— ¡«Ketz-siete»!
— ¡No, es «Ketz-cinco»!
El cohete de pronto describió un pequeño círculo y volvió su proa hacia abajo. Una llama escapó de su cuerpo y más lentamente empezó a descender hacia el lago. Su longitud sobrepasaba a la de la más grande locomotora. Y pesaba, seguramente, no menos.
Y he aquí que esta pesada mole se quedó como suspendida en el aire a unas decenas de metros de la superficie del agua. La fuerza de los gases de las explosiones la sostenían en esta posición. Los gases rizaban y agitaban la superficie del agua. Columnas de humo se extendían por el lago.
Luego el cigarro metálico fue bajando imperceptiblemente y pronto su proa llegó a tocar el agua. Ésta se agitó, borboteó y empezó a hervir. Una nube de vapor envolvió al cohete. Las explosiones cesaron. Entre el vapor y el humo apareció un momento el agudo extremo superior del cohete y volvió a desaparecer bajo el agua, levantando una gran masa de líquido. Grandes olas se extendieron por el lago balanceando a las canoas. Unos segundos más tarde apareció de nuevo la brillante estructura del cohete entre los rayos de los proyectores, balanceándose en la superficie del lago.
La muchedumbre, con unánimes gritos, aplaudía a los navegantes. Una flotilla de lanchas motoras se lanzó hacia el flotante cohete, como peces-golondrinas hacia la ballena. Una pequeña lancha motora negra lo tomó a remolque arrastrándolo hasta el puerto. Dos potentes tractores sacaron al cohete a la orilla a través de un puente especialmente construido para el caso. Finalmente, se abrió la escotilla y salieron de la nave los viajeros interplanetarios.
El primero de ellos empezó a estornudar ruidosamente en el momento de salir. Entre la muchedumbre se oyeron risas y exclamaciones: ¡Jesús!
— Cada vez la misma historia — exclamó el que acababa de llegar—. En cuanto llego a la Tierra, el consiguiente constipado.
Yo miraba con interés y respeto al hombre que acababa de llegar de los espacios infinitos. ¡En verdad que hay hombres audaces! Yo por nada del mundo me decidiría a volar en un cohete.
Se recibía a los recién llegados con alegría, eran preguntados ininterrumpidamente, la muchedumbre los envolvía, les daban la mano. Luego subieron a un automóvil y se fueron. El gentío empezó a disolverse. Las luces se apagaron. De pronto noté que mis pies se estaban helando. Estaba tiritando y me daban náuseas.
— Está usted morado — se compadeció de mí, al final, Tonia—. Vámonos a casa.
En el vestíbulo del hotel me recibió un hombre regordete y calvo. Moviendo la cabeza, me dijo:
— Usted, joven, soporta mal estas alturas.
— Estoy helado — contesté.
En el acogedor comedor entablé conversación con este individuo, que resultó ser médico. Mientras tomábamos el té, yo le pregunté por qué a la ciudad y al cohete recién llegado les daban el mismo nombre de Ketz.
— Y a la estrella también — contestó el Doctor—. La estrella Ketz. ¿Ha oído hablar de ella? Precisamente proviene todo de ella. La ciudad ha sido creada para ella. ¿Y el porqué de Ketz? ¿De veras no puede adivinarlo? ¿De quién era el sistema de estratoplano en el cual voló usted hasta aquí?
— Me parece, de Tziolkovsky — respondí yo.
— Me parece… — dijo el doctor con reprobación—. No parece, sino que así es en efecto. El cohete que acaban de ver también fue construido según sus planos y asimismo la estrella. Y por eso se llama Ketz: Konstantin Eduardovich Tziolkovsky, ¿Comprendido?
— Así es — contesté—. Pero, ¿qué es esto de estrella Ketz?
— Es un satélite artificial de la Tierra. Una estación-laboratorio aérea, con cohetódromo para los cohetes de comunicaciones interplanetarias.
IV — Persecución fracasada
Hacía tiempo que no había dormido como esta noche. Y habría dormido hasta las doce del mediodía, si no me hubiera despertado Tonia a las seis de la mañana.
— De prisa, a la calle — dijo ella—. Ahora van a ir al trabajo los obreros y empleados.
Y de nuevo, desde la mañana temprano, tuve que reanudar mis funciones detectivescas.
— ¿Y no sería mejor preguntar en un centro de información si reside o no Paley en esta ciudad?
— Vaya pregunta inocente — contestó Tonia—. Ya en Leningrado me informé de esto…
Íbamos por el pavimento monolítico. El sol iluminaba ya desde las altas montañas, pero yo tenía escalofríos, y respirar se me hacía dificultoso. Los glaciares reflejaban los rayos del sol con deslumbradora brillantez.
Llegamos a un pequeño jardín botánico, fruto del trabajo de los horticultores del lugar en la difícil aclimatización de los vegetales a estas alturas. Antes de la construcción de la ciudad de Ketz, aquí, a la altura de algunos miles de metros, no crecía ni la hierba.
El paseo me cansó. Yo propuse descansar un poco. Tonia, complaciente, aceptó. Nos sentamos.
A nuestro alrededor desfilaba un torrente humano. Hablaban en voz alta, reían; en resumen, ellos se sentían completamente normales.
— ¡Es él! — grité de pronto.
Tonia se levantó de un salto, me tomó la mano y nos pusimos a correr tras el coche. El automóvil corría por la recta avenida que llevaba al cohetódromo.
Se hacía difícil correr. Yo me asfixiaba. Me venían náuseas. La cabeza me daba vueltas, las piernas me tambaleaban. Esta vez Tonia se sentía mal, pero a pesar de esto continuaba corriendo.
Corrimos así durante unos diez minutos. Veíamos el automóvil del de la barba negra a lo lejos aún. De pronto Tonia atravesó la calzada y, levantando los brazos en alto, interceptó el camino a un coche que venía en dirección contraria. El automóvil frenó en seco. Tonia entró rápidamente en él y tiró de mí.
El chofer nos miraba perplejo.
— ¡Vuele tras aquel coche! — ordenó Tonia en tono tan autoritario que el chofer, sin decir palabra, dio la vuelta y apretó el acelerador.
La carretera era magnífica. Pronto dejamos atrás las últimas casas. Y delante de nosotros, como en la palma de la mano, se hallaba el cohetódromo. En las anchas vías había un cohete, parecido a un gigantesco siluro. Cerca del cohete había algunas personas. Súbitamente sonó una sirena. Las gentes se alejaron rápidamente del cohete. Éste se puso en movimiento sobre los rieles, aumentando su velocidad ostensiblemente hasta llegar a una carrera increíble. Hasta el momento no se servía de explosiones aún y se movía utilizando tan sólo la fuerza de la corriente eléctrica que obtenía de los rieles, como un tranvía. La vía subía con una inclinación de unos treinta grados. Cuando faltaba cosa de un kilómetro para llegar al final de la rampa, surgió una enorme llamarada de la cola del cohete. Una columna de humo lo envolvió. Después de esto llegó hasta nosotros una explosión ensordecedora. Unos segundos después una fuerte onda de aire llegó hasta nosotros. El cohete, dejando tras de sí una columna de humo, se enderezó hacia el cielo, rápidamente fue empequeñeciéndose hasta llegar a ser sólo un punto negro y se esfumó.
Llegamos hasta el mismo cohetódromo. Pero, ¡ay! el de la barba negra no estaba entre los que se habían quedado.