos en la Luna? Quizá. En la Luna no hay atmósfera y, por lo tanto, no tiene la cubierta protectora que pueda evitar, como en la Tierra, que caigan enteras estas bombas celestes. Pero bueno, entonces aquí no estamos exentos de peligro. ¿Qué va a pasar si nos cae encima una de estas bombas-meteoro?

Comuniqué a Tiurin mis inquietudes. Él me miró, sonriendo.

— Parte de los cráteres son de origen volcánico pero otros son, sin duda, hechos por meteoritos al caer — dijo él—. ¿Usted teme que uno de ellos caiga sobre su cabeza? Esta posibilidad existe, pero el cálculo de probabilidades nos demuestra que el peligro es un poco mayor que en la Tierra.

— ¡Un poco mayor! — exclamé—. ¿Caen muchos meteoros grandes en la Tierra? Se buscan como una gran rareza. Por el contrario aquí toda la superficie está cubierta de ellos.

— Eso es verdad — dijo tranquilamente Tiurin—. Pero usted se olvida de algo: La Luna hace ya mucho que no tiene atmósfera. Y existe desde hace millones de años; además del hecho que al no existir aquí ni vientos ni lluvias, las huellas quedaron intactas. Estos cráteres son los anales de muchos millones de años de vida. Si en la Luna cae un meteoro de grandes dimensiones cada cien años, ya es mucho. ¿Vamos a tener tanta mala suerte que precisamente ahora, cuando estamos aquí, va a caer este meteoro? Yo no tendría nada en contra, claro está, siempre que no nos cayera precisamente sobre nuestras cabezas, sino cerca de nosotros para poderlo ver.

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